Nitram

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Vivimos rodeados de perturbados. Esa es la cruda realidad. Yo por lo menos conozco a unos cuantos. Y a unas cuantas. Pero no hablo de oídas ni de referencias: los conozco de verdad, tête à tête. Algunos incluso me saludan cuando nos cruzamos por ahí. Son vecinos de toda la vida, o viejos conocidos, o chalados simpáticos que te confunden a saber con quién. También gente peligrosa...

Lo que pasa es que para mi suerte, y para la suerte de quienes me visitan, se trata de perturbados pacíficos que simplemente viven pendientes de Yahvé, o se comunican con los árboles, o caen en terraplanismos que te obligan a sacar el Manual del Buen Ciudadano aunque por dentro lo flipes en colores. Y aunque no fueran pacíficos, y les diera por vengarse de las injurias recibidas, o creyeran que todos somos demonios enviados por Belcebú, la mayoría carece de un fusil de repetición como el que Nitram se compró en el Carrefour de su pueblo, allá en la isla de Tasmania.

Puede que algún perturbado local guarde una lupara en el armario, la de matar conejos y disparar a las latas de cerveza, pero llevo aquí 23 años y solo una vez se montó un cirio como el de Puerto Urraco, aunque con mucha menos puntería gracias al alcohol. Salió en los telediarios y todo, a modo de anécdota sobre la España a punto de vaciarse.

Aquí mismo, donde trabajo, -y no hablo de nuestros alumnos, pobrecicos- hay unos cuantos elementos sospechosos que da miedo imaginar en la intimidad de sus hogares. Qué harán, me pregunto, cuando llevan su perturbación al dormitorio habitual. Cómo será su rutina, a quién llaman por teléfono, a quién reciben para tomar el cafelito. Qué programas ven en la tele o qué podcasts siguen en la radio mientras friegan los cacharros. De qué hablan cuando hablan solos. Qué carrusel de imágenes cruzan por su mente. Qué pie tienen en este mundo compartido y qué pie tienen suspendido sobre una fantasía sombría o de colorines.