Clímax

🌟

Clímax va de unos jovenzuelos bailongos que al terminar la fiesta se beben una sangría adulterada con LSD y sufren episodios psicóticos que terminan de muy mala manera: en autolesiones, en agresiones sexuales, en paranoias de mucho terror... 

    La crítica de Clímax, por su parte, va de unos fulanos que trabajan para los medios especializados y que al término de la proyección del festival, o del pase privado, se beben otra sangría adulterada y llegan a la conclusión unánime, inexplicable para este cinéfilo de provincias, de que la película de Gaspar Noé es una obra imprescindible, y de que en ella hay algo así como un avance del cine futuro, un desafío a las convenciones, una experiencia que habla directamente a los sentidos y no a la razón… Un cine de vanguardia y tal y tal. La repanocha, que decían en los tebeos de Bruguera cuando yo era niño. La hostia, que se dice ahora.

     Los críticos suelen escribir cosas razonadas, consecuentes, con las que uno puede estar o no de acuerdo, pero que sirven de guía Repsol para transitar estas carreteras de las mil películas anuales, y las diez mil series que las acompañan. Pero de vez en cuando -y no siempre es el día de los Inocentes- se ponen todos de acuerdo, se lanzan un par de guiños, y en lo que parece ser una broma del oficio o un homenaje a su patrono, le ponen muchas estrellas a una película que ellos saben de sobra infumable, carne de incomprensión y de bostezo. Nosotros, claro está, picamos, pagamos el precio de una entrada o amortizamos la cuota del Movistar +, y al final de esa hora y media de vida robada, de tiempo escaqueado a otros placeres más fructíferos, comprendemos que nos la han vuelto a jugar. Pero cómo protestar, ay, ante quienes otras veces te han recomendado películas maravillosas que desconocías, regalos de vida que ayudan a no bajarse del tiovivo, y seguir esperando…



Leer más...

Lazzaro feliz

🌟🌟🌟

Sólo hay dos clases de personas que viven ajenas a la lucha de clases: los tontos y los enamorados. Y cualquiera, ay, puede caer en esos marasmos de la razón... Yo mismo, sin ir más lejos.

    Mientras las clases populares luchan por reconquistar sus derechos, y las clases pudientes urden mil planes para negárselos con las urnas o con los tanques, ellos, los simples de espíritu, y las víctimas de Cupido, transitan entre nosotros con el pensamiento puesto en otro lugar: en Babia, o en el cuerpo deseado. Son los no-beligerantes de esta guerra que nos ocupa desde que se inventó la agricultura, y un primer hijo de puta dijo “este sembrado es mío”, y tengo un primo de Zumosol dispuesto a partirte la cara si me tocas una espiga. 

    “Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los Cielos”, dijo Jesús de Nazaret subido en la montaña, muy lejos de los Monty Python que apenas podían escucharle. Y Jesús se refería exactamente a ellos, a los lelos, a los arrobados, a los que no se enteran de la vaina y caminan entre las barricadas y las huelgas deshojando margaritas o comiéndoselas como Ralph el de Los Simpson. Son bienaventurados por no estar en la pelea, por no enervarse cada día al abrir el periódico o poner el telediario. La bienaventuranza predicada en los evangelios es ese estado de estulticia, de distanciamiento, de ajetreo puramente personal.

    Al principio de esta pelicula que nos ocupa, Lazzaro es un tonto de pueblo de manual, atento y servicial, con cara de ángel o de autista. Del mismo modo que en Amanece que no es poco había elecciones para elegir a los distintos cargos representativos -la puta y el cura, el alcalde y el pregonero- a Lazzaro, en el islote feudal, le tocó hacer de bobalicón que no entiende que su familia vive explotada, sometida como siervos de la gleba en pleno siglo XXI. Luego, en el transcurrir de la película, resucitado como el otro Lázaro de Betania, Lazzaro de la Doble Zeta sumará a su simpleza natural la profunda amistad que siente por el hijo de los terratenientes, que le hará, literalmente, navegar océanos de tiempo para encontrarle, como hizo el conde Drácula con Mina. Y si no óceanos, sí, al menos, un lago de dimensiones considerables...

Y así, doblemente alienado por la tontuna y por el amor, Lazzaro seguirá caminando entre los ricos y entre los pobres con la mirada perdida, que no sabe uno si abrazarlo como a un osito o soltarle un par de bofetones para que espabile.



Leer más...

El amor menos pensado

🌟🌟🌟

El amor, estrictamente hablando, pertenece a los más jóvenes: a la plenitud del cuerpo, y a la inocencia del espíritu. Lo otro, lo que nos abruma a los cuarentones, o a los cincuentones de la película, también es amor, pero ya no es el mismo sentimiento. Lo que sucede es que el castellano es un idioma muy rico para describir otros estados del alma -la borrachera, o la ira- pero en este asunto se queda muy corto de sinónimos, de matices, y da lugar a malentendidos.

    Al principio de El amor menos pensado, Marcos y Ana deciden separarse tras largos años de matrimonio porque descubren, o creen descubrir, en una conversación que se les va de las manos, y de las bocas, que ya no se aman. O que ya no se aman como antes. Para ellos es como si hubiera entrado un rayo por la ventana, calcinándolo todo. Se quedan paralizados de terror. No saben ni cómo continuar la conversación. Si deberían, quizá, consolarse mutuamente con un abrazo, o si ese gesto, que hasta hace un minuto era automático y generoso, se ha quedado de pronto improcedente, e inservible, ya expareja, extraños, abandonados a su suerte…




    Marcos y Ana buscarán el amor en otras mujeres, y en otros hombres, siempre dentro de la burguesía bonaerense, claro, porque ellos son cultos, ganan dinero, están todavía de buen ver, y esto parece una película de Woody Allen ambientada en Manhattan, con garitos de moda, exposiciones de arte y paseos por un parque también rodeado de rascacielos. La única diferencia es que se trata de una película argentina, y ya se sabe que los argentinos se demoran, discursean, alargan los paliques, y les salen unos metrajes más estirados de lo recomendable. Pero aquí no molesta, el alargue, porque me da tiempo para pensar, para rescatar tres o cuatro filosofías saludables, ahora que ya estoy tan cerca de esas edades otoñales.  

    Cada uno por su lado, Marcos y Ana buscan reverdecer los laureles del sexo, de la ilusión que todo lo trastorna, pero ninguna semilla arraiga en los nuevos huertos. Buscan sentir lo mismo que hace veinte o treinta años: ese espasmo en la entraña, esa taquicardia en el corazón, que a veces les cortaba el aire y les ahogaba las palabras. Pero el cuerpo ya no les responde, y el espejismo se aparece sólo a ratos. O demasiado difuminado. Demasiada vida, demasiada mochila, demasiada neurosis… Marcos y Ana tardarán muchos meses en comprender que ellos sí se amaban, pero que ya no lo hacían con la fiereza, el ansia, la dependencia enfermiza de los más jóvenes, que es lo que en realidad echaban de menos. Que reconciliarse no es una cuestión de resignarse, ni de conformarse, sino de aceptar que cada edad tiene su modo de amar.





Leer más...

Ocho y medio


🌟🌟🌟🌟

Cuando la película del día no deja un pensamiento decente que traer a este blog -un aprendizaje, un chascarrillo, un hilo del que tirar- me pongo a escribir sobre la incapacidad de la escritura, y salvo los muebles como puedo. Si no puedo decir nada enjundioso, explico, al menos, las razones de mi incapacidad. Como un cantante con la voz tomada que sale al escenario no para cantar, sino para explicar a su grey que anda cascado porque pilló un resfriado, o porque tiene un chiquillo que no le deja dormir. Es otro tipo de intimidad, y de comunión, con los seguidores. Con los  cuatro gatos del callejój, que me leen a escondidas.

    Como hace Fellini en Ocho y medio, salvando las distancias, que para salir de un atasco creativo hizo una película sobre la incapacidad de hacer una película. Sólo que a él, paradójicamente, le salió una obra maestra sobre el alter ego que fracasaba, mientras que el cantante que no canta, o el bloguero que no aporta, en realidad son dos farsantes que dan gato por liebre, y que harían mucho mejor guardándose las energías para otra ocasión.

    En realidad tengo varios Ochos y medios entre estos mil y medio escritos que versan sobre mi cinefilia, y sobre mi vida disfrazada en ella. Mucha metablogueridad, si se me permite la palabra. Muchas mañanas a lo Marcello Mastroianni, o a lo Guido Anselmi, en el balneario de mi casa, o en el set de mi oficina, incapaz de saber por dónde tirar, de pronto desgastado, repetido, aburrido de mí mismo. Absorto en un lejano recuerdo, ahora que me voy haciendo mayor, y que estas memorias salen de sus escondrijos como conejos en primavera. Abrumado por las preocupaciones de la salud, o del amor, o de los fichajes fracasados del Real Madrid. Avergonzado de mí mismo, de mi impostura pseudoliteraria, de mi criterio tan poco profundo. De mi magisterio tan poco edificante. Haciendo exégesis de los sueños nocturnos, siempre embarullados y con mensajes ocultos. Reencontrado, de súbito, con un fantasma, con un miedo, con una esperanza... Zarandajas que me apartan de la labor de escribir la entrada diaria. O más bien: de emborronar el blanco virginal de un Nuevo Documento…





Leer más...

Puro vicio

🌟🌟🌟

Inherent vice es el término legal que designa el defecto oculto de una mercancía. Una tara que no se ve al comprarla pero que termina por estropearla, y que faculta al comprador a exigir una compensación. En el contexto de esta película inexplicable, donde es difícil acertar con los argumentos o con las metáforas, se supone que esta expresión alude a la decepción final de los amores, pues todos llevamos de nacimiento un defecto que al principio no se ve, o que se prefiere obviar, en aras del amor, pero que tarde o temprano acaba por marchitar la relación.

     En la versión al castellano de la novela primigenia, el responsable de la editorial tradujo Inherent vice por Vicio propio, que ya sabemos todos las connotaciones que acarrea: el manubrio, el dedo índice, el consuelo de Onán, para que el lector abrumado por las novedades editoriales se quedara paralizado con el reclamo, apelado a su instinto, a su cerebro no racional, que es un truco muy viejo y muy burdo, pero muy efectivo. Sin embargo, al responsable de distribuir la película le pareció que eso de Inherent vice no se iba a entender, y que eso del Vicio propio sonaba a película clasificada “S”, de cines guarros de antaño, de factoría de Enrique Cerezo en la tele nocturna de Madrid. Así que se decantó por este Puro vicio que en realidad es una descripción bastante acertada de lo que se ve en pantalla todo el rato, si asumimos, claro está, que el sexo libre y el porro encendido son vicios que merezcan un tratamiento peyorativo.

     De todos modos, ya digo que esto del inherent vice está un poco cogido por los pelos, porque la película no se entiende muy bien. Y no es que uno ande un poco despistado, abrumado por otras cuitas, sino que es opinión general entre la feligresía de Paul Thomas Anderson: que esta película es un experimento que le explotó en las manos. Una osadía, esto de hacerle un homenaje porreta a El sueño eterno en el que apenas se entiende nada, y en el que se da a entender, además, que tampoco importa gran cosa entender las peripecias. Fascinante, hipnótica, ininteligible…




Leer más...

A puerta fría

🌟🌟🌟🌟

No me gustan los vendedores. Me dan miedo. Los de tienda, los de gran superficie, los de puerta a puerta... Me da igual. Ellos vienen muy preparados, dispuestos a liarte. Van a cursos de psicología, de cucología, de técnica de ventas, y cuando ven a un pardillo como yo se lanzan en picado como lechuzas sobre el ratoncillo. Desconfío de ellos como de cualquier otro depredador de la selva urbana. Van a lo suyo, y no a lo mío, porque el cliente nunca tiene la razón y se parece mucho a un pollo por desplumar. 

    Sin embargo, en las películas que los retratan, uno simpatiza con sus dramas personales, porque suelen ser tipos que mienten por necesidad, que necesitan un par de whiskies antes de enfrentarse a la comedia de la ganga y del compadreo. En aquella obra maestra que se titula Glengarry Glen Ross, los comerciales eran unos pelmazos peligrosos cuyo objetivo era endosarle al cliente una finca de escaso valor. El espectador, sin embargo, omnisciente desde su sofá, sabía que estos tipos vivían amenazados por el despido, despreciados por sus mujeres, alcoholizados y fumados hasta el  borde del infarto. Uno acababa compadeciéndoles, y deseándoles la mejor de las suertes, a costa de estafar a los pobres incautos que preguntaban por sus productos. Una simpatía difícil de explicar, pero ustedes ya me entienden.


            A puerta fría es una película española que ha pasado sin pena ni gloria por los adjetivos calificativos. La he descubierto gracias a que en ella trabaja Antonio Dechent, que es un actor por el que siento una estima especial, y al que investigo de vez en cuando, a ver en qué proyectos anda metido. En A puerta fría, Dechent es un vendedor como aquellos de Glengarry Glen Ross, cincuentón y amortizado, al que están a punto de despedir en la empresa porque anda desganado y no sabe ni papa de inglés. Sólo la venta de cien videocámaras a los minoristas le salvará de la quema, y de la sustitución por una joven promesa del negocio. El problema de las videocámaras es que siendo cojonudas son carísimas, y ningún comerciante las quiere en sus escaparates, por miedo a comérselas con patatas fritas pasados los meses. En los dos días que durará la feria comercial, Dechent bajará a los infiernos para hacer acopio de todas las triquiñuelas: mentirá, enredará, amenazará, corromperá... Y entre decisión y decisión, se meterá varios lingotazos de whisky en el bar del hotel, sopesando a los clientes, escuchando a los compañeros, preguntándose por el futuro incierto de esta perra vida que le tocó en suerte.




Leer más...

La casa de papel. Temporada 1

🌟🌟🌟

Lizza Minelli y Joel Grey cantaban en Cabaret que el dinero mueve el mundo. Y tenían toda la razón (del mundo). La Historia es la crónica de las grandes empresas que necesitan ejércitos para usurpar los mercados. Sólo hay que abrir un periódico de papel, o pinchar uno digital, para comprender que nada se pone en marcha o se queda paralizado si un tipo trajeado no descuelga su teléfono en la oficina de Wall Street.  

    Pero si el dinero mueve el mundo, el erotismo mueve a las personas. Cuando descendemos a la historia individual, a la de andar por casa, ya no es la billetera, sino el amor -o el sexo, como ustedes prefieran llamarlo- lo que impele a los seres humanos y condiciona sus destinos. Hay que ganarse el pan, claro, y alimentar a los hijos, y asegurarse una pensión para el día de mañana. Pero cubiertas las necesidades básicas, lo que de verdad nos excita o nos derrumba, nos edifica o nos aniquila, es la necesidad de echar un buen polvo, o de sentirnos amados por un tiempo más indefinido.

    En los primeros episodios de La casa de papel, todos los personajes son unos profesionales de la hostia, concienzudos y laboriosos, cada uno en su empeño de robar el dinero o de impedir el atraco. El Profesor, sin ir más lejos, es el tipo que yo siempre quise ser de mayor: un revolucionario amoral pero pacífico, estiloso, consecuente con sus ideas. Con un par de gafitas, sí, pero con un par de cojones. Un tipo preclaro que ya en el primer episodio avisa de los peligros de la jodienda. Porque él sabe que el erotismo, una vez desatado, es un demonio ciego que ya no entiende de razones, y que ni cien sacos de billetes podrán bajarle la temperatura. 

    Pero claro: entre su caterva de reclutados hay elementos que no se contienen, que sienten el hormigueo constante en la entrepierna -es muy jodido plantear un atraco con Úrsula Corberó de compañera. Y una vez que los millones del robo parecen asegurados, los delincuentes se relajan en la disciplina, y descuidan sus funciones. A partir de ahí, el frenesí sexual se extiende como un virus, o como una fiebre, o como una ola, que cantaba Rocío Jurado, y hasta el propio Profesor, devorado por su profecía, caerá en la cuenta de que el amor que es más importante que los millones o que las carreras profesionales.  

    La historia de un romance, en realidad, La casa de papel, y no de un atraco. Montañas de dinero reducidas a un simple McGuffin. 



Leer más...

Border

🌟🌟

Ahora que sabemos que los cromañones y los neandertales entrecruzaron sus genes en prehistóricos ayuntamientos, y que todos llevamos en nuestro ADN la posibilidad de una nariz de boxeador, o de una ceja de gorila, no es extraño imaginar, como hacen en Border, que en algún rincón de la taiga sobreviva un linaje a medio camino del hombre con ordenador y del hombre con cachiporra. 

    En España, uno se imagina a estos híbridos arando el campo desde hace siglos, en algún villorrio perdido que no conoció ni a los celtíberos ni a los romanos: crodertales, o neanñones, que viven disimulados bajo la boina y bajo la faja, y que farfullan el idioma cuando el turista despistado, o el político que pide el voto, se acerca por allí para recordarles que hay una modernidad al otro lado de las montañas, o del mar de cereal.

    Pero la película Border está ambientada en Suecia, en el paraíso del bienestar, y allí los crodertales hace tiempo que viven entre las gentes, voluminosos y muy feos, pero trabajando por el bien de la sociedad. Hace milenios que los cromañones sacrificamos el olfato para desarrollar el neocórtex que nos trajo el lenguaje y la demagogia. Pero ellos, los grandullones de dientes amarillentos, todavía conservan una pituitaria capaz de detectar el miedo, la vergüenza, la excitación que emana de las glándulas sudoríparas. Es por eso que son muy valiosos como detectives de aduanas, como sabuesos de crímenes horribles. Los crodertales son inteligentes, serios, respetables, pero en los asuntos del corazón les va como el culo, claro, porque no hay fotografía que pueda embellecerlos en los foros del ligoteo, y hasta que no tienen la chamba de encontrarse con uno de sus iguales, y de que surja la chispa del amor, viven enfangados en la soledad y en la incomprensión. 

    Border, más allá de otras consideraciones sociológicas o antropológicas, es una historia sobre la posibilidad de ser correspondido en el amor cuando la vida ya parecía una resignación a la masturbación, y al beso no devuelto de las almohadas.





Leer más...