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Sabía que no me iba a gustar. Y no me gustó. O solo lo justito, sin dejar ningún poso en el espíritu. Justo igual que la primera vez que la vi, hace ya muchos años. Me alimenta el jeto de James Coburn y su cachaza de tipo curtido en cien tiroteos. Y poco más. Me entra la sonrisa tierna cuando veo la pintura roja de Titanlux saliendo por las heridas: ese cutrerío sanguíneo que yo nunca vi de niño porque la tele de mis padres era en blanco y negro proletario.
En la película suena de fondo “Knocking on Heaven’s Door” cuando un vaquero herido de muerte llama a las puertas del Cielo y le dicen que no encuentran sitio para él. Sale incluso el mismísimo Bob Dylan disfrazado de pistolero, chupando cámara para darle un empujón comercial a la película. Es todo muy raro... Menos mal que la Wikipedia siempre está a mi lado en los momentos más aburridos de la cinefilia, y que puedo ir leyendo en ella la historia real de Pat Garrett y Billy el Niño para llevarme al menos un aprendizaje a la cama: el salvajismo de estos psicópatas convertido en mito y en atracción para los turistas que vienen de Dakota.
Sabía que iba a perder el tiempo y sin embargo lo perdí. ¿Por qué? Pues porque soy gilipollas, claro. Porque a veces pienso que la culpa es mía y no de las películas. Porque recaigo en la idea de que soy yo el defectuoso, el insensible, el cinéfilo que no aprecia lo que otros sí saben apreciar. El farsante. Es una fustigación idiota, pero me fustigo.
Lo que pasa es que en las ondas electromagnéticas llevaban semanas dando la matraca con Sam Peckinpah. Debe de ser el aniversario de su muerte, o de su nacimiento, no sé. Carlos Boyero contaba el otro día que una vez salió de copas con Peckinpah por los bares de Madrid. Boyero hablaba de su alcoholismo, de su mala uva, de su carácter pendenciero, y de cómo reflejaba todo eso en sus westerns crepusculares y en sus películas ultraviolentas. Y en un momento dado, seducido sin motivo alguno, me propuse rescatar las mismas películas que ya había visto de joven y que apenas me dejaron una imagen suelta o un tiroteo tempestuoso.
No soy yo, quiero decir, sino las malas compañías.