Anatomía de una caída

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El personaje del que nadie habla en las críticas es el abogado defensor de Sandra, el tal Vincent Renzi. Y a mí me sorprende porque me parece el más ruin -y a la vez el más retorcido- de todo el plantel. Todo por un polvo. Los demás personajes, culpables o no de sus ruindades, son emotivos, sinceros a su modo, dignos de lástima o de comprensión. Ya sabemos cómo son las relaciones conyugales cuando entran en putrefacción: incluso los seres más civilizados sacan lo peor de sí mismos. Y aquí no hay malos absolutos: sólo gente herida, dañada, que desea escapar de la jaula y ya no sabe cómo.

Érase una vez un abogado Renzi a un pene pegado. Se le nota mucho en la mirada. Un aprovechategui de la situación. A Renzi le importa tres pimientos que Sandra sea culpable o no de asesinato: lo que él quiere es librarla de la cárcel para luego tirárselacomo un héroe. Le mueve el prestigio profesional, claro, pero mucho menos que lo otro. “Yo de joven estaba enamorado de ti”, le dice a Sandra en un momento de la pelicula, y se lo dice con la misma cara de panoli que hubo de tener en la adolescencia. Mientras se lo dice, fuera de plano, se adivina un estremecimiento bajo su entrepierna que es la rúbrica infalsificable de los enamorados con paciencia. Ella, por su parte, no parece darse por aludida. Parece pensar: “Tú sácame de ésta y luego ya veremos...”

¿Usted, querido lector, se acostaría con una mujer acusada de asesinar a su marido en tan extrañas circunstancias? Pues depende de sí está buena o no, me responderá con una lógica masculina implacable. Por otra parte, es lo mismo que respondió Michael Douglas en “Instinto básico” cuando le preguntaron por Sharon Stone. Y aunque Sandra Voyter es, para mi gusto, una mujer de rasgos demasiado teutones y quizá un poco abotargados, es obvio que tiene un morbo de mujer inteligente y vivaz, con mucha vida recorrida. Quizá demasiada... 

Al señor Renzi tampoco le importa que ella confiese en el juicio haber sido una mujer infiel que se acostaba con el primero -o incluso con la primera- que pasaba por allí. Él también parece pensar: “Primero nos acostamos y luego ya veremos...”.




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Brokeback Mountain

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Los rudos vaqueros de Wyoming fueron los últimos en caer. Vale que se vayan volviendo mariquitas los funcionarios del Gobierno o los tiburones de Wall Street -pensaban resignados los temerosos de Dios- Incluso los deportistas, jolín, todo el día viéndose desnudos en los vestuarios, o los marines de la Armada, con esas largas travesías por el océano en busca de asquerosos comunistas. La carne es débil y Dios -cuando le da la gana- es misericordioso. ¿Pero los hombres Marlboro? ¡No, nunca jamás!  Ellos son el último reducto de nuestra virilidad, prietos los esfínteres y encogidos los falos ganaderos.

Por eso, cuando Ennis del Mar y Jack Twist se dejaron llevar por el instinto en la tienda de campaña, muchos se llevaron las manos a la cabeza y temieron que por fin hubiera llegado el fin del mundo, cinco años después de la llegada del segundo milenio ¿Y si la orden ejecutiva del Apocalipsis fue dada el año 2000 como anunciaban las Escrituras pero tardó cinco años en cruzar el mar de las estrellas y llegó justo cuando Ennis enfilaba el esfínter relajado de su compañero...? 

Pero pasaron los minutos, y los meses, y viendo que el cielo seguía sin caer sobre sus cabezas, los cabezacuadradas de la sexualidad inventaron chistes muy chuscos sobre “te voy a broke la back, vaquero”, o sobre “este es mi territorio vedado y yo cariñosamente te lo concedo”, para sublimar sus propias inquietudes con la risa. Un deshueve, sí...

Este escándalo de vaqueros dándose por el culo fue mayúsculo porque además, los vaqueros, se enamoraban. Lo suyo ni siquiera era un apretón, un desfogue, una traición pasajera de la carne. No: era amor, de manzanas con manzanas -o de peras con peras, que ya no recuerdo bien- y eso sí que era intolerable. Nos quisieron tumbar la película con anatemas de curas y críticas de pseudocinéfilos, pero la mayoría de nosotros, entre que “Brokeback Mountain” es una película cojonuda y que nos importa una mierda entre quiénes brotan los amores verdaderos, lo pasamos de puta madre -es decir, sufrimos de lo lindo- viéndola en la gran pantalla y luego, con el tiempo, recobrándola de vez en cuando en la intimidad de los hogares. 





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Sentido y sensibilidad

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Sólo existe un -ismo verdadero, que es el clasismo. El clasismo explica todo lo que sucede a nuestro alrededor: la conducta de la gente y la política del Parlamento. La tontería y la crueldad. “Sentido y sensibilidad” es una obra maestra porque está muy bien hecha y además acierta con la enseñanza primordial. Jane Austen no conoció a Carlos Marx pero también sabía que los demás -ismos se subordinan al clasismo o se inculcan para despistarnos.

Lo que pasa es que Jane Austen era una burguesa agraria, conservadora por naturaleza, y no predicaba un mensaje revolucionario. Sus novelas eran románticas, sí, pero de un amor conveniente o resignado. Tuvo que ser el abuelo Karl quien nos enseñara que la única guerra verdadera es la lucha de clases, en vertical, y hacia arriba, y no estas batallas horizontales donde nos matamos entre nosotros como si fuéramos imbéciles o niños irredentos. El racismo solo es aporofobia; el nacionalismo, una histeria dirigida; la guerra de los sexos, un puro despiste que nos divide exactamente por la mitad. 

El romanticismo también es otro -ismo subordinado al clasismo. En unas épocas más que en otras, claro. A principios del siglo XIX, por ejemplo, las normas matrimoniales eran más estrictas que ahora. El amor entre clases antagónicas, si existía, se cortaba de raíz. Se trataba de mantener las haciendas o de ampliarlas, no de compartirlas con los piojosos. El romanticismo no tenía nada que ver con los matrimonios, que eran simples contratos comerciales. A veces una mera trata de ganado. El amor verdadero, en las clases altas, se reservaba para las amantes que vivían como reinas en un piso amueblado en la ciudad.

Ahora, por fortuna, gracias al cine de Hollywood que ha hecho reverdecer nuestros corazones, el amor sin interés económico ha encontrado un pequeño ecosistema para sobrevivir. A veces se producen ascensos sociales gracias a él. A veces incluso descensos... Somos espectadores criados en el romanticismo, aunque al confesarlo quedemos un poco ideales y tontorrones. No es lo más habitual, pero a veces canta el pajarillo.







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Los que se quedan

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“Todo el mundo es salvaje de corazón y además raro”. Lo decía Lula Pace en “Corazón salvaje” y yo firmo debajo. De hecho, es la frase que adorna el frontispicio de mi Facebook -ahora que Facebook, como el Partenón, ya es una ruina de la Antigüedad. 

La moraleja de “Los que se quedan”, por el contrario, viene a decir que todo el mundo es raro, sí, pero que guarda un corazoncito achuchable en su interior. Y yo, aunque no lo suscribo, porque sé que en el fondo todos tenemos un alma de pedernal, la película me parece cojonuda y casi suelto alguna lagrimita cuando termina.

Es la magia del cine, que no solo te hace creer en galaxias lejanas habitadas por midiclorianos, o en fantasmas de pasillo, o en amores imposibles, sino también en la naturaleza roussoniana de los seres humanos, donde la culpa siempre es de la sociedad o de los otros –“porque nadie me ha tratado con amor”- y nunca de uno mismo, porque la evolución nos hizo así y no nos da la gana de aceptarlo.

Viendo la película me acordé de un profesor que tuvimos en los Maristas de León, el hermano X., que nos daba matemáticas. El hermano X. era despiadado, burlón, inflexible. Exigente como si estuviéramos en un Harvard provincial. Un “old school” al estilo del señor Hunham, también calvorota y falto de sexo para desestresar. Para nada el profesor Keating de “El club de los poetas muertos”, cuyo espíritu, por contraposición, también flota en el ambiente de esta película. 

Pero el último día de nuestra convivencia, porque ya nos íbamos todos al preuniversitario, el hermano X. nos llevó a la sala de audiovisuales, y cuando ya pensábamos que allí escondía los potros de la tortura, nos mostró su colección completa de rock and roll de los años 50, y nos confesó que aquella era la pasión de su vida, tan alejada de los cálculos matriciales. Y nosotros, aunque flipábamos en colores, y nos sentíamos como en el final de una película de Hollywood, sabíamos que allí había gato encerrado, tanto postureo y tantas ganas de enrollarse, aunque luego, la verdad, al minino jamás le vimos los bigotes ni las tres patas. También porque nos daba un poco igual y ya solo queríamos olvidarle.  





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Bronca

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Si el aleteo de una mariposa puede causar un tornado en la otra punta del mundo, una puñeta sacada por la ventanilla puede, desde luego, arruinar la vida de dos conductores que se cruzan en un centro comercial. “Bronca” podría haber durado, qué sé yo, tres minutos, si la coreana pija o el coreano currela hubieran sacado un pistolón de la guantera y a tomar por el culo la discusión. En la Corea de sus antepasados, por ejemplo, la cosa se hubiera alargado más tiempo porque allí, como en Europa, tiran de mamporro limpio o como mucho de tenedor de plástico si justo venías del Burguer King. Pero en Estados Unidos... jo. Cualquiera le saca la puñeta a un zopenco que viene a toda hostia por la carretera, como cantaban "Los Ilegales".

Es lo malo que tiene el estrés, que no te deja contar hasta cinco antes de puñetear. Es lo malo de ir quemado por la vida, aunque las quemazones sean en este caso muy diferentes: la pija porque aspira a cotas más altas de pijotería y el autónomo porque apenas llega a fin de mes entre chapuzas domiciliarias y desvaríos autobiográficos. Su pelea, claro, no es más que una espoleta de retardo. El primer aleteo de la mariposa... El primer episodio de “Bronca” apunta a la lucha de clases y a mí eso me gusta mucho. Me predispone a continuar. Perdida la guerra global se pueden ganar algunas batallas puntuales, de esas que elevan los corazones. 

Pero luego la serie, ay, no tira por ahí. Es más: se vuelve plomiza, discursiva, “íntima”. La vida misma y tal... Cada uno luchando por sus sueños y eso...  Uno, claro, comulga más o menos con las penurias del trabajador, pero el personaje de la muchacha se nos hace insoportable y no queda claro por qué tenemos que simpatizar. ¿Cómo se dice “to er mundo e güeno” en coreano-americano? No me lo quiero ni imaginar. 

(Entre tres minutos de discusión y una serie de 10 episodios innecesarios cabía un término medio, digo yo. La cosa mejora al final, pero hay que cruzar mucho desierto para alcanzarla. El negocio de Netflix no es captar nuestra atención, sino atornillar nuestro culo al sofá).




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Perfect Days

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Mientras veía al señor Hirayama limpiando los retretes de Tokio me acordaba mucho de Lester Burnham, el hombre que al otro lado del océano, en “American beauty”, decidió dejar su maletín de ejecutivo y dedicarse a servir hamburguesas en el McAuto, liberado de responsabilidades, entregado a una rutina sin sobresaltos y más feliz que una perdiz. Porque lo que mata, más que la clase social, es el estrés. Y si bien es verdad que cuanto más abajo más atajo -hacia la muerte-, a veces, en los trabajos más chungos, uno puede encontrar un nirvana de armonía ya que no de monetario. Que a tu lado no haya un emprendedor, un liberaloide, un hijo de la gran puta hecho a sí mismo gritándote al oído también ayuda mucho a limpiar los retretes con mansedumbre.

En un momento de “Perfect Days” se da a entender que el señor Hirayama proviene de otro estrato social, o al menos de otra capacitación profesional, y que ha elegido voluntariamente este empleo que otros consideran más propio del lumpen o del desesperado. Pero el señor Hirayama parece contento, para nada resignado. También me recordaba un poco a mí, la verdad, que yendo para ministro -como creía mi madre- o al menos para subsecretario -como creían mis amigos- decidí bajarme de la vida y trabajar en esto mío tan modesto y tan poco cualificado, pero que me deja mogollón de tiempo para mis cosas. Si el señor Hirayama saca tiempo para sus fotografías, sus lecturas y sus sueños de seductor, yo lo saco para ver películas extrañas en las que sale, por ejemplo, el señor Hirayama, y luego escribir las reflexiones que se me ocurren, también muy alejadas del sector productivo de la sociedad.

El señor Hirayama es mayor que yo y ha aceptado plenamente su decisión. Se nota en que deja los servicios públicos como los chorros del oro sin ninguna necesidad. También es verdad que él vive en Tokio, y no en Madrid, donde el velero llamado “Libertad” lo ha puesto todo perdido de meados de borrachos. Yo, en cambio, todavía estoy en proceso de aceptarme. Cuando me quiera dar cuenta me habré jubilado sin haber alcanzado ese nirvana que fabrica los “perfect days”, absolutamente limpios de conciencia y de sueños raros.





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Que nadie duerma

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Que tire la primera piedra quien no haya soñado alguna vez con un amor inalcanzable. Un amor matemáticamente imposible, de posibilidades infinitesimales. De todo punto ridículo visto desde fuera. Tan ridículo que no puedes ni confiarte a tus mejores amistades, para que no te tomen a pitorreo y duden muy seriamente de tu salud mental. Un amor silencioso, ultrasecreto, pero no doloroso en realidad, porque siempre hay un rinconcito de la conciencia, aunque amordazado, que se hace cargo de la situación.

Y no hablo de enamorarse locamente de la actriz de Hollywood o del cantante de la tele. Hablo de la vida cotidiana, de cuando conoces a Fulanita o Menganito por las esquinas de la realidad y las mariposas del estómago, contra toda lógica, contra toda obviedad, porque tú eres un chiquilicuatre y ella vive en el último eslabón de la cadena trófica, se empeñan en revolotear de un modo improductivo. O -como le sucede al personaje de Malena Alterio- cuando tú eres como mucho la princesa de Bekelar y el maromo es el actor de moda más  buenorro de los teatros madrileños. Y además con barbita de comechochos gourmet incorporada.

Yo sufrí una vez este enorme desvarío. Tan desvariado que es el único amor secreto que nunca le he contado a nadie, ni siquiera una vez que me preguntaron y yo me vi con demasiados licores espiritosos en el coleto. No, nunca, jamás. El pitorreo hubiera sido histórico. Quién sabe si alguno de los presentes, sin pedirme permiso, hubiera tomado mi historia para construir una película sobre un gilipollas integral.

Pero el personaje de Malena Alterio está hecho de otra pasta más comunicativa que la mía, o quizá es que conduciendo el taxi se aburre mucho y suelta lo primero que se le ocurre, por aquello de crear un clima de confianza con la clientela. O que está un poco pirada, que eso también. Por la boca muere el pez, y por la bocaza la taxista, y como además hay mucho hijo de puta suelto por ahí, y también mucha hija de puta, al final salió esta tragedia costumbrista que no es que parezca escrita por Juan José Millás, el maestro moderno de las tramas kafkianas. Es que lo está. 





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El viejo roble

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Dicen -o lo ha dicho él mismo- que ésta es la última película de Ken Loach. Así que se nos va el viejo guerrillero. La clase obrera británica se queda sin su único diputado: el honoris causa. Ya no tenían a nadie en el Parlamento para defender sus intereses -como no lo tenemos nosotros en las cortes de Madrid- pero al menos, con Ken Loach, ellos tenían un cineasta peleón que mostraba sus miserias y proponía sus soluciones. De hecho, gracias a Ken Loach, aquí conocíamos mejor los barrios deprimidos de Newcastle que los barrios chungos de Albacete.

Ahora ya ni eso. Vendrán otros cineastas, supongo, a coger su relevo, pero tardaremos mucho en descubrirlos. O quizá ya ni les dejen rodar, a fuerza de no financiarles. Y si ruedan, gracias al crowdfunding, o al atraco nocturno del tren de Glasgow, les proscribirán, les cerrarán los mercados, les señalarán como a rojos muy peligrosos. No creo que los fachas que ahora gobiernan Movistar + -por poner un ejemplo- toleren semejante propaganda comunista. El nuevo Ken Loach puede que haya muerto antes de nacer. 

Al viejo combatiente le retira la edad, pero también la indiferencia de la gente. Lo que cuenta ya no le importa a nadie. A los ricos se la pela y a los pobres se la bufa. Los pobres ya no quieren remedios para salir de la pobreza: quieren ser ricos directamente. Si los pobres ficticios de Ken Loach aspiran a alcanzar la clase media en un Estado del Bienestar, los pobres reales votan al PP y a cosas peores porque piensan que así les lloverá del cielo el yate, el Rólex, el club de golf compartiendo puro con el alcalde. 

Ken Loach se mata por la clase obrera, pero la clase obrera ya no merece sus matamientos. Nos hemos convertido, mayormente, en gentuza. Yo, aunque funcionario, también soy clase obrera porque mi padre lo fue, así que me conozco el percal. Ahora lo que se estila es votar al facherío para que el moro que vino de Siria -como estos pobres de la película- no pase por delante en la consulta del médico. Yo tenía a las 9 y cuarto y este hijo puta a las 9. Es intolerable. ¿Qué pasa, que en Damasco no atienden en urgencias..? 

Y así todo. Ya digo: escoria. Si el abuelo Karl levantara la cabeza...





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