My Mexican Bretzel

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Sospecho que si este experimento fílmico titulado My Mexican Bretzel -a medio camino entre el cine, el documental y la filmación en Super 8 de Abraham Zapruder- lo hubiera firmado un hombre, y no una mujer, las críticas vendrían con menos estrellas, y con adjetivos más ponderados. Vivimos una época de discriminación positiva hacia el cine que ruedan las directoras, y eso, como cualquier discriminación positiva, tiene su lado bueno y su lado malo. El lado bueno son películas como Nunca, casi nunca, a veces, siempre, que quizá, de otra manera, sin el empujoncito de una crítica entusiasta, se me hubiera despistado del panorama general. La mejor película que ha pasado en meses por mi televisor... Pero el karma del cinéfilo es insoslayable: la glotonería, la dispersión, el afán de estar al tanto de casi todo, hace que por cada perla que uno encuentra en la playa, luego se corte el pie con un plástico que flotaba. Por cada hallazgo, un tropiezo; por cada noche soleada, un aguacero deprimente. 

My Mexican Bretzel tiene gracia durante los primeros quince minutos. Y tiene gracia porque uno ya veía informado del juego de mentiras y verdades: la directora, Nuria Giménez Lorang, encuentra unos videos caseros filmados por su abuelo, monta las escenas y luego les pone un subtítulo que cuenta una historia que nada tiene que ver con las imágenes, como si usted cogiera el vídeo de su boda, le quitara el sonido, y con el divorcio ya consumado, le diera por subtitular maliciosamente a los personajes que por allí desfilan, vaticinando el desastre y la falta de concordia.

El problema es que son las once de la noche, viene uno derrotado del día, y el primer bostezo insobornable se abre paso a través de la garganta. Las imágenes son bonitas; algunos subtítulos, también; pero esto no da ni para hacer un mediometraje. A uno se le va el pensamiento hacia este abuelo tan rico que vivía en Suiza, que con una cámara en ristre hizo turismo por toda Europa mientras mi abuelo A se dejaba la salud en la fábrica de vidrio y mi abuelo B vendía pollos en un mercado. Yo me apellido Martínez de segundo; esta chica, Nuria, Lorang. 




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V de Vendetta

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El fascismo no ha muerto. Sólo estaba de parranda. Cuando veíamos a los nostálgicos del III Reich avanzar en todos los países europeos, aquí, en la excepción española, donde todo llega con décadas de retraso, lo mismo la modernidad que la fatalidad, nos preguntábamos: ¿dónde está esa gente? ¿No vota? ¿Se ha extinguido de muerte natural? ¿La modélica Transición pilotada por Campechano I les ha reformado las entrañas? ¿O es que esa gentuza -los racistas, los golpistas, los falangistas de pueblo, los matones, los camisas pardas al servicio de los evasores fiscales, los machistas, los analfabetos de la historia -vota con la nariz tapada a la gaviota que se caga? Y era lo último, sí, como todos nos temíamos.

El franquismo sociológico estaba ahí, agazapado en la calle Génova, en las tertulias de la COPE, en los exabruptos de Federico, esperando su oportunidad. Llevaban cuarenta años esperando al Mesías; y el Mesías, con su barbita bíblica, y su mirada de iluminado, apareció entre los fieles, señaló al demonio de color rojo, y reagrupó a las huestes para proseguir el combate. De momento, a golpe de voto. Luego ya veremos... El Mesías sólo tuvo que disipar los complejos y las mariconadas. "Soy facha, sí, ¿qué pasa?", es la nueva desvergüenza callejera.

El fascismo siempre vuelve. No es un movimiento puntual, sino una marea de la historia. En esto también hay bajamares y pleamares. No lo inventó Mussolini en un rapto de locura: él sólo se subió a la ola. El fascismo es un asunto inscrito en los genes: tiene sus raíces en el miedo instintivo, y en la ausencia de reflexión. Y la mayoría de la gente es así. Lo raro es que no saquen muchos más votos. Que no arrasen. Todavía queda mucho franquismo sociológico por aflorar. La cosa pinta jodida: el virus no se va, la pobreza se extiende, el cabreo se inflama... Crece el orgullo nacional, como si los testículos y los ovarios rojigualdas fueran de una biología especial. Quizá la preferida por Dios. La bandera ondea cada vez en más balcones. Ya nos vamos pareciendo a la América profunda. Sólo nos falta el rifle y la espiga en la boca. Convenía ver “V de Vendetta” para recordar todo esto.




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Brawl in Cell Block 99

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En las películas de mi infancia, al indio que se caía del caballo nunca se le oía el crujido de los huesos al romperse. Al vaquero herido en el OK Corral nunca se le veía el agujero de bala en el estómago, ni le salían espumarajos de sangre por la boca. Al maleante reducido a golpes nunca le veíamos el ojo reventado, o el brazo dislocado, o el pie apuntando en una dirección imposible. Atropellaban a un gángster en la venganza siciliana y jamás oíamos el sonido del cráneo reventando contra el asfalto. Algún gorgoteo de muerte, quizá, en El Padrino, que ya era una película “ultraviolenta” de los años setenta, no apta para todas las sensibilidades. En las películas bélicas, los que eran  alcanzados por la metralla o por la onda expansiva simplemente pegaban un brinco y caían al suelo como muñecos de trapo, desmadejados, sin que los brazos, o las piernas, o la cabeza misma, se desgajara del cuerpo dejando un pozo petrolífero en el lugar de la inserción. 

En las películas de Primera Sesión o de Sábado Cine, que fueron nuestro primer contacto con la violencia de la tele, los seres humanos no tenían órganos por dentro, ni huesos, sino felpa, borra de muñecos. La violencia no sólo era ficticia -de actores que eran suplidos por especialistas en las escenas más peligrosas -sino que además era una violencia incruenta, desgrasada, y desangrada. Quizá por eso, todos los niños de mi generación -salvo los más raros del vecindario- éramos unos belicosos perdidos, todo el día recreando batallas y escaramuzas, en la percepción idiota de que la violencia no olía, ni sonaba, ni reverberaba en escenas vomitivas que daban mucho asco.

Tuvieron que venir estos cirujanos del mondongo como S. Craig Zahler -y mucho antes que él los Tarantino, o los Carpenter, o los David Cronenberg- para hacernos ver, no sé si con buenas o con malas intenciones, no sé si porque están perturbados o porque son unos pedagogos de la realidad, que cuando tipos como este Bradley Thomas la se pone a repartir estopa, o se la reparten a él, se produce una cacofonía asquerosa de vísceras y osamentas. Un placer culpable. Un apartar la mirada de vez en cuando. Un entrever por los dedos. Una pose y una incógnita. Una valentía idiota. Un entretenimiento culpable, pero del copón.




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Cómo sobrevivir en un mundo material

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Cómo sobrevivir en un mundo material es un título engañoso, falsamente dualista. Porque el mundo sólo es materia, y el espíritu sólo es materia que sueña con no serlo. El carbono y el hidrógeno, los muy tunantes, que aspiran a trascenderse en el éter... Una pamplina metafísica. Miseria de protones que sueñan con vivir por encima de sus posibilidades. Afirmar que el mundo es material es como afirmar que la piedra es pétrea, o que la carne es cárnica. No hay más cera que la que arde, vino a decir el abuelo Karl de Tréveris. Marx nos enseñó la verdad indudable del materialismo dialéctico: la vida es materia, y la materia es cognoscible, asunto científico. Y todo lo demás -la fantasía, lo inmaterial, el mundo platónico de las ideas- sólo es el pedo que nos tiramos para hacer un poco de terapia. Necesario, ma non troppo. No era exactamente así, ya lo sé, pero yo me entiendo.

Supongo que lo quieren decir los distribuidores españoles -porque el título original, Kajillionaire, no va por los derroteros de la filosofía- es que vivimos en un mundo “materialista”, en la acepción de superficial y rastrero, de interesado y bursátil. Una selva capitalista de todos contra todos, y sálvese quien pueda. La mar salada de los tiburones y las pescadillas: los ricos, que nos devoran, y los pobres, que nos devoramos a nosotros mismos, mordiéndonos la cola. Si van por ahí los tiros, entonces sí, el título tiene cierta lógica, porque la película cuenta las tribulaciones de la familia Jenkins para sobrevivir en el mundo hipercalórico y ultraegoísta  de California. Unos estafadores profesionales que en vez de emprenderla con el ricachón se aprovechan del incauto, o del despistado. Qué lejos queda de California el bosque de Nottingham.,..

Lo que no tiene perdón de Dios -de la idea de Dios, mejor dicho- es que la materia más hermosa del Universo, Evan Rachel Wood, la única conformación molecular que podría aspirar a ser inmaterial y divina, aparezca en la película con unas greñas densísimas, materiales a tope, que enmascaran su belleza sobrenatural. ¿Para qué? ¿Para aspirar a ganar un Oscar? Evan Rachel Wood está más allá de estos materialismos.




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Up

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Dicen que el viaje a la vejez es el regreso a la infancia. Un pasito p’alante y dos pasitos p’atrás, como en el baile de María, que terminaba por caerse del escenario por el backstage. Quizá la canción no era así  -porque yo, la verdad, de bailar, ni puta idea- pero este remix me sirve para progresar en el relato. Cumpliendo años -decía- parece que avanzas, pero en realidad retrocedes, como en el moonwalk de Michael Jackson. Ya no sé si se puede mencionar a Michael Jackson en un post de internet.... Yo pruebo suerte y si me lo censuran, diré “el pequeño de los Jackson Five”, a ver si cuela. Decía -a ver si termino- que envejecer es un viaje circular. De la nada salimos y a la nada regresamos. Y en el medio, el paréntesis idiota de la vida. Carne cultivada en el laboratorio de las estrellas. Los curas dicen que del polvo venimos y al polvo volvemos. Viene a ser lo mismo. Hay veces -muy contadas- que los dioses hablan verdaderamente por sus bocas.

Decía Rafael Azcona que él, por supuesto, no quería hacerse viejo, pero que en cierto modo deseaba envejecer para aparcar el asunto de las mujeres. Que el juego de conquistar y seducir le perturbaba las meninges, y le despistaba de la tarea. Soñaba con volverse invisible, y hacerlas invisibles. Un baile ya des-romántico de fantasmas. La paz y el descanso. De viejo, decía Azcona, aunque parezca contraintuitivo, me sobrará el tiempo. Y yo estoy con él, como casi siempre, uno de Logroño y otro de León. Mientras bulle la sangre y navega la hormona, uno está atado al instinto, al mono, simiesco perdido. Yo no quiero que avance el calendario, pero sí quiero, ay, llegar a la neoinfancia de la jubilación, como el señor Fredricksen en Up, que una vez viudo y pitopaúsico a su pesar, descubre, en un depósito oculto, la energía que necesitaba para cumplir el sueño de su vida. Todo un contrasentido.


Up no es ni de lejos la mejor película de Pixar. Pero contiene, quizá, los cinco mejores minutos de Pixar. El amor y la muerte; la coincidencia absoluta y la despedida definitiva. “No hay nada mejor / que encontrar un amor a medida”, cantaba Sabina. No hay nada peor, también, que perderlo.



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El expreso de medianoche

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Teníamos un amiguete en la Universidad que un día, borracho perdido, nos confesó que lidiaba en secreto contra la eyaculación precoz, y nosotros, tan cinéfilos como siempre, empezamos a llamarle “el expreso de medianoche”, aunque la película de Alan Parker no tuviera nada que ver con el asunto. O bueno, sí, porque en la Universidad de León y en la cárcel de Turquía se venía a follar más o menos lo mismo: es decir, nada.

El expreso de medianoche, en la película, es el nombre figurado de la vía rápida, de la fuga carcelaria. “The midnight express”, que decían los recursos en inglés, porque sus carceleros patibularios, antes de que Turquía pidiera entrar en la Unión Europea, y sus equipos de fútbol participasen en la Champions, no entendían ni jota del idioma universal. Si lo piensas bien, la vida está llena de metáforas así, de expresos de medianoche, que pasan a toda hostia por delante de tu casa, y a veces sólo una vez en la vida. Trenes que si pudieras cogerlos te salvarían de tu cárcel particular: de la rutina, del asco, de la servidumbre. Trenes que tal vez conducen al sosiego, al amor verdadero, a una vida diferente y definitiva.

Si ayer dije que la India sería el último destino en mi periplo por el mundo, hoy, después de haber visto El expreso de medianoche, afirmo ya sin dudar que Turquía será el penúltimo. Visto cómo se las gasta su personal carcelario -cualquier equívoco idiota podría llevarte a una celda y recrear las canutas históricas que pasó Billy Hayes- sólo cogeré el vuelo de Turkish Airlines que une La Pedanía con Constantinopla para vivir una pasión turca como aquella que vivió Ana Belén, de orgasmo en orgasmo, o para reimplantarme el cabello que de momento, y toco madera, no se me cae. O al menos no se me cae de una mera alarmante, de deprimirse uno en cada viaje del peine. Todo lo demás -visitar el gran Bazar, pasear por las ruinas de Troya, recorrer la Turquía profunda donde Bilge Ceylan rodaba sus películas de turcos con escopeta– son actos aplazables, accesibles en internet, o en documentales muy educativos de La 2.




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Tigre blanco

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El último país de la Tierra que pisaré cuando sea millonario y me lance a viajar ya sin ataduras ni servidumbres será, casi con toda seguridad, la India. O la India o Bangladesh, no sé.  O quizá Sierra Leona... Da igual. Tengo tiempo para pensarlo.

En Facebook, sin embargo, para mi estupor, no es infrecuente encontrar fotos de usuarios que han viajado a la India con dos cojones, ellas disfrazadas con el sari y ellos con el dhoti, rodeados de niños pobretones pero sonrientes. O con el Taj Mahal de fondo, tan socorrido. Son fotos unipersonales, sin pareja que abrace o bese en la mejilla, de lo que deduzco que son viajes espirituales, de sublimación de los instintos. Divorciadas que quieren encontrar el camino y divorciados que se han dejado liar por las mandangas de la New Age. Después de quince días vuelven a casa, al mundo occidental, con un elefante de madera o un Buda de Lladró en la maleta, y tardan dos cafés con leche en comprender que la realidad de la carne es insoslayable, y que el río de su pueblo, aunque lleve menos agua que el Ganges, al menos está más limpio y no transporta cenizas de cadáveres. O cadáveres enteros, que se cayeron al río en un descuido en las exequias.

En mi imaginario, la India es un país de calor insufrible, mendigos por doquier, lisiados de toda condición, mosquitos y mugre, ricachones asquerosos y pobres encantados de ser pobres. Y monjas de Calcuta que te niegan la morfina para que el dolor te acerque más a Jesús. El asco definitivo. El infierno en la Tierra, quizá. Selvas peligrosas, urbes inhumanas, conductores desquiciados... El caos. Nadie que no haya perdido el seso leyendo los libros de caballería de Paulo Coelho se perdería en semejante pandemónium. La India es para los incautos, y para los indios, que ya están muy acostumbrados. ¿Todos? No. Balram, el protagonista de la película, es el tigre blanco que aparece una vez cada generación. Un renegado del sistema. Un inconformista. Un bolchevique del subcontinente que se ha dejado la coleta de Pablo Iglesias para luchar contra la casta. El primer miembro del círculo de Podemos en Bangalore. Yo estoy con Balram, desde luego, al menos en los fines. Pero desde mi sofá occidental, sin calorones ni mosquitos.






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El rey de California

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Un día del verano de 2013 pasé por Petra, Mallorca, camino de un merendero donde los mallorquines tienen por costumbre re-desayunar con ensaladilla rusa y casquerías a la brasa. Y he dicho bien, merendero, porque ellos, por extrañas razones históricas, o lingüísticas, no lo llaman almuerzo, sino merienda. Es complicado de explicar... Conducía mi cuñado, claro, porque yo no tengo carnet de conducir, pero a cambio, en pago por el billete, le iba contando divertidas historias sobre mis muchos desamores por la red. Tengo chismes para escribir tres o cuatro novelas si me pusiera a ello.

Pasábamos por Petra, digo, porque el merendero estaba situado a sus afueras, y al pasar vimos el pueblo engalanado, con carteles que anunciaban el tercer centenario del nacimiento de Fray Junípero Serra. “¿Y quién es este fraile tan famoso por aquí?”, pregunté al aire, haciendo ostentación de mi vasta incultura. Pasamos de largo, re-desayunamos (bueno, merendamos), nos fuimos a la playa, nos enamoramos de varias extranjeras de Platón, o de Plutón..., y al volver a casa busqué al fraile de Petra en una enciclopedia voluminosa. El personaje histórico no me era desconocido del todo, y resonaba en mi memoria como un conocimiento adquirido pero ya olvidado. Me quedé de piedra, precisamente, al descubrir, o recordar, que fray Junípero Serra es un padre de la patria estadounidense, fundador de varias misiones a lo largo de la costa de California. Píos asentamientos que luego fueron ciudades donde se celebra la Superbowl y se desatan los desórdenes callejeros. El campanario donde James Stewart sufría su vértigo incorregible es testimonio de aquellas andanzas de fray Junípero.

El rey de California es una película tontorrona que cuenta la obsesión de Michael Douglas -de su personaje, mejor dicho- por encontrar unas monedas de oro que los frailes españoles perdieron en su misión evangélica. El personaje de Douglas es un tipo bipolar al que su hija, encarnada por Evan Rachel Wood -y he usado mal lo de encarnada porque ella es un ángel del Señor- admira y odia a partes iguales. Es lo que tienen las personas bipolares, que son divertidísimas en las buenas pero insoportables en las malas. O los tomas o los dejas.



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