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Y aquí sigo, seis meses después, predicando en el desierto como Simeón el Estilita, subido en mi columna solitaria. O como un orate del Speaker’s Corner, subido a la silla mientras grito y gesticulo y los transeúntes pasan educadamente delante mí. Seis meses de sermón, de evangelio, de bienaventuranzas prometidas para los que vean La maravillosa Sra. Maisel, pues de ellos será el Reino de los Ocios. Medio año de misión apostólica sin fruto que me ha dejado la lengua pastosa, y la garganta reseca, y la neurona que ya no acierta a encontrar eslóganes más convincentes, ni razones más contumaces.
Y aquí sigo, seis meses después, predicando en el desierto como Simeón el Estilita, subido en mi columna solitaria. O como un orate del Speaker’s Corner, subido a la silla mientras grito y gesticulo y los transeúntes pasan educadamente delante mí. Seis meses de sermón, de evangelio, de bienaventuranzas prometidas para los que vean La maravillosa Sra. Maisel, pues de ellos será el Reino de los Ocios. Medio año de misión apostólica sin fruto que me ha dejado la lengua pastosa, y la garganta reseca, y la neurona que ya no acierta a encontrar eslóganes más convincentes, ni razones más contumaces.
A todo el que se acerca a pedirme que le recomiende una serie de televisión -porque conmigo sólo hay tres temas posibles para conversar: las series de la tele, la conveniencia del 4-4-2 en el esquema del Real Madrid, y la beatificación y posterior santificación de Charlize Theron como un milagro angélico de la carne- llevo medio año de mi vida, de mi pasión, de mi conversión espiritual, diciéndole con entusiasmo de telepredicador americano que una de dos: o que pague la cuota correspondiente de Amazon Prime -si lo suyo es el vicio de recibir paquetes a domicilio-, o que se ponga el parche en el ojo y pesque en aguas internacionales todos los episodios de La maravillosa Sra. Maisel, los veintiocho disponibles, porque no va a encontrar una serie mejor escrita, ni mejor rematada, ni mejor interpretada por esos fulanos y esas menganas que no actúan sobre sus marcas en el suelo, sino que flotan, irradian, transmiten un buen rollo que jamás te desdibuja la sonrisa, ni la admiración. Yo ya vengo a los episodios de Mrs. Maisel con la sonrisa puesta mientras enciendo el ordenador, o preparo el pifostio en la tele, y ni siquiera la lentitud desesperante de los sistemas que arrancan es capaz de desdibujármela. No hay un solo personaje que no pronuncie el pensamiento exacto, la réplica inteligente, la coña marinera, la frase maravillosa que en la vida real -tan aburrida, tan poco chisposa- sólo se nos ocurriría decir una hora más tarde, cuando ya nadie nos atiende.