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La infiltrada

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El sentimiento básico que recorre mi barriga mientras veo “La infiltrada” no es la incertidumbre, pues ya venía uno informado a la pelicula, sino la admiración infinita por esa mujer, y por esa actriz que la recrea. La persona y el personaje.

Lo digo porque yo, de infiltrado en ETA, no hubiese durado más de 36 horas. Pero no porque de repente me viera superado por la tensión y les hubiera pedido a mis superiores que me sacaran de allí cagando leches. Lo digo porque ni siquiera me habría dado tiempo a llegar esa conclusión de cobardía. Antes habría cometido un error fatal que hubiera dado con mis huesos y con mi poca sesera en una cuneta: confundirme de nombre al ser preguntado, o liarme con una llamada de teléfono al superior, o traerme un libro de casa con un marcapáginas en el que pusiera “Viva la Policía Nacional”. No sé, cosas así, entre ridículas y muy tontas.  

Me conozco y sé de lo que hablo. Habría sido el infiltrado de más corta duración dentro de la banda terrorista. También estaría en los anales del Cuerpo, como El Lobo, o como Arantxa Berradre, pero en el otro extremo de la orden de méritos, para equilibrar las energías del universo. 

También es verdad que yo -jamás, ni harto de vino- me hubiese metido a ejercer de Policía Nacional. “Policía ni en broma”, como cantaba Sabina. O picoleto, o milico, o cualquier cosa que lleve una metralleta y un uniforme autoritario. De no haber sido funcionario -disfuncional- de Educación, hubiera sido funcionario de Correos, o de Hacienda, o de cualquier otra institución al servicio del ciudadano. Tengo el alma acomodaticia de los funcionarios, qué le vamos a hacer, pero policía... Ni siquiera para dar de comer a mis hijos. No los hubiera tenido y en paz. 

No es nada personal. Only business. Es puro recelo instintivo. Es verdad que la Policía hace una gran labor social, como la de la ONCE gracias al cupón, pero no es menos cierto que se interponen con demasiada fiereza entre nosotros y los palacios de nuestros negreros. 





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