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Leí una vez que basta con que alguien te diga: “Le interesas a Fulanita”, para que empieces a prendarte de Fulanita. Y viceversa. Aunque el conocimiento previo haya sido somero o inexistente.
Este juego de celestinas lo investigaron una vez en una
universidad americana -cómo no- y resultó que era verdad: le decías a Jennifer
que Brandon estaba colado por ella, y a Brandon que Jennifer estaba colado por
él, y aunque no se conocieran de nada porque él estaba en la Facultad de
Ciencias y ella en la Facultad de Estudios Grecorromanos, apenas tardaban un
hamburguesa con Coca-Cola en citarse para el amor y emprender una aventura
sexual de esas que justifican toda una matrícula en la Universidad, tan caras
como están.
De eso va, más o menos, “Cuento
de primavera”, aunque sus protagonistas sean franceses de la burguesía tan
queridos por Rohmer. Esa gente cuya máxima preocupación en la vida es saber con
quién van a follar a mañana, si con Mengano o con Mengana, y en qué cama van a
retozar: si en el piso de París, si en la casita en el pueblo o si en el
apartamento que alquilan todos los veranos en la playa de Biarritz.
En la película, Natacha, que es una pelirroja de muy buen ver aunque una caprichosa estomagante, se lleva a matar con la amante de su padre porque ella es una pedante que habla de Husserl o de Wittgenstein como otros hablamos de Benzema o de Cristiano Ronaldo. No hay reunión familiar en la que Natacha no se sienta humillada intelectualmente, así que una mañana de primavera, inspirada por los pájaros en el alféizar, decide aplicar las conclusiones de aquel estudio norteamericano y le dice a su padre que tiene una amiga guapísima que se pirra por él; y a su amiga -que anda un poco necesitada de amor- que su padre cuarentón se ha fijado mucho en ella.
Pero la burguesía francesa, ay, no es como la chavalada americana, y antes de
encamarse necesita darle una hora y media a la sin hueso, sopesando los pros y
contras del sexo y del amor.
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