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El día, en verano, no vale nada. Sin trabajo y sin fútbol,
que son los alimentos del cuerpo y del alma, el día sólo es un transitar sin
objeto hasta que se esconde el sol. El verano es tiempo no apto para los
vampiros, ni para los esquimales que perdieron el tren, y yo soy ambas cosas,
un Nosferatu de Laponia apellidado Rodríguez.
No voy a decir que las vacaciones sean una condena, Dios me
libre, pero sí un pasatiempo gigantesco y complejísimo, en el que acaban por recocerse
los deseos de hacer algo provechoso. Esta vez sí -me decía yo a principios de
julio, tan ufano: de este verano no pasa, lo de escribir, y hacer el Camino de
Santiago, y marcar los pectorales en la natación; o, en su defecto, resignarme
a no hacer nada con espíritu budista y bonachón, y no con esta quejumbre anual
que todo lo ensucia.
Al final, todos los
veranos son un enredo, una prisión que uno mismo se va construyendo. Son... como aquellos crucigramas tamaño póster
que mi padre compraba en el kiosco para enviarlo al concurso amañado del
apartado de Correos tal, de Madrid, a ver si había suerte. La vida -o al menos
mi vida en verano- es exactamente eso: un gran crucigrama donde la horizontal 1
es menear un poco la lorza, y la vertical 4 dormir la siesta, y la horizontal 7
pasear al perrete, y así todo, bucólico pero improductivo, hasta que todas las
casillas quedan cubiertas justo cuando se ve la segunda estrella en el cielo, tras
Venus, que no es una estrella. Es entonces, y no antes, cuando llega la hora
bendita de arrebujarse en el sofá y poner la película del día, que es como el
descanso del guerrero que no estaba guerreando. El primer frescor del día es
una fiesta que yo celebro dándole al play de alguna ficción.
Pero a veces, ay, todo el esfuerzo -es un decir- se va en el
sumidero idiota de una película banal, más bien estúpida, como esta que tanto
recomendaban los críticos. Jinetes de la justicia va de unos autistas que
quieren vengarse de unos malvados con la ayuda de una mala bestia. Una
gilipollez como de Baltimore, pero en Copenhague, donde no pegan para nada las metralletas
a las tres de la madrugada.
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