La fábrica de nada

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Los tanques del Pacto de Varsovia aplastaron las revoluciones de los checos y las protestas de los húngaros, que eran pueblos desarrollados que aspiraban a llevar el tren de vida occidental. Incluso los comunistas de aquí bramaban contra aquella violencia cuando la noticia salía a cuatro columnas en el ABC, y a ocho, en El Alcázar,  y tenían que reconocer, por lo bajini, en el conciliábulo del Partido, que los rusos hacían muy poco por vendernos un socialismo de rostro humano.

    Sin embargo, con el paso del tiempo, al final hemos comprendido que los tanques de la estrella roja estaban más bien para protegernos a nosotros, a los currelas de la OTAN, que durante varias décadas inolvidables gozamos de sueldos decentes y atenciones preferentes. Mientras existieron, engrasados y armados hasta los dientes, listos para recorrer las estepas de Europa y plantarse al pie de los Pirineos, los tanques soviéticos mantenían acojonados a nuestros empresarios y a nuestros tecnócratas. Y a los militares, también, que por si acaso se callaban las ganas de vociferar guerras santas contra los eslavos. El Terror Rojo que cada día anunciaba la prensa era exagerado, propagandístico, casi caricaturesco, pero obraba su magia. Cuando un empresario occidental tenía la tentación de saltarse una negociación o un convenio colectivo, luego, por la noche, sufría la pesadilla de un soldado soviético clavando la bandera roja en su terraza con vistas a la ciudad.



    Pero las pesadillas de los ricos desaparecieron hace treinta años, con la caída del Muro de Berlín. Cautivos y desarmados los ejércitos del comunismo, los empresarios de este lado del Telón empezaron a jugar con nosotros como niños con sus muñecos de Playmobil. Y con el cuento de la deslocalización, y el despertar de los tigres asiáticos, nos dieron la puntilla y nos sacaron a empujones de las fábricas y de los astilleros para servir mesas y vender thermomixes por teléfono. Los obreros portugueses de La fábrica de nada son los últimos de Filipinas. O de las Azores, mejor dicho.



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Un profeta

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Lo importante, en la vida, ahora que casi todo el mundo viaja por negocios, o hace turismo, o cruza las fronteras para buscar alimento, es saber idiomas. Manejarse con soltura en la lengua del Imperio, como en los tiempos de Roma, y luego conocer los tres parlamentos básicos de los pueblos que perdieron la guerra mundial. El inglés se ha convertido en el esperanto que un día soñara L. L. Zamenhof, aquel tipo que nosotros admirábamos en la EGB porque le cabía un idioma completo en su cabezón de las fotografías. Una neolengua sacada de la manga que tenía su gramática, su vocabulario, su extraña fonética que le emparentaba con todos los idiomas y al mismo tiempo con ninguno. Nuestros hijos ya no tienen ni puta de idea del sueño del esperanto, pero quizá lleguen a ver la expansión imparable del chino, que tarde o temprano adornará nuestros escritos y embellecerá nuestros poemas. Algún día, no muy lejano, los occidentales olvidaremos que una vez existieron las letras y los fonemas, y las faltas de ortografía parecerán cosas de un pasado medieval.



    Pensaba todo esto mientras veía Un profeta, la película de Jacques Audiard que nadie cita cuando se habla de enaltecer el género carcelario. Nos hemos quedado en Cadena perpetua, en El hombre de Alcatraz, en La leyenda del indomable, que están muy bien, que son clásicos indiscutibles, pero que quizá habría que ir mencionando junto a otros títulos igual de meritorios. En Un profeta, Malik, el protagonista, que  no sabe ni papa de inglés ni de chino porque lleva toda la vida encerrado en los reformatorios,  maneja, sin embargo, los dos idiomas imprescindibles para salvar el pellejo en el trullo. El árabe, por parte de padre, y el corso, por parte de madre, que son, para su fortuna, los dos salvoconductos con que se trafican las influencias y las corruptelas. Los que sólo hablan francés en la cárcel se limitan a poner el culo en las duchas, y a ejercer de puching-balles en las peleas.  Los que sólo hablan árabe, o corso, tarde o temprano caerán en la reyerta navajera o en la sobredosis sospechosa. El único bilingüe de la función será el animal que mejor se adapte al ecosistema de los mil reclusos en la cárcel de Babel.



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La insoportable levedad del ser

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“Éste es uno de los principales inconvenientes de la extrema belleza en las chicas: sólo los ligones experimentados, cínicos y sin escrúpulos se sienten a su altura; así que los seres más viles son los que suelen conseguir el tesoro de su virginidad, lo cual supone para ellas el primer grado de una irremediable derrota”.

    He recordado esta cita de Michel Houellebecq mientras veía La insoportable levedad del ser en la insoportable tristeza del domingo. Un domingo sin fútbol decente, sin lectura absorbente, sin un amor para salir de paseo… Un domingo que termina enroscándose sobre el pecho como una boa, y que a la hora del crepúsculo decides asesinar del todo con una película que presumes aburrida, pero que lleva varias semanas tentándote desde la estantería. Con su título -tan bonito y tan kunderiano- y con su contenido, que uno recuerda de alto voltaje erótico, y que ahora, la verdad, treinta y tantos años después, más allá de la incuestionable belleza de Lena Olin desnuda, y de Juliette Binoche ofrecida, le deja a uno más maravillado que excitado, por esas cosas de la edad.



    La cita de Houellebecq, por supuesto, habla de Tomás y de Tereza. Del neurocirujano que explora más vaginas que cerebros y de la chica inocente, atolondrada, que se enamora de él pensando que una vez conquistado ya no conocerá más cuerpo que el suyo, más confidencias que las suyas. Tereza llorará, vagará por las calles, intentará suicidarse cuando  descubra que Tomás no va a renunciar a sus amantes. Tereza no entiende que los hombres atractivos, seguros de sí mismos, que convocan la admiración varias veces al día, jamás dejan descansar el instinto. Que las mismas virtudes que los vuelven irresistibles los vuelven traicioneros, y que ese círculo de amor y sospecha puede acabar con cualquiera que caiga bajo su encanto  (o ése es, al menos, el discurso que hemos hilado los hombres menos atractivos para denigrar a estos conquistadores que tanto envidiamos).

    Tereza dará marcha atrás, tratará de olvidarlo, pero una mujer enamorada de verdad nunca se va del todo. Regresará a su lado sabiendo que, como mucho, ella será la primus inter pares. Lo que no había previsto es que ese gesto rendirá el castillo de Tomás, que parecía inexpugnable, y que terminada la guerra de los afectos empezará una época de felicidad insospechada, a su lado, sobre su pecho, sonriendo ya sin temor…



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La escafandra y la mariposa

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Un segundo antes del colapso, Dominique Bauby era un hombre envidiable, redactor jefe de la revista Elle, triunfador de la vida y de las mujeres, desenfadado y guapo cuando conducía sus coches deportivos cerca de Montecarlo. Un segundo después del colapso, Dominique Bauby se convirtió en el personaje de cuento de terror: uno que alguien podría haber narrado en aquellas veladas góticas de Mary Shelley, donde nacían monstruos de la imaginación calenturienta.

    Tras sufrir un accidente cerebro-vascular, Dominique quedó cautivo de sí mismo, paralizado, incapaz de hablar, condenado a una existencia casi de coliflor con inteligencia agudísima. Las primeras escenas de La escafandra y la mariposa son perturbadoras, como puñetazos al estómago y a la conciencia. Pero también tienen algo de terapéutico, de cura de humildad, porque quitan las ganas de seguir compadeciéndose de uno mismo. Mis desdichas particulares palidecen ante la desgracia de este hombre que sólo conservaba un ojo para comunicarse con el mundo, un parpadeo para decir sí, dos parpadeos para decir no. Yo, al menos, en mi desventura personal, aún puedo sonreír, hablar, caminar, mantener erecciones interesantes…



    Y aún así, derrumbado, deseando morir en los primeros meses de su parálisis, Dominique, que era uno de los fuckers más solicitados de París, no puede impedir que el instinto aflore cuando sus logopedas se acercan para instruirle en un nuevo sistema de comunicación. Dominique las valora con su ojo intrigante, las sopesa como posibles amantes en el futuro imposible de su recuperación. Las desea con su cuerpo inmóvil, con su pene marchito, con sus manos crispadas para siempre… Dos segundos después, de regreso a la lucidez, siente la náusea renovada, el horror inconsolable de quien se sabe medio muerto en vida. Pero justo antes de sumergirse en la locura, Dominique descubre el refugio de su imaginación, donde puede amar libremente a todas las mujeres que desee, y seguir esquiando en los Alpes, y bersar de nuevo a sus hijos antes de acostarse…



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Deseando amar


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Deseando amar… Yo pensaba, en la simplicidad de mis filosofías, que todos éramos un poco como estos hongkoneses de la película, incapaces de soportar por mucho tiempo el vacío de una cama. Yo pensaba, hasta hace poco, que quien vivía en soledad, sin pareja, era porque no tenía otro remedio y vivía el paréntesis forzoso entre quien estuvo y quien estará. Que sólo los monjes y las monjas -y ni siquiera ellos, porque el acicate del deseo es universal- vivían voluntariamente en la renuncia y el retiro. Pero ahora, a los 47 años, estoy descubriendo que muchos de mis coetáneos han decidido entregarse a la soledad como quien se retira a la isla desierta del cocotero, a ver los barcos pasar, sin interés ya en subirse a ninguno. Que piensan, como la presidenta de Tourvel en Las amistades peligrosas, que:

    “Cree vmd., o finge creer, que el amor conduce a la felicidad verdadera; y yo estoy tan persuadida de que causaría mi desdicha, que no quisiera oír ni siquiera su nombre”.



    En las páginas donde se busca pareja los hombres triplicamos en número a las mujeres. De adolescentes educamos muy mal a nuestro deseo, dándole rienda suelta cada vez que protestaba, y así, como quien malcría a los hijos, nos ha salido una apetencia que ahora nos tiraniza y nos tiene todo el día al acecho, a la mirada, a la ensoñación… Las mujeres que conozco en estas páginas también buscan el amor, pero con más reservas, o con más exigencias, y son muchas las que comentan, incluso, cuando surge la confianza de una  larga conversación, que en realidad ellas no necesitan a nadie, que están al juego, al Príncipe Azul, a la crónica en rosa, y que viven tan satisfechas y felices como la presidenta de Tourvel, tumbadas en su playa solitaria y dejándose acariciar los pies por las olas que llegan sin fuerza. Yo las entiendo, pero no del todo. Sí con mi razón, pero no con mis tripas. Ahora que sólo pongo un plato en la mesa siento que algo muy primario, muy visceral, no marcha bien en mi vida. Cuando ponía dos sentía... la quietud. Tan parecida a la felicidad.



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Rocketman

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En Bohemian Rhapsody, la película, si venías un poco desinformado del asunto, y no estabas muy atento a un par de escenas porque te habías levantado a coger un yogur, o justo te llamaban por teléfono para un asunto de tremenda importancia, salías de la película pensando que Freddy Mercury no era homosexual, ni ambivalente si quiera, a tango llegaba el pudor, la tontería, la cobardía en realidad, de una película que quiso ser legado y homenaje y se quedó en triste caricatura.

    Aquí, en Rocketman, los responsables del biopic no se andan con medias tintas: Elton es homosexual, sí, qué pasa, ya estamos en el siglo XXI, y sólo las abuelas y los sacristanes medievales se escandalizan por estas cosas. Rocketman solventa el asunto en cuatro pinceladas para no hacer de la anécdota un leitmotiv. Del apetito, una personalidad. Los  tormentos de Elton John fueron muchos, y el descubrimiento de su homosexualidad -en una época en la que eso acarreaba ser tildado de maricón, de sarasa, de julandrón, toda aquella panoplia de escarnios que en nuestra estúpida adolescencia manejábamos al dedillo- sólo es uno de los motivos por los que Elton cayó en el gran pozo de su alcoholismo, de su desnortamiento, ese agujero sin luz ni esperanza donde ya no aciertas ni a palparte a ti mismo.



    La película, siendo un musical opulento, desbordado, lleno de excesos y de colorines como las propias actuaciones de Elton, en realidad me deja frío, y aburrido, refugiado continuamente en el martillo pilón de mis propias pesadumbres. Los números musicales no me rescatan, no me elevan en globo para sacarme del lodazal. Sólo en ese puñado escogido de canciones que ya son himno y autobiografía, encuentro no la distracción -porque todas las canciones, en el desamor, hablan de nosotros- peso sí la sintonía, la conexión con una película que quizá, dentro de algún tiempo, en otro estado más feliz del espíritu, merezca una segunda oportunidad.


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La gran guerra

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“En la guerra yo sólo podría ser prisionero”, dijo una vez Boris Grushenko, riéndose de su propia cobardía. Y lo mismo pensaron, en La gran guerra, Oreste y Giovanni, dos soldados italianos atrapados en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, que es la gran olvidada del cine de siempre. Dos parias que como el bravo soldado Schwejk se pasan la película de escaqueo en escaqueo, de holganza en holganza, hasta que Marte, el dios de la guerra, se da cuenta de la burla…



    Nunca he vivido una guerra, afortunadamente, pero me identifico plenamente con estos héroes de la cobardía. Desde niño, en cualquier película bélica que pasara ante mis ojos -y el género bélico fue mi predilecto en la escasa conciencia de la  infancia- yo no sentía que el ardor guerrero calentara mis venas, ni que el aire marcial se apoderase de mis músculos. Los himnos como fanfarrias; las banderas como manteles; las medallas como chapas de Cocacola. Yo veía a esos hombres caer en las batallas de la Segunda Guerra Mundial, y me decía, como me digo ahora: ¿qué haría yo, en el frente de combate, con las palpitaciones disparadas, con la cagalera asomando por el ano, asustado como un ratoncito dejado a solas ante una serpiente ? ¿Cómo olvidar el pensamiento martilleante de que vas a morir en cualquier momento, posiblemente sin enterarte, fulminado por una bala que atravesará el cerebro o el corazón? O destrozado en mil pedazos por un obus, sin tener tiempo de escuchar la explosión. O al revés, morir desangrado de una balazo en el estómago, o de un agujero en la femoral, derrumbado en el descampado, en la playa, en la trinchera, viendo que la vida se te escapa con una lentitud de película aburrida. Todo lo que sucedía en aquella primera media hora inolvidable de Salvar soldado al Ryan... La gran suerte de mi generación, y esperemos que también de la generación de mi hijo, es no haber conocido esa escabechina de los frentes de combate, como tampoco los bombardeos sobre la población civil, o las matanzas vengativas de los ejércitos ganadores.



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Gracias a Dios


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En mi colegio también se oían… cosas. Rumores. Que si a uno le habían metido mano por la espalda mientras le explicaban las matemáticas o que si a otro le habían dicho que sería un alumno guapísimo si se peinase de otra manera. Cosas así, de reírse uno por lo bajo, en la tontuna de aquellos años. Pecados “veniales” que los Hermanos cometían sobre alumnos internos porque estos vivían en la prisión escolar de lunes a viernes sin el amparo inmediato de unos padres que residían muy lejos, en los montes, o en los campos, amasando dinero con el negocio agropecuario. Pero ni siquiera nosotros, los miembros de la Resistencia, los afiliados a la Corriente Anticlerical, nos tomábamos muy en serio aquellas maldades que se difundían en los recreos, o en los partidillos de la salida. Nosotros estábamos convencidos de que los Hermanos no eran, por supuesto, célibes, y que de algún modo se las apañaban para romper su voto de castidad, porque nadie, nadie en este mundo, está libre del aguijón del deseo. Pero no les imaginábamos como les describen ahora en las películas -pedófilos y miserables- sino trajinándose a las señoras de la limpieza en la soledad del colegio ya casi anochecido, o, con más verosimilitud, acostándose entre ellos en el colegio ya anochecido del todo, en sus habitaciones privadas, por parejas o en grupos, en actos que a veces imaginábamos apresurados y sórdidos y otras veces muy festivos y semejantes a una bacanal.



     Yo tenía un amigo que era caricaturista nato, candidato a trabajar algún día en las páginas de El Jueves -que era nuestra revista clandestina-, y a veces, en las horas más aburridas del bachillerato, improvisaba un cómic erótico de Hermanos lujuriosos que era el puro descojone del aula, y también un frasco de nitroglicerina muy poco estable, que pasando de mano en mano podía estallar en cualquier momento y provocar una expulsión fulminante. Ése era el ambiente que se respiraba en mi colegio, en el bachillerato, muchos años antes de que los escándalos de Boston pusieran en marcha la maquinaria de las denuncias y las confesiones, y comprendiéramos, leyendo los periódicos, y viendo las películas, que el asunto no era nada jocoso, sino un drama terrible para quienes guardaron durante años el secreto de su vejación.




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