The Rider


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Decía Jerry Seinfeld que los hombres somos capaces de inventar cualquier cosa para llamar la atención de las mujeres. A los guapos les basta con presentarse en la fiesta y sonreír con naturalidad, pero los demás tenemos que hacer mucho el gilipollas para destacar entre la multitud: escalar montañas, diseñar máquinas, escribir libros, viajar al espacio, presentarnos a los Juegos Olímpicos de Moscú…

    En el Salvaje Oeste de los americanos, hubo una vez un John enamorado de una Mary que para demostrar su hombría se subió a un caballo desbocado, lo montó durante ocho segundos interminables y terminó pegándose una hostia tremenda contra el suelo. La estrategia tuvo que ser, por fuerza, exitosa, porque rápidamente se multiplicaron los valientes que se subían a los equinos majaretos. Y aunque muchos murieron en el intento, o se quedaron tontos, o parapléjicos, los mecanismos evolutivos favorecieron a estos centauros que se jugaban el tipo para que sus genes tuvieran una oportunidad de propagarse.



    Cuando a Brady Blackburn, en The Rider, le comunican que nunca más podrá subirse a un caballo si no quiere quedar lisiado para siempre, es como si los cielos de Dakota, abiertos y bellísimos, se le cayeran encima aplastándole los pulmones. Casi dos siglos después de que el John  primigenio se subiera a un caballo que corcoveaba, Brady llora en silencio la desgracia de su retiro. Brady ya montaba caballos diabólicos mucho antes de saber que existían las chicas, y ahora tiene que renunciar a ellos como el niño que nació con una pelota bajo el brazo y ya no puede seguir jugando en los campos verdes del fútbol.   Esa percepción angustiosa e intolerable de que el mundo se termina de repente. De que uno se queda sin propósito en la vida, a merced de las horas muertas. Condenado a reinventarse en otra labor para la que ya nunca reunirá el mismo talento, ni el mismo entusiasmo. Es una película muy triste, y muy hermosa, The Rider.



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Dos hombres y medio. Temporada 1

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Supongo que doce años en los Maristas dejaron huella en esta manera mía de expresarme, tan cercana a lo retórico, y a lo pedante. Tan parecida, precisamente, a la de un cura que paseara por los jardines del Vaticano, discutiendo de teologías.  Eso es, al menos, lo que diría si creyera en las influencias de la educación recibida. Pero yo soy un creyente del gen, un apóstol del cromosoma, y creo que este modo mío de pontificar, como dando recordatorios a los amigos y sermones a los enemigos, va inscrito en el código particular de mis bases nitrogenadas.



    Porque además, para reafirmar mi teoría, ahí está mi jeta, mi fisonomía, mi modo de caminar incluso, que también tienen algo de jesuítico, de párroco involuntario, y eso no te lo esculpen en los Maristas, ni en ningún lado, aunque a veces nos dieran un par de bofetones en las viejas pedagogías. Visto de lejos, parezco un cardenal extraviado; visto de cerca, un cura abstraído con la Biblia. Y lo contradictorio, lo sangrante, el malentendido que lleva lastrando mi vida desde la adolescencia, es que yo vivo en la antítesis del catolicismo, en la negación de su catecismo. Soy un rojo, un libertino, un ateo radical de la vida. Creo en la realidad de los cuerpos y en la negación de las almas. Prefiero la prosa al verso, y lo concreto a lo abstracto. Pero lo digo y parezco un clérigo haciendo parodia, y nadie termina de creerse que ése es mi yo verdadero. Es la contradicción radical entre mi cuerpo y mi espíritu, que arruina cualquier intento sincero de presentarme como soy.

    Si mi genotipo tuviera su traducción correcta en el fenotipo, yo sería como Charlie Sheen en “Dos hombres y medio”. Su cara es el reflejo exacto de la picardía, de la liviandad, de la entrega a las cuatro realidades muy básicas de la vida, despojadas de literatura. Por eso es tan guapo, el jodido… Me mola, su filosofía, su descaro, su epicureísmo radical al borde del mar. Su inmadurez con momentos lúcidos, que siempre es preferible a la madurez con momentos de locura. Lo que no tengo es un talento artístico como el suyo -el musical, o el literario, cualquiera valdría- para teletrabajar toda la vida y comprar una casa muy parecida a la suya, al borde del mar, donde el único ruido es la ola, y el único peligro, una rabieta de Neptuno.



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El escritor

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Después de la comparecencia en el Parlamento, de la rueda de prensa, de la cumbre internacional, del Consejo de Ministros, del pulso con la oposición, de la reunión con los expertos, de la llamada secreta del Club Bilderberg… Después de todo eso, cuando termina el día, los gobernantes se retiran a sus aposentos para ser ellos mismos otra vez, despojados de caretas, y de poses esforzadas. Se quitan el traje de faena para darse una ducha, y allí, desnudos ante el espejo, vuelven a ser Perico Pérez, o Perica López, los compañeros sentimentales de Fulana de Tal, o de Mengano de Cual, que charlan con ellos en la intimidad del cuarto de baño, y luego en el reposo del sofá, ante la tele, y más tarde, quizá, si hay ganas, si el estrés no es mucho y la libido sigue carburando, en la comunión espiritual de los cuerpos.



    Muchas veces, el compañero de cama es alguien que no pertenece al mundo de la política, o que no quiere saber nada de él. Alguien que tal vez reconoce su incapacidad para estar a la altura del asunto,  y no se atreve a dar consejos a quien se supone que ya cuenta con buenos consejeros, y tiene acceso a información privilegiada que la mayoría no manejamos. Lo más habitual en la pareja es esto: el apoyo moral, la comprensión incondicional, el consejo anecdótico sobre el corte de pelo que más te favorece para salir en televisión…

    Pero a veces, en la ficción, y en la vida real, son ellos los que llevan la falda de la Primera Dama, o ellas, las que portan los pantalones del Primer Ministro. Los cerebros en la sombra. En tales casos, los que son cabeza de cartel sólo ponen la presencia, la fotogenia, la belleza incluso. La voz convincente y serena que encandila a los electores del mismo sexo, y a los del sexo contrario. Excelentes actores en este drama cotidiano de la política. Mientras tanto, los verdaderos autores de la obra quedan entre bambalinas, o aparecen en segundo plano, sosteniendo la copa de champán. No murmuran palabras de amor ni de apoyo cuando les sorprendes moviendo los labios. Están recitando el discurso que ellos mismos redactaron la noche anterior.



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La conjura contra América


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El hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Lo decía Paco Costas, en La segunda oportunidad, aquel programa de nuestra infancia que daba consejos sobre seguridad vial y que empezaba con un coche estrellándose contra una roca.

    El ser humano también es el único animal que no sabe reconocer a sus depredadores, decía otro sabio por la misma época. Están las lombrices, claro, que no saben distinguir al jilguero, pero a partir de un cierto nivel de conciencia, hasta los conejos saben quiénes son sus enemigos naturales, y tratan de evitarlos. El homo sapiens no. Sobre todo cuando acude a las urnas… Somos una especie brillante y estúpida. La envidia de todas las demás, y también el motivo de sus chistes más gloriosos.



    Charles Lindbergh, en la vida real, fue un héroe americano. Fue el primer piloto que cruzó el océano Atlántico sin escalas. Pocos años después perdió a su hijo pequeño en un secuestro que terminó en asesinato, y todo el mundo lloró su pena y su desgracia. Lindbergh era un tipo frío y distante, pero rubio, y muy guapo, y un valiente que rayaba lo suicida cuando volaba. Por eso, cuando hablaba, todo el mundo le escuchaba, y en 1939, a su regreso de un viaje por Europa, Lindbergh dijo que Hitler era un gran hombre, se declaró simpatizante del fascismo, y perdió toda la gracia ganada en los doce años anteriores.

    La conjura contra América es una distopía del pasado. Lindbergh se presenta a las elecciones de 1940 por el Partido Republicano, derrota a Franklin D. Roosevelt y forma un gobierno con secretarios simpatizantes del fascismo. La oportunidad soñada de Henry Ford, el fabricante de los coches, que era un antisemita vocacional. EEUU no entra en guerra y decide poner orden dentro de sus fronteras. Y como en el poema de Bertold Brecht, primero se llevaron a los judíos… A la pobreza, y después a los campos de concentración.

     Lo más curioso de todo, lo más sangrante, lo que no deja tranquilo al espectador que se retuerce en su sofá, es que son muchos los judíos que votan alegremente por Lindbergh. Que le siguen apoyando incluso cuando asoma su patita tatuada, con la esvástica. Unos no se enteran, y otros no quieren enterarse. Otros le votan por motivos estúpidos y accesorios… Es lo mismo que yo veo aquí cada vez que hay unas elecciones: lemmings haciendo cola para suicidarse en el acantilado.



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Unorthodox

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Unorthodox cuenta el drama personal de Esther Saphiro, una joven de 19 años que decide huir de su comunidad de judíos ortodoxos. Un vestigio del Antiguo Testamento que sobrevive justo en medio de Brooklyn, tan fiel a la tradición que  si no fuera por los taxis amarillos, y por los edificios de ladrillo, podría ser perfectamente la Palestina del rey David, o la del rey Herodes, tan añorado por los maestros, en nuestras rabietas inconfesables.



    Mientras la modernidad dispone de buscadores en internet para hacerse las grandes preguntas sobre la existencia de Dios, o sobre lo trasplantes capilares en Turquía, en la comunidad de Esther sólo se fían del Talmud y de la Torá para satisfacer la curiosidad de los espíritus. Como si no hubieran pasado 4.000 años desde que Yahvé se apareció ante Abraham. O quizá justo por eso, porque siendo fieles a sí mismos, los judíos han surfeado cien olas asesinas para terminar siempre de regreso, diezmados, o noventamados. El espectador puede entender las razones históricas de estos ortodoxos recalcitrantes, pero no entiende que se comporten como verdaderos mafiosos cuando una joven como Esther, que descubre que esa vida no es la suya, que moriría como persona en el intento de adaptarse, decide coger un avión y refugiarse en Berlín para poner dos océanos de distancia: el acuático y el metafórico.

    Uno, por supuesto, se apiada de Esther, porque es angustioso ver cómo intenta salir del agua mientras dos cabrones le sujetan la cabeza. Pero uno, además, se apiada de Esther porque es el símbolo de todas la mujeres que los sacerdotes de cualquier religión, de cualquier época, siempre han considerado como meros receptáculos de semen. Incubadoras andantes que parirán nuevos soldaditos de la fe. Uno se echa las manos a la cabeza, sí, viendo a los rabinos que salen en Unorthodox, pero estos tipos no son distintos de los curas que hace sólo cincuenta años, en nuestro nacionalcatolicismo, pensaban exactamente lo mismo de nuestras madres: Evas del pecado, seres disminuidos en lo eclesial y en lo legal. Meras posesiones de su maridos. Muchos todavía lo piensan, pero ahora queda muy feo decirlo.



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El oficial y el espía


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De vez en cuando tengo que ver una película de Roman Polanski. Es bueno para la terapia.A veces la gente real, o la que sale retratada en los periódicos, no basta para asumir la realidad oscura de nuestra especie. Se hace difícil, sacar la espada flamígera a pasear, por si le aciertas a uno de los pocos inocentes. Ahí fuera, en la no-película, todo es ruido, confusión, un mar de mentiras diluidas en una gota de verdad. En las películas, en cambio, fluye un hilo narrativo, todo se ordena, y las cosas quedan tan claras que a veces te puedes asustar. La gente es mala, ruin y mentirosa. Muy cínica, cuando se juega algo. Mezquina y puñetera. Seguro que yo también lo soy, o lo he sido alguna vez.




    Cuando veo una película de Polanski es como si recordara el Padrenuestro. Pongo los pies en el puf y al mismo tiempo es como si los depositara sobre la tierra, cansado de volar junto a los roussonianos que no opinan como yo. Es un descanso. Un momento de recogimiento. En algunas películas de Polanski el malo es un demonio disfrazado de ser humano; en otras, un ser humano disfrazado de demonio. Viene a ser lo mismo. Para los creyentes, el Mal anida en el Diablo; para los ateos, el Mal somos nosotros.

    En El oficial y el espía sólo hay un hombre justo, el coronel Picquart, por el que Dios perdona la destrucción de París como hizo milenios atrás con Sodoma, gracias a Lot. Y tras el ejemplo de Picquart, alentados, otro buen puñado de hombres abandonarán las catacumbas del silencio. Tipos valientes y honrados como Émile Zola que se enfrentarán al Ejército para desmontar la acusación de traidor que pesa sobre el capitán Dreyfus. Un pobre hombre cuyo único crimen -como suele suceder con los inocentes- era estar en el sitio equivocado, en el momento más inoportuno. Y ser judío, claro, porque mucho antes de que Hitler decidiera exterminarlos, a los judíos sólo se les escupía y se les apedreaba, en la Europa civilizada.

    Los justos como el coronel Picquart o Émile Zola son las flores en la mierda; el chorizo en las lentejas; la excepción en la regla; la rosa en el zarzal. Los humanos, en la humanidad.



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Crazy Love

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En el cine de su pueblo, Harry se enamora de la actriz guapísima y rubia que ilumina la pantalla. Al acabar la película permanece sentado, fingiendo que le interesan mucho los títulos de crédito, como un cinéfilo precoz que quisiera saber quién se encargó de la fotografía, o de llevarle el café a los artistas. Pero en realidad Harry ya no mira la pantalla: con los ojos puestos más allá de la realidad, está asumiendo esa sensación que le hace cosquillas en el estómago, y en la entrepierna. Es una quemazón nueva, al mismo tiempo placentera y desagradable, que le enturbia el pensamiento. Quisiera estar feliz, entusiasmado, porque en este mareo de contradicciones hay algo chispeante, de borrachera infantil, como si le hubieran dejado beber una copa de vino o un dedillo de anisete. Pero el instinto, más agorero, y siempre más sabio, le dice que sólo está viviendo su primera tormenta en el océano de la sexualidad. La primera de las muchas que vendrán a zarandearle, hasta el desguace en el astillero.



    Harry tiene más o menos la misma edad que yo tenía cuando me enamoré de Jessica Lange, en Tootsie, que también era otra actriz guapísima que iluminaba la pantalla del cine Pasaje. Pero yo no pude quedarme solo al final de la película, para recomponer el gesto y buscar respuestas en mi revoltijo emocional. Mi madre había venido para ver la película del año y luego acompañar a mi padre de regreso a casa, tras la última sesión del día. Mientras la gente abandonaba sus butacas, yo ayudaba a los empleados a levantarlas. Casi mil butacones, en aquel cine gigantesco que mi memoria ya casi no puede ni abarcar. No era obligatorio, el trabajo, pero era muy digno, como jugar a ser mayor, y empleado de la empresa, y además te pagaban con el dinero que encontrabas caído de los bolsillos.

    Y mientras yo encontraba duros, y monedas de 25, a veces con la cara del Rey y a veces con la cara de Franco, yo sólo veía el rostro de Jessica Lange flotando en mi deseo, con su cofia de enfermera, y su sonrisa devastadora. El primer fantasma de los muchos que vendrían a romper la paz de las noches infantiles.



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La llegada

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Hay un momento terrible en la adolescencia de los apocados, de los que nacemos con sólo tres fotocopias de un gen fundamental para la alegría, en la que comprendes, sin lugar a duda, como traspasado por un rayo que electrocuta el cuerpo pero ilumina la mente, cuál va a ser tu futuro. No los detalles, claro, porque para eso habría que ser un adivino de los de verdad, de los que nunca estafan a nadie en las madrugadas de la tele. Y aun así, según tengo entendido, los adivinos, por no sé qué paradoja en la estructura del espacio y el tiempo, no pueden verse a sí mismos de mayores, ni siquiera saber qué les ocurrirá mañana por la mañana al despertar, y sólo con los clientes, o con los íntimos, se les despejan las tinieblas que ocultan lo desconocido.



    La doctora Banks, en La llegada, adquiere la capacidad única de ver su futuro como si fuera carnal y rabioso presente, más allá de la experiencia de cualquier visionario con túnica, o de la amargura de cualquier adolescente con acné. Es como si el fantasma de las navidades futuras tomara su brazo para sobrevolar no sólo las navidades que vendrán, sino todos los días laborables, y todas las fiestas de guardar. La película completa del resto de su vida, que aborda las escenas del enamoramiento, de la maternidad, de la desgracia que caerá como una sombra sobre su mundo…  La doctora Banks ha aprendido el lenguaje circular de los heptápodos, que son los extraterrestres de la película, y quien aprende ese lenguaje sufre un cambio en la estructura de su pensamiento, y de pronto, en su percepción interna, el tiempo se anula, se vuelve fluido, y lo futuro se anuda con lo pasado, formando un círculo que ofrece un panorama completo de 360º.

    El momento, en la película, es terrible. La doctora Banks sabe que a va a sufrir lo indecible, y también sabe que bastaría un gesto, una huida, pronunciar un simple no, para cortar la cuerda que la ata a su destino. Y sin embargo, lo acepta, se acepta, y se entrega a su verdugo con un beso y un abrazo. Quizá porque aprendiendo el lenguaje de los heptápodos también ha aprendido que el futuro, aunque se conozca, y se trate de evitar, nunca se puede cambiar, como sucedía en aquel cuento tan enrevesado de Borges. El destino está escrito en la misma tinta que usan los extraterrestres, tan parecidos a los calamares.



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