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La vida es como una caja
de bombones, o como un vaso de whisky en la madrugada. Lo aprendimos viendo
películas. También aprendimos que la vida es como un plató de rodaje: los protagonistas
chupan cámara y los extras pasan desapercibidos al fondo de las escenas. En la
vida, como en las películas, unos ganan dinero y otros no; algunos follan mucho
y otros nada; unos son amados y otros simplemente queridos, o
tolerados. Hay quien siempre está donde toca la lotería y quien siempre llega
tarde al lugar equivocado, como cantaba Serrat. Vistos de lejos, desde las
alturas de un globo o de un décimo piso, todos actuamos en la misma película
cotidiana. Pero jodó, qué diferencia, de sueldos y de fortunas.
Muchas veces me quedo
mirando a los extras cuando la ficción es aburrida, o cuando ya conozco los
diálogos de memoria, y me da por pensar quién es esta gente: si meritorios del
séptimo arte o si gente recogida por la calle. Si, quizá, familiares o amigos que
vienen a echar una mano o a hacer bulto en las escenas. Algunos actúan con toda
naturalidad, como si de verdad estuvieran tomándose un café o paseando el
cochecito por la ciudad. Son verdaderos profesionales del segundo y del tercer
plano. Pero a otros se les nota que no saben qué hacer con las manos, ni cómo disimular
con la boca, y quedan muy poco convincentes en el margen de la tele. A veces rompen la
cuarta pared con una mirada fugaz que pasó desapercibida para el director.
Quizá esperaban una indicación, o su segundo de gloria, su saludo a la gente
del pueblo o del barrio: estoy aquí, mamá, o mirad, colegas, salgo en la
tele...
En realidad, en mi caso, esto de haber publicado un libro y de tener otros dos rulando por ahí, a la espera de una oportunidad, no es más que el esfuerzo orgulloso de querer pasar de extra a protagonista. Un ruego al director para recitar, al menos, una línea de diálogo. O para posar unos segundos de más junto a los protas de verdad.
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