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Black Hawk derribado
Obi-Wan Kenobi
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Lo que más molaba de Obi-Wan
Kenobi en la trilogía original era aquello de doblegar voluntades con un gesto
de la mano.
Soldado imperial: Los
documentos, por favor.
Obi-Wan: (girando la
muñeca en el aire). No necesitas los documentos.
Soldado imperial: “No necesito
los documentos...” Pasen.
Aquello era...
maravilloso. El verdadero poder de un caballero Jedi. El uso de la Fuerza -siempre
tan mística y etérea- para un fin práctico y resolutivo. Los Jedis no podían perder
tiempo en tonterías mientras desfacían los entuertos de la Galaxia. Ni tampoco nosotros, los terrícolas, aunque seamos
más modestos en nuestros afanes. Lo que pasa es que nosotros, chiquilicuatres
sin midiclorianos, terminaríamos por hacer mil y una maldades con tal capacidad
de hipnotismo: putaditas veniales, si uno fuera hombre de bien, o delitos
vesánicos, si uno naciera inscrito en los renglones torcidos de Dios.
Deduzco, viendo la serie,
que tal superpoder le llegó al bueno de Obi-Wan ya de anciano, en su último
retiro de Tatooine, porque su yo más joven no hace uso de ella en seis
episodios trepidantes, de no descansar ni un solo minuto. Y mira que tiene
oportunidades para hacerlo: para empezar, callarle la boca a esa niña tan
impertinente llamada Leia Organa, que con su gracejo natural, y sus
midiclorianos por descubrir, causa más catástrofes que Zipi y Zape con un balón
de reglamento.
Por ahí, por este Obi-Wan
desarmado y un poco lento de reacciones, viene la primera decepción con esta
serie que consiste básicamente en persecuciones, duelos de espada y stormtroopers
desparramados por el suelo. Los ejecutivos de Disney son, decididamente, los lord
Sith de nuestra galaxia.... El espectáculo solo se hace noble, a medias
lucasiano, cuando la figura de Darth Vader llena la pantalla. Vader no necesita
ni mover la mano para zanjar las discusiones. Nos lo ponen así, con el gesto,
para que los más lerdos del planeta Tierra comprendan sus acciones. Pero Vader,
solo con comparecer, ya acojona al personal. Da igual la distancia y el tiempo.
Si no fuera tan malo, le adoraríamos como a un dios.
Beginners
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La teoría dice que de los matrimonios fracasados salen hijos
con miedo al fracaso. Con miedo a enamorarse, digo. Pero esta es otra gilipollez
que dicen los psicólogos para cobrar sus pastizales o justificar sus
titulaciones. Cháchara indemostrable. Y muy falsa. Nosotros, los de mi generación, los
nacidos en el estertor del asesino, damos fe de que no tenemos miedo a
fracasar. Nosotros seguimos ahí, en la lucha, soñando con el trébol de cuatro
hojas, con la alineación de los planetas. Con el premio de la lotería. Y sin
embargo, para contradecir a esos vendedores de humo, a esos estomagantes de la palabra, casi todos venimos de unos padres
que tuvieron matrimonios desgraciados, constreñidos por la pobreza o por el
catolicismo. O por ambas desgracias a la vez. Por la dureza de las circunstancias. Contrayentes
amargados por el miedo y la represión; acojonados por la violencia verbal y la
violencia de las hostias. Y por las hostias de los curas...
Si Oliver, en “Beginners”, recuerda con amargura el matrimonio
de sus padres -que lo más que hacían era tratarse con exquisita frialdad, él un
gay reprimido y ella un mujer infravalorada- qué no tendríamos que recordar
nosotros de nuestros padres, que fueron en su mayoría un campo de desencuentro,
y una cárcel de convivencia. Oliver ha visto demasiadas películas: ése es su
mal. Se ha tragado la cháchara de los psicólogos -que además en Norteamérica gozan
de gran prestigio- y cuando conoce a Anna en la fiesta de disfraces se enamora
como un lelo (y quién no), pero desconfía como un tonto. “Sé que voy a
fracasar porque mis padres fracasaron y tal...” Qué soberana gilipollez. Qué
discurso más ofensivo cuando caminas al lado de Anna. Pues mira, majo: si no la
quieres para ti, deja que corra la cola.
Menos mal que Oliver tiene un perro muy sabio que le
aconseja. Y que Anna -la dulce Anna, la frágil Anna, la hermosa Anna- le va a
conceder una segunda oportunidad. Ella es tan hermosa como paciente; tan guapa
como comprensiva. No te la mereces, so memo.
Fargo. Temporada 3
La realidad supera la ficción. Siempre. Incluso las ficciones de Fargo palidecen en la comparación, aunque a veces, descolocados con sus ocurrencias, pensemos que el telediario posterior nos va a devolver a una realidad predecible, de andar por casa. Y luego, de pronto, aparece un platillo volante en las breakings news, o algo parecido…
El escritor
Después de la comparecencia en el Parlamento, de la rueda de prensa, de la cumbre internacional, del Consejo de Ministros, del pulso con la oposición, de la reunión con los expertos, de la llamada secreta del Club Bilderberg… Después de todo eso, cuando termina el día, los gobernantes se retiran a sus aposentos para ser ellos mismos otra vez, despojados de caretas, y de poses esforzadas. Se quitan el traje de faena para darse una ducha, y allí, desnudos ante el espejo, vuelven a ser Perico Pérez, o Perica López, los compañeros sentimentales de Fulana de Tal, o de Mengano de Cual, que charlan con ellos en la intimidad del cuarto de baño, y luego en el reposo del sofá, ante la tele, y más tarde, quizá, si hay ganas, si el estrés no es mucho y la libido sigue carburando, en la comunión espiritual de los cuerpos.
La pesca del salmón en Yemen
El jeque Muhammed, en vez de gastarse los petrodólares en comprarse un equipo de fútbol como todos sus amigos de los emiratos, decide construir un embalse en los desiertos del Yemen para criar salmones y luego pescarlos con caña, a lo franquista, que es su afición preferida después de retozar con sus esposas en la jaima, y de zambullirse en la piscina de monedas que le compró al tío Gilito tras la crisis de las subprime.
Agosto
Cuando no es Navidad, las familias mal avenidas tratan de esquivarse como pueden. Hijos y madres, sobrinos y abuelas, se inventan excusas para no coincidir y no terminar a voces o a reproches. O incluso a hostias. Fingen teléfonos entrecortados, enfermedades contagiosas, labores incompatibles... Pero llegan las fiestas entrañables y la mayoría no es capaz de resistir la presión. Son los anuncios de la tele, o las luces del vecino, o el turrón que compraron antes de tiempo y que al morderlo les traslada a los tiempos de la infancia. Piensan que, quizá, esta Navidad va a ser diferente porque es año bisiesto, o impar, o cualquier otra razón cabalística. La primera Navidad de otras muchas felices que están por llegar... Sólo es cuestión de ponerle voluntad, de dejarse llevar. Dos mil años de tradición no pueden estar tan equivocados.
Sea como sea, al final las familias disfuncionales se reúnen a finales de diciembre del mismo modo que la familia Weston se reúne a mediados de agosto en la película. Y nunca sale bien, la encerrona. En Nochebuena la cosa suele ir más o menos templada en el aperitivo del consomé, o en el primer ataque a los langostinos. Hay sonrisas, buenas intenciones, la conversación fluye... Pero llega el plato principal y algo empieza a agitarse dentro de las tripas. La primera sensación de una impostura, de una farsa teatral. Es entonces cuando alguien, el menos contenido de la familia, lanza la primera puya, quizá en tono irónico, sin maldad consciente. Pero esa puya tontorrona abre la primera grieta, y es como el primer alemán del Este que empezó a aporrear el muro de Berlín con el mazo... Llegan los postres y ya todo es hostilidad entre los comensales. La familia ha regresado a su ser, a su verdadera esencia de incomunicación, y las viejas historias ponzoñosas apenas dejan saborear la bandeja final de los dulces.
Trainspotting 2
Veinte años después de haberles desplumado 16.000 libras, Renton regresa a Edimburgo para visitar a sus viejos amigos del trapicheo. A sus cuarenta y seis años le ha dado un ataque de nostalgia muy propio de la edad, y ese impulso, sensiblero pero vigoroso, es más poderoso que el miedo a recibir un par de hostias de sus ex-colegas del suburbio, que tal vez, sólo tal vez, no le hayan perdonado su traición
A nuestros muchachos de Trainspotting peinan canas y están algo arrugados. Se les ve más torpes, más hieráticos, menos ocurrentes. Corren y se cansan; pelean y se caen; filosofan y se extravían. Ya ni siquiera se drogan con asiduidad, y sólo de vez en cuando se dan el homenaje de un "trainspotting" por los viejos tiempos. Pero no han cambiado en absoluto. Siguen cayendo en los mismos hoyos, en las mismos errores, como autómatas programados para seguir un único camino por la vida. Son como nosotros, y nos com-padecemos de ellos. Aunque la película sea un experimento innecesario. Un sacacuartos -lo que sólo es un decir, si te la has bajado por el morro- para los nostálgicos.
Trainspotting
En los períodos de sequía creativa, cuando no sé qué escribir sobre una película y sufro la tentación de volver a los temas archisabidos, me doy un garbeo por los extras del DVD para inspirarme en las entrevistas que concedió el director, o el actor principal, a ver si ellos me dan el germen de una idea. El hilo conductor que me permita enhebrar cuatro filosofías baratas y cuatro chascarrillos de barrio para solventar la entrada del día y mantener vivo este engendro sin pies ni cabeza, sin orden ni estructura. Como el bebé monstruoso que Jack Nance alimentaba sin esperanza en Cabeza borradora: el producto informe y errático de mi nulo talento para escribir cosas originales.
Creo que por hoy, gracias a los extras en DVD, he salvado el culo.
Miles Ahead
Al terminar de ver Miles Ahead uno desearía no estar en casa, sino en el cine club universitario, con muchas personas alrededor carraspeando y comentando. Con Don Cheadle presente para responder a nuestra perplejidad: "¿Qué quisiste contar, brother?" Porque mira que hay biografía en Miles Davis para llenar la película, entre auges y caídas, trompetas y quintetos, compañeros de fatigas y pibones de morirse... Una vida excesiva y completa que daría para un serial, más que para una película. Y sin embargo, tío, aunque claves la caracterización y los gestos, a medio metraje se te va la cosa a un episodio inédito de Corrupción en Miami. Sólo que el blanco ya no es Crockett, ni el negro Tubbs, que tenían un estilazo de la hostia y unos Ferraris Testarossa que derrapaban, sino que ahora el negro es Miles Davis desastrado, y el blanco Obi-Wan Kenobi disfrazado, dos tipos puestos de coca hasta las cejas que persiguen una grabación musical muy secreta, con tiros y persecuciones, mamporros y soplamocos, en una opereta que consume minutos y minutos con el único objetivo de explicarnos que Miles, en sus crisis artísticas, en sus apagones creativos, era un sujeto depresivo y bastante maniático. Oído, cocina.
La venganza de los Sith
El ataque de los clones
Big Fish
Hayware
Yo juraría que hace unos años, en alguna revista de cine, leí una entrevista con Steven Soderbergh en la que éste anunciaba su pronto retiro del oficio. En la que decía estar cansado de recorrer los despachos y los platós. Los engranajes de la gran maquinaria -aseguraba él- le habían dejado magulladuras y lesiones en el ánimo. Quería tomar distancia, repensar su carrera, dedicarle tiempo a otras artes en las que andaba interesado. Pero al final se arrepintió, o las circunstancias económicas le obligaron. O yo, quizá, interpreté muy mal la intención final de sus palabras. Porque desde ese momento, el hombre de las gafas de pasta nos regala -o nos endilga, según le salga- una película cada año. A veces dos, incluso, como si las cultivara en un invernadero muy fructífero de California. El mismo virus de la hiperactividad que fundó una colonia en Woody Allen, ha encontrado asiento en este director por el que tan pronto siento admiración como distanciamiento.