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1917

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Para no herir la sensibilidad del espectador y hacer como que la guerra era una cosa de mentirijillas, un acto patriótico sin apenas consecuencias para la vida, las películas de nuestra infancia mostraban batallas casi incruentas, sin hemoglobina, más parecidas a las representaciones historicistas que a la guerra real que huele a mierda y a sangre. Y a cadáveres en putrefacción. 

Los alemanes muertos -porque casi siempre eran alemanes, los pobrecitos- se limitaban a desmadejarse ametrallados por el héroe o a caer desplomados por las explosiones democráticas. Ningún soldado sangraba al morir. Nadie moría despedazado o destripado, o con media cara volada de un disparo. Nadie moría entre convulsiones o llorando como un bebé. Eran muertos de paja. Aquellos alemanes de nuestra infancia -siempre desprovistos de personalidad, apenas entrevistos en las trincheras o en las torres de las iglesias -caían como los indios que se caían de los caballos o como los vietnamitas que saltaban por los aires. U-ese-á, U-ese-á...

Nuestros héroes anglosajones siempre eran hombres maduros y varoniles que quedaban muy fotogénicos metidos en el barro y soltando un chiste con mucha testosterona antes de entrar en combate. Todos eran invulnerables y guapos, veteranos de cien batallas en el frente y de cien polvazos en la retaguardia. La guerra -nos querían decir- era para tíos de verdad como John Wayne y Robert Mitchum. O como Alfredo Mayo en “Raza”. 

Quizá la primera ficción que nos sacó del equívoco -a los chavales más bien idiotas y crédulos de mi generación- fue la serie "M.A.S.H." que pasaban por la tele. Allí descubrimos que los soldados que mueren en las guerras (gritando y sangrando) son casi todos chavales secuestrados por los gobiernos de los burgueses. Lo bélico, en nuestra fantasía, se volvió terror y pesadilla. Comprendimos que la gran suerte de nuestra generación era no haber participado jamás en el asalto a una trinchera o en el desembarco sobre una playa barrida por las balas. 

“1917”, tantos años después de habernos caído del caballo, es un espectacular recordatorio de todo aquello que aprendimos y que nunca deberíamos olvidar. La isla de Perejil, por ejemplo, que se la den a la primera gaviota que la reclame.



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