Boris Becker: luces y sombras

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Boris Becker no sale bien parado de este documental. Pero es que además no hay versión alternativa que le defienda. Los hechos cantan. Boris es un jeta y un malandrín. Un bellaco. Un pecador de la pradera que lleva media vida engañando al fisco, a las mujeres, a los acreedores... ¿Cómo se dice sinvergüenza en alemán? Ni puta idea. Pero tiene que sonar mucho peor que en castellano. 

Lo de que engañe a sus mujeres, pues mira, tiene un pase, porque hay que ser muy lerda para no saber quién es Boris cuando te engatusa en los hoteles de seis estrellas. La primera novia pagó la novatada y yo siento mucha pena por ella. Pero las demás... Hay una muy guapa con los ojos azules que además es reincidente. Lo suyo no tiene nombre. 

Yo me parto la caja cuando en el documental comparecen muy melancólicas -forradas, eso sí, con los acuerdos de divorcio o los apaños extrajudiciales- y dicen que Boris las conquistó con su sonrisa y con su buen corazón, y no mencionan para nada la cuenta corriente que flotaba en el ambiente. Me meo, de la risa, cuando luego recuerdan cómo descubrieron que el gachó se la pegaba con Fulana, y con Mengana, siempre muchas a la vez, y todas unas top-models de la hostia, y que no se lo esperaban para nada y que menuda decepción y que menuda llorera cogieron...  

Vaya colección de gilipollas, con perdón. Iba a decir otra cosa, pero hoy no me salen los exabruptos habituales.

Lo peor, ya digo, no es eso, porque al final todos salen ganando, Boris con los polvos y ellas con los rescoldos. Lo peor es el mamoneo de Bum Bum con los dineros. Eso, para un bolchevique como yo, es mil veces peor que cualquier otra veleidad de su egoísmo. Ay, si pudiéramos resucitar al camarada Ulianov con un poco de su ADN momificado... Pero claro: es muy fácil rajar, juzgar a Boris Becker desde mi sofá de funcionario. Y lo digo sin ironía. Porque si yo, alto y rubio, germano de sonrisa Profidén, hubiera ganado Wimbledom con 17 años y me hubieran perseguido hasta el desnudo las titis y las casas comerciales, ¿no habría sufrido acaso el mismo daño neuronal e irreversible que convierte al niño soñador en un ególatra insoportable?





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El peor equipo del mundo (documental)

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Como había leído que la película era muy mala decidí decantarme por el documental. El fútbol, cachis la mar, con la honrosa excepción de “The Damned United”, jamás ha tenido una película que esté a la altura de su grandeza. Aunque la película es insostenible y tonrorrona, los viejunos citamos siempre “Evasión o victoria” porque se nos cae la lágrima recordando a Pelé marcando el gol de chilena y a Rambo parando el penalti decisivo.

(El fútbol y el cine son como el semen y el agua: dos fluidos vitales que nunca terminan de mezclar bien).

El peor equipo del mundo, allá por el año 2011, era la selección de Samoa Americana, un país que yo ni siquiera sabía que existía. Los futboleros conocíamos la historia gracias a un “Fiebre Maldini” emitido por Canal +, pero pensábamos que se trataba de Samoa A Secas. O sea, de Samoa. Pero no: existe otra Samoa aún más raquítica en lo futbolístico donde los polinesios comen hamburguesas y llevan las gorras vueltas del revés.

En el año 2001, en un partido de clasificación para el Mundial, los samoano-americanos perdieron 31-0 contra Australia y cayeron al último puesto del ránking FIFA. Durante más de una década intentaron levantarse apelando al orgullo guerrero y a otras zarandajas por el estilo, pero eso no les bastó porque eran muy malos, estaban muy gordos y además eran muy pocos. Con apenas 40.000 habitantes dedicados a otros menesteres no se puede sostener una selección que compita con un mínimo de garantías.

Así que en el año 2011, enfrentados a la vergüenza de afrontar otra fase de clasificación, llamaron al Tío Sam para pedir ayuda y éste les envió a un holandés llamado Thomas Rongen que en dos semanas levantó no un campus de fútbol, sino un campo de concentración. Con Rongen se acabó el bebercio, el fumeque, la indisciplina. Todo Dios a la báscula y a dejarse los cojones en el campo. Horarios fijos, disciplina táctica y gritos desde la banda. 

Los samoano-americanos, al principio, flipaban. Pensaban que les había bajado un nazi por las escalinatas del avión. Pero claro: nadie hubiera rodado un documental sobre aquel choque cultural sin un happy end en lontananza...





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Los anillos de Pau

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Al principio, como buen madridista, yo odiaba mucho a Pau Gasol. En el año 2000 el tal Pau apareció en el Barça con su físico de Fido Dido y su habilidad de hechicero y nos pusimos todos a temblar. “Con éste chaval van a ganar las próximas diez copas de Europa”, pensábamos acojonados. Porque además Gasol tenía algo de lunático en la mirada: una especie de fijación enfermiza por la victoria. 

Pero su influjo maligno sólo duró una temporada de cielos de ceniza. Al verano siguiente, un par de ángeles lo secuestraron en Barcelona y se lo llevaron a la NBA para que dejara de amenazarnos. La verdad es que el chaval era la hostia de bueno... Cuando firmó por los Memphis Grizzlies todo el madridismo suspiró aliviado. Los sismógrafos registraron un terremoto en la Península que fueron nuestros saltos de contento.

A partir de ahí los madridistas nos hicimos muy fanáticos de Pau Gasol. Al principio por puro egoísmo, porque queríamos que triunfara en la NBA para que no regresara jamás, pero luego ya de un modo más desinteresado, porque cualquier jugador europeo que ponía una pica en Flandes, o en Tennessee, era un soldado de los nuestros. Pero en Memphis Gasol se apagaba, no lograba grandes éxitos deportivos, y un verano terrible en el que amagó con regresar aparecieron otro par de ángeles -contratados, precisamente, por Los Ángeles Lakers- para volver a secuestrarlo y ponerlo mucho más lejos de Barcelona, en lo aspiracional y también en lo geográfico.

El resto ya es historia: Gasol se convirtió en el líder del equipo junto a Kobe Bryant, y tras un primer revolcón que les dieron en el Boston Garden ganaron dos títulos consecutivos que los madridistas celebramos incluso con más fervor que los culés. Gasol ya era uno de los nuestros. Una bomba desactivada. Y además un tipo muy majo, señorial en la cancha y ejemplar ante los micros. Ahora le ves trajeado de señor mayor, con su esposa rubísima y americanísima, y te lo imaginas hasta de candidato a la Casa Blanca o algo parecido. Esperemos que nunca aspire a la presidencia del Barça. Sería, para las gentes de bien, una disonancia cognitiva de 2’15 cms. de envergadura.




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The Curse

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La verdad es que mediado el segundo episodio pensé en dimitir. Todo era muy raro. Pero raro de cojones, no raro de normal, de andar por casa. Yo me preguntaba: ¿es una parodia, un drama, una jodienda? ¿Ha nacido un nuevo género? ¿Es Supermán? Ni puta idea. Todo era muy raro, ya digo, inquietante pero indescifrable. ¿Una tomadura de pelo?: pues quizá. ¿Una obra maestra?: pues puede que también. A saber. Me acordé de aquella escena de “Fargo” -la película original- cuando la policía interrogaba a dos chicas por el aspecto de los asesinos y sólo acertaban a responder: “No sé... raros”. 

Pero me quedé a esperar acontecimientos porque Emma Stone salía en mucho en las escenas y eso siempre es bueno para el espíritu. Da igual que no te enteres de nada o que lo malinterpretes, si ella comparece ante la cámara. Emma Stone es una espectáculo en sí misma. Un diamante en el charco. Un solete en la oscuridad. Para mí, como actriz, es un diez porque no hay un once. Tiene esa cara vamos a llamar... versátil, muy rara también, que le permite una plasticidad única de los sentimientos. Lo mismo te mira y te provoca una erección que te atraviesa con la mirada y te hiela la sangre en la punta de la polla. Ella es capaz de alterarte el metabolismo con un golpe de ceja o con una sonrisa de sus labiazos. Lo mismo te hace de monja que de puta oficial del reino. Emma es un prodigio del arte y de la carne. Puede que no sea muy guapa -o no al menos una guapa canónica- pero es pelirroja y menudina, y Max, mi antropoide interior, bebe los vientos por ese tipo de mujeres. Unas pecas sobre la piel blanca lo dejan knockout como un hostiazo del Topuria.

Gracias a Emma Stone perseveré, aguanté la lluvia de episodios, y al final tengo que decir que mereció la pena el ejercicio. “The Curse” te crea una especie de adicción malsana. Flipas con su extraña droga de diseño. Quisieras irte pero no puedes. Te vence la curiosidad. Y al final..., jo, vaya final. Qué recordatorio. Qué poco pintamos los hombres en realidad. Cuando los bebés ya se puedan encargar por Amazon las mujeres nos entregarán a las sociedades protectoras de animales. 




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El planeta de los simios

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Hostia, no sé... Si después de un viaje interestelar de 200 años aterrizara en un planeta donde los monos hablan en inglés, montan a caballo y persiguen a unas mujeres de nuestra especie en taparrabos, yo, desde luego, le daría una vuelta al asunto. O el viaje ha sido circular y he caído en el mismo sitio -pero en algún tiempo extraño del calendario- o resulta que una educadora de monos se fugó de la Tierra y ha creado un colegio Montessori en las inmediaciones de una estrella lejana, allá por la constelación de Orión. 

Por cierto: ¿y las estrellas en el cielo? A Cristóbal Colón, con sus astrolabios y su ciencia básica del siglo XV, no se le hubiera escapado lo que sí le escapa al astronauta Heston: que si miro al cielo nocturno y veo las mismas constelaciones que en la Tierra, son su estrella Polar, y su estrella Sirio, y su Venus brillante en el horizonte, tal vez, eh, sólo tal vez, exista la posibilidad de que el cohete hiciera pum p’arriba y luego pum p’abajo, como si lo hubiera lanzado la Agencia Astronáutica Española desde la base de Minglanillas. 

(Pero claro: quizá juego con ventaja porque en el año 2023 ya conocemos el final de la película y te anticipas a la ceguera científica de Charlton Heston. El Capitán a Posteriori es un cabrón intergaláctico que nos perturba el pensamiento).

Pero da igual: para revisitar "El planeta de los simios" no me importaba el qué, sino el cómo, la pura curiosidad de ver la película. Y la verdad, vergonzosa para mí, es que no le he encontrado ninguna mística ni clasicismo. Esto no tiene ni pies ni cabeza y además es cutre hasta el sonrojo. Las persecuciones en ese poblado de los Picapiedra son como de Chiquito de la Calzada perseguido por Lucas Grijander: “Noorl”, “quietorrr”, “cuidadín”, “te voy a hacer pupita”...

Te quedas, eso sí, con la esencia filosófica del asunto: que los monos, cuando nos suplanten, serán tan hijos de puta como nosotros, sádicos y pueriles. Y no solo eso: la corrupción de su almas será bendecida por unos curas inevitables que aspirarán no a ser cardenales primados, pero sí cardenales primates.





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El chip prodigioso

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Para nuestra generación, “El chip prodigioso” fue una divertida introducción al mundo de la nanotecnología. En 1987, de chavales, llegamos a pensar que cuando fuésemos mayores –o sea, más o menos como ahora- los médicos nos recibirían en las consultas, nos harían un par de preguntas protocolarias sobre nuestro achaque y luego -como Dennis Quaid en la película- se meterían en una máquina miniaturizadora para hacerse chiquititos, casi microscópicos, y así poder hurgar en nuestras entrañas después de que una enfermera cañón -por lo menos tan guapa como Meg Ryan- inyectara la nave espacial en el torrente sanguíneo o nos la metiera por el culo gracias al amable excipiente de un supositorio. 

Ese era el futuro que imaginábamos a cuarenta años vista: los médicos como navegantes de nuestro espacio intercelular, casi más espeleólogos que facultativos. Más parecidos a Miguel de la Quadra-Salcedo que al doctor Beltrán que poco después se haría famoso en Antena 3 televisión. La de chistes que hicimos, con la tontería de los médicos moleculares, o de las doctoras jibarizadas, ahora ya irreproducibles porque las ciencias políticas han avanzado mucho más deprisa que las ciencias medicinales. De hecho, si no fuera por el desarrollo de la tomografía axial computerizada, estaríamos más o menos como en 1987, sondeando el interior de nuestros organismos casi con la misma tecnología que desarrolló el matrimonio de los Curie en su laboratorio.

“El chip prodigioso” muestra otro avance de la ciencia que no tiene visos de cumplirse ni siquiera a medio plazo. Otra estafa futurista de Hollywood, aunque a ratos resulte muy entretenida. La nanotecnología, al final, resultó ser una cosa de máquinas biónicas tan pequeñas como las moléculas: robots hacendosos cortando tejidos muertos o empalmando cadenas de ADN. Una ciencia muy útil, y a su modo también muy fantasiosa, pero muy poco peliculera para hacer un éxito de taquilla con rubias guapísimas y hostiazos a gogó.





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Men in Black

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¡Me lo van a decir a mí!, que existen los extraterrestres, y que pululan por nuestras calles, yo que llevo en el teléfono las cinco notas musicales de “Encuentros en la tercera fase” como tono de llamada. Re-mi-do-do-sooool... 

“Uy, qué música tan rara”, me dicen los que no vieron la película o la vieron pero ya no la recuerdan. La Pedanía entera. Pues escuchad, majos: ésta es la tonadilla que servía de saludo entre los terrícolas y los extraterrestres. Las cinco notas de John Williams que ya son el H.E.G. (Hola Estándar de la Galaxia) que usamos los iniciados en el misterio de la astrobiología. 

Hará cosa de cinco años que llegué a la conclusión de que todo el mundo que me llamaba procedía de otro planeta: las mujeres del amor, los hombres de la amistad, los familiares que viven allende los mares... Y, por supuesto, las gentes del trabajo, que parecen salidas de un planeta donde las decisiones se toman del revés y los pasillos se recorren por los techos.

Todo esto, por supuesto, es medio en broma medio en serio, pero juro que el re-mi-do-do-sooool suena en mi teléfono cuando contacto con estos seres provenientes de otros mundos que se afincaron en la Tierra. La música me sirve de advertencia: prepárate para una conversación no siempre fácil ni fluida. 

Todo esto lo cuento para advertir a la gente que “Men in Black” no es una película de ciencia-ficción, aunque lo parezca. Porque es verdad que hay aliens por nuestras calles y que los picoletos del SEPRONA se encargan de supervisarlos. Yo, en mi vida cotidiana, también los tengo muy calados. De hecho, trabajo en secreto para los Hombres de Negro. Cuando recibo una llamada en el teléfono y suenan las notas de John  Williams, ellos la escuchan al mismo tiempo en su comisaría ultrasecreta. Lo digo por si algún día vas a llamarme y escuchas un click sospechoso al otro lado de la línea, un susurro, un acople... Que sepas que sabemos. 




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Ex Machina

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Hay tantas lecturas posibles en “Ex Machina” -filosóficas, científicas, sexuales incluso-que no sé ni por dónde empezar. Mi Inteligencia No Artificial (INA) se aturulla ante tal avalancha de asociaciones. 

Lo primero que se me ocurre -por hacer la típica chanza del gilipollas- es argumentar que ese tunante de Oscar Isaac no se dedicaba al diseño de robots, sino a la fabricación de muñecas sexuales muy sofisticadas. Creo que ahora hay unas muñecas japonesas que son la monda lironda, muy reales y excitantes. Lo sé por un amigo que tengo. Pero tampoco quiero denunciar al científico loco. ¿Quién no haría lo mismo en su lugar? Ya puestos a desarrollar inteligencia artificial en lo alto de una montaña, pues mira: le diseñas una carcasa para satisfacer tus expectativas sexuales: las fenotípicas, las posturales, las frecuenciales... 

Todas las expectativas menos la calidez humana -el amor. Y eso es lo que Oscar Isaac, en esta interpretación mía de la película, busca obsesionado: una mujer cibernética con conciencia de estar echando un polvo. Y si no enamorada, si al menos atraída por él. Oscar Isaac es un racionalista científico, pero también sabe que la comunión del cuerpo y del espíritu consigue los orgasmos más inolvidables. ¿Romanticismo? Tampoco jodamos: cuando decimos espíritu queremos decir neuronas espejo y cosas así. 

(Supongo que el Ministerio de Igualdad podría subvencionar un remake en el que una mujer científica, aislada en el desierto de Almería, diseñara unos maromos cibernéticos muy parecidos a Chris Hemsworth con la excusa de estar desarrollando un software muy poderoso. Un pequeño polvo para la mujer y un gran paso para la humanidad). 

“Ex Machina”, por supuesto, tiene otras lecturas menos rijosas y más trascendentales. Y más ahora, que la Inteligencia Artificial ya avanza que es una barbaridad. ¿Hay inteligencia sin conciencia de la propia inteligencia? A mí siempre me ha parecido una pregunta muy prepotente. Muy de ser humano subidito. Muy de creernos la cúspide la Creación. Creer que somos “conscientes” de algo, extramateriales en cierto modo, no deja de ser una presunción de divinidad. Una chulería evolutiva.




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