Seinfeld. Temporada 1

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Seinfeld es mi comedia preferida. La repaso enterica cada tres o cuatro años, en unos DVD que guardo como oro en paño, preservados del polvo, de la luz solar, de las visitas que me preguntan: “¿Qué podrías dejarme para ver...?” He pensado incluso cambiarles las carátulas, para que pasen inadvertidos: ponerles unas matrículas falsas de película porno, si es una mujer -rara avis- la que me pide material, o unas de “Amar en tiempos revueltos”, si es un hombre el que fisgonea en mi videoteca. Los DVD de Seinfeld son sacrosantos, intransferibles, y valen más que la habitación que los cobija, y que la casa que nos sustenta. Solamente Eddie, el perrete -ni siquiera su dueño-, vale más que ellos. Mi compañero de piso es lo único que valoro más, pero porque los DVD son reemplazables, recomprables, pirateables en caso extremo, y Eddie, pobrecico, no, claro.

Seinfeld vale tanto porque es canela fina, especia raruna, vintage sentimental para cincuentones o pre-cincuentones como yo. Los viejos guerreros del Canal +... Ay, el Canal +, el de la llave blanca donde veíamos Seinfeld y Frasier, el fútbol y el porno psicodélico. A los que llevamos pagando la cuota desde los tiempos fundacionales deberían de amnistiarnos, de concedernos una tarjeta oro, o una black card de ésas, para no volver a pagar en la vida  Es más, Canal +, ahora Movistar, debería pagarnos un sueldo mensual, porque nos pasamos la vida haciendo apostolado de sus programas, publicidad gratuita, todo el día recomendando esto y aquello: el fútbol, y el snooker, y las pelis, y el porno ya no.

Pero bueno, a lo que iba: Seinfeld es mi Santo Grial, mi Arca de la Alianza, y en eso, como en otras muchas cosas, yo estoy con Pepe Colubi, que a veces luce una camiseta de la serie en la televisión. No creo que en los veinte o treinta años que me quedan en el convento vaya a encontrar una serie mejor, así que supongo que Seinfeld ya será para siempre la number one. No es, desde luego, la serie más redonda ni la mejor escrita. En nueve temporadas hubo momentos tontorrones, desfallecidos, abismos culturales y chistes de relleno. Pero lo bueno era tan bueno como el oro encontrado en una mina. Nunca más se han vuelto a ver unos quilates como esos. Larry David y Jerry Seinfeld se aventuraron en las montañas donde nadie se había atrevido a buscar (una comedia sobre nada, sobre la nada más absoluta, pura memez argumental y puro diálogo para besugos) y encontraron un filón que los hizo millonarios Y a nosotros muy felices.





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No matarás

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Empiezo la película remolón, poco convencido, pero al descubrir que el personaje de Mario Casas también lleva gafas, y también es un apocado con pinta de pardillo, se me disparan las neuronas espejo, y me identifico -salvando las distancias, claro- con el personaje. Al protagonista de “No matarás” también le cuesta decir que no, contrariar a los presentes, tomar la iniciativa en los asuntos decisivos. Medio tartamudea y esquiva la mirada si le vienen mal dadas. Todos sabemos que por debajo de las gafas de Clark Kent hay un Supermán del atractivo, de la musculatura, que en la vida real vuelve locas a las mujeres más guapas. Pero en una película la realidad queda en suspenso, y aquí Mario Casas no es el fucker de manual, sino Dani Nosequé, el tontolaba de su empresa, el pagafantas de las mujeres.

Decía que me identifico mucho con el personaje, sí, y más todavía cuando se topa con ese morbazo de mujer en la noche barcelonesa, y en vez de seguir el instinto de huida -que más que instinto es razón y clarividencia, pues se ve, se nota, se siente, que a esa mujer tan atractiva le falta un verano y parte del otoño- Dani, el pajillero, el de la vida tan poco excitante, decide seguir el otro instinto de la vara de zahorí, a ver si hay suerte, a ver si la vida le pega un giro radical y, como poco, se lleva el recuerdo de un polvazo reservado a los sementales más significados. Mejor eso que meterse en casa a cenar una ensalada mientras ve el Huesca-Valladolid, o la enésima película repetida o prescindible. Nos ha jodido.

Yo estoy con Dani. Yo soy Dani. Es más: yo he sido Dani. Le entiendo perfectamente. Mi abuela me decía que tiraban más un par de tetas que cien carretas. Me lo decía cuando yo era chiquitín, sin edad para el deseo, pero ella ya barruntaba, vamos que si barruntaba... Aquí, la verdad, teta muy poca, pero bonita y estilizada, eso sí. Suficiente para arrastrarte a la perdición, como en Camino a Perdición, que era otra película.

A orillas del mar, lejos de mi secano, se dice de otra manera lo de mi abuela: ata más pelo de coño que soga de marinero. Pues eso. Ahí lo llevas, Dani.



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Estoy en crisis

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Estoy en crisis, sí, como el personaje de José Sacristán. Estoy pre-cincuentón, pre-colonoscópico, incomprendido y ojeroso. Sufro la oxidación del escritor fracasado, del madridista irredento, del bolchevique retirado. Del funcionario que ya calcula su jubilación. Los jóvenes, y las jóvenas, ya me tratan todos -y todas, ay Jesús- de señor. Mis pedos huelen cada vez peor y no sé por qué. Será la otra oxidación, la celular, las cetonas, todo eso que estudiábamos en el BUP. Cuanta más verdura como, peor me huele la química. Ahí está el ejemplo de las vacas. Supongo que eso es bueno: que son las toxinas, que se evaporan...

Estoy que no hay quien me aguante, en definitiva. Estoy en crisis, sí, desencantado en general. A mi alrededor hay coetáneos que están mejor y coetáneos que están peor... Pues eso: una crisis de manual, de las de toda la vida. Tampoco he dicho que esté inmerso en una desgracia, o en un conato de suicidio. Sólo en crisis.

 ¿Y cuándo no está uno en crisis?, me pregunto yo. Hay una crisis para cada edad, como hay también una vestimenta, o un alimento preferido, o un mito erótico. Está la crisis del nacimiento, que es el primer golpetazo con la realidad, y la crisis del primer día de colegio, en la que descubres que hay mucho hijoputa suelto por ahí. La crisis de la adolescencia, claro, la peor de todas, de la que algunos no logran salir jamás, ya gilipollas perdidos en su laberinto. La crisis de los veinte, por supuesto, con la primera explotación laboral, y la primera pérdida de fe en el Madrid, siempre fichando a pufos y a lesionados. Luego viene la crisis de los treinta, con la primera cana en el espejo, y la primera pesadilla de mortalidad; y más tarde, diez años después, puntual como un calendario, la crisis de los cuarenta, que ya es la mitad del camino si tienes suerte, ya medio perdido el vigor, y el buen dormir, y la paciencia con los mamones.

Estoy en crisis, sí, y me gustaría curarla como hace José Sacristán en la película, tentando la suerte con jovencitas de buen ver, a ver si pica alguna con el rollo de mis sienes plateadas, de mi cultura acumulada, de mi visión experimentada. Pero todo eso es chufla, y ellas lo saben. Lo huelen a distancia.





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Suspiros de España (y Portugal)

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Fray Clemente y fray Liborio son dos monjes que han perdido la vocación, y que además se han quedado solos en el monasterio, una vez muerto el abad. Sin ninguna razón que los ate ya a la vida consagrada, se lanzarán a vivir la vida de los civiles, de la España moderna, allá en extramuros. Fray Liborio -Juan Luis Galiardo- es un tipo leído y de amplios saberes, mientras que Fray Clemente -Juan Echanove- es un tontalán con las meninges algo lentas, y demasiado altas en calorías. Tan parecidos a don Quijote y a Sancho Panza, que ambos saldrán en busca de una ínsula Barataria que poder gobernar, en este caso una dehesa extremeña sobre la que fray Clemente posee legítimos derechos de herencia.

Los ahora rebautizados como Pepe y Juan recorrerán las mesetas desfaciendo entuertos, salvando damiselas y sorteando contratiempos con picarescas que ellos mismos se perdonan con santiguos y latinajos. Lo más divertido -y también lo más hiriente- de Suspiros de España (y Portugal) es comprobar que la España de Cervantes y la España de la Unión Europea no se diferencian gran cosa. Si cambiamos a Rocinante y al rucio por la furgoneta del pescado, y los caminos polvorientos por las carreteras asfaltadas del MOPU, todo sigue más o menos como estaba. Los curas, los militares y los jueces -las gentes de mal vivir, que decía el dibujante Ivá- siguen gobernando este país como si fuera su cortijo particular, y sólo nos lo dejaran de vez en cuando en régimen de alquiler. Cuando se van de vacaciones, o se despistan con la propaganda. Hasta un rey con belfo seguimos teniendo, aunque ya no pertenezca a los Habsburgo de Austria, sino a los Borbones de Francia.

Rafael Azcona y José Luis García Sánchez, en plena fiebre post-europea y post-olímpica, no se dejaron engatusar por los cánticos de la modernidad, y rodaron esta película para recordarnos que España sigue siendo un país medieval y esperpéntico, y que las academias de inglés, las becas Erasmus y los triunfos deportivos sólo son el barniz de un mueble muy viejo y desgastado. Que llevamos siglos de retraso respecto a los países civilizados, desde los tiempos de la Contrarreforma, y que seguramente necesitaremos otros tantos para recuperar el tiempo perdido. 

Mientras tanto, para entretener la espera, bien está que nos saquen a Neus Asensi en la flor de su edad, y de su hermosura.


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El agente topo

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Un documental sobre la vida en un asilo tiene poco recorrido comercial. Muchos espectadores como yo, indolentes y embrutecidos, huimos del melodrama como de la peste bubónica, y jamás nos asomaríamos a semejante  propuesta porque hora y media de abandonos y soledades, de premuertes y demencias, es mucho tiempo, y además hay demasiadas tentaciones en la programación: el billar y las pelis, el fútbol y las seducciones...

Yo, la verdad sea dicha, no es que esté hecho de piedra, pero he decidido preocuparme sólo por el sufrimiento inmediato, y no por los sufrimientos presentes o futuros. A mí, ahora, lo que me conmueven son las historias sobre cuarentones divorciados, y sobre veinteañeros en desempleo. Mi yo y mi legado. Mi lucha diaria y mi comedero de cabeza. También, porque aún tengo madre, me preocupan las señoras mayores que no están para ir a un asilo, pero que viven solas y se comen mucho la cabeza. Y sobre todo, por encima de cualquier otro drama, me preocupan los delanteros del Real Madrid que parecen la monda lironda cuando los fichamos y luego se regatean a sí mismos, se enredan, se lesionan todo el rato y fallan goles cantados ante porteros vencidos. Esos son mis cuatro pesares actuales, las cuatro nubes de mi tormenta. Todo lo demás -el asilo que acecha en las navidades futuras, por ejemplo- me interesa más bien poco.

Es por eso que para enredarme, y para enredar a otros incautos como yo, Maite Alberdi ha decidido camuflar su documental de película, y de película de agentes secretos además, aunque estemos en las antípodas geográficas y glamurosas de 007. Aquí se trata de resolver el inquietante misterio de un collar que desapareció, de un yogur que no se puso, de una pastilla que se le pasó a la enfermera... Peccata minuta. En los primeros veinte minutos te dejas llevar, y hasta te ríes con alguna patochada de este superagente de la TIA chilena, tan merluzo como uno mismo en el manejo de las tecnologías. Pero el chiste dura eso: veinte minutos. El resto es el documental que siempre quisieron endilgarnos y no sabían cómo.




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Un tipo serio

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Todo el mundo presume de su belleza interior. No hay nadie feo en los intestinos... Allí dentro, entre los tejidos y el bolo alimenticio, todos creemos tener una bondad intrínseca, implantada serie, enraizada en los genes o regalada por Dios. Y no como los demás, salvo honrosas excepciones, que nacieron sin ella, o la tienen anquilosada.

Hace meses, en un chat de internet, antes de que los falangistas asaltaran los parlamentos y yo me escapara por la gatera -o por la rojera-, el gurú nos preguntó por algo íntimo de lo que presumir, y por algo también de lo que avergonzarnos, y daba un poco de vergüenza ajena, la verdad, leer que casi todos respondían que en el fondo -o en la superficie, qué cojones- eran buenas personas, gentes de bien, ciudadanos intachables preocupados por el “bienestar de la gente”. Nos ha jodido... Todavía no he conocido a nadie – ni siquiera en las memorias de los genocidas, de los asesinos en serie, de los políticos corruptos- que se tenga por mala persona. Yo, la verdad, es que ni fu ni fa. Yo, para resumirme, soy... yo, con mis cosas, las buenas y las malas.

Quiero decir, con este rollo, que cuando Yahvé, o Hashem, decide no destruir nuestras ciudades, todo el mundo se cree el único justo entre  los pecadores, como Lot en la Biblia, y se erige en salvador honoris causa de la ciudad, porque ya sabemos que los dioses, cuando encuentran un solo justo viviendo en Sodoma, o en Gomorra, perdonan a todos los demás. Qué jodida tenía que estar la cosa en Hiroshima, en 1945, o en Cartago, cuando los romanos no dejaron piedra sobre piedra...

En la ciudad de Bloomington, en Minnesota, en 1967, el único justo de verdad, el único preocupado en hacer el bien entre los demás -o, al menos, en no hacer el mal, que ya es bastante- es Larry Gopnik, profesor de física, marido cornudo y padre ninguneado. La última mierda del Credo, el pusilánime, el manejable, el tonto útil... El pagafantas. El justo de proporciones bíblicas sobre el que pesa la responsabilidad de que la comunidad no sea arrasada. Hasta que un día se le hinchan las pelotas, comete una de las muchas irregularidades condenadas en la Torá, y Hashem, que andaba vigilando de reojo, decide enviar la tempestad...






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E.T.

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En las madrugadas de mi adolescencia, Carlos Pumares, al que le debo gran parte de esta cinefilia, decía en su programa de radio que E.T. le parecía una buena película, sin más, mientras que Casablanca, por poner un ejemplo, le parecía una obra maestra (“¡¡Obra maestra!!”, gritaba como un maníaco, desgañitándose en las ondas) porque al final, por muchas veces que la viera, siempre había un momento en el que él pensaba: “Ilsa se va a quedar con Rick...”. Pumares distinguía las películas especiales gracias a esos momentos mágicos en los que puede suceder cualquier cosa, aunque ya sepamos lo que va a suceder (y lo que sucede, casi siempre, es que ellas se van con el aventurero, con el gran hombre, el mismo tipo que, por pura lógica, por pura inercia de su atractivo, las dejará tarde o temprano por otra más guapa o más joven. Es ley de vida).

Yo, la verdad, estoy con el señor Pumares en esa apreciación, en esa sutileza del buen gourmet. Pero como soy más joven, y estoy educado en otra cinefilia, me pasa justamente al revés: cuando veo Casablanca sé que Ilsa va a subirse al avión de Lisboa y no va a regresar, y la pena por Rick me dura, como mucho, lo que tardo en cambiar de canal. Está bien, la película, pero no me conmueve. Sin embargo, cada vez que veo el final de E.T. se me parte el corazón, y se me escapa la lágrima viva, que aflora cada vez menos por culpa de este callo que me ha salido en el lagrimal. Hasta que no cesa la música de John Williams y salen los títulos de crédito sobre un negro de firmamento, yo estoy convencido -pero vamos, convencido hasta las cachas- de que al final E.T. va a quedarse con Elliott, escondido en su casa como Alf se escondió en casa de los Tanner cuatro manzanas más allá. O eso, o que Elliott, en un arranque de amor y pena, echa a correr, pega un brinco sobre la rampa de la nave y decide irse a un planeta lejano donde los niños como él -demasiado sensibles, condenados a sufrir toda la vida- encuentran un lugar en el que no existen los desengaños.




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Minari. Historia de mi familia

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Existe un dios vengativo que me castiga por no haber visto nunca un episodio de “Cuéntame”. Un Yahvé catódico, pariente de la bruja Avería, que considera pecado mortal no seguir las andanzas de los Alcántara por los estertores del franquismo, y por lo que quedó atado y bien atado, y que para hacer escarmiento entre los torcidos, y enseñanza entre los rectos, me envía -a veces por el recto mismo, como supositorios de penitencia- plagas egipcias en forma de series ñoñas, y de películas tontorronas. “Si no quieres melodrama familiar, toma dos cálices”, dice el versículo 4, capítulo 5, del Evangelio de San Imanol.

Si hace una semana, en “Years and years” -tan aclamada como infumable- me encontré con la familia Lyons-Alcántara en el futuro inmediato, y un fulano sin bigote que gritaba “I’m shitting on the milk, Gwendolyne”, cada vez que los hijos o la señora le contradecían en la mesa, hoy, en mitad de la nada americana, en Kansas, o en Oklahoma, a saber en qué paraje, me he encontrado con la familia Kim-Alcántara que trata de hacer pasta cultivando verduras en un descampado donde abundan los tornados y escasean los acuíferos. Se suponía que “Minari” era una película sobre el sueño americano, sobre emigrantes que trabajan duro y salen a flote en la tierra de las oportunidades. Ese rollo, sí, tan consabido, pero siempre tan didáctico, tan útil para comprender a estas gentes que dominan el mundo con sus portaaviones desplegados. 

Pero esa película más o menos interesante dura apenas media hora: lo que tarda la abuelita Soon-Ja en venir del pueblo surcoreano para ayudar con los nietos, impartir sabiduría ancestral y elaborar sabrosas recetas con el minari, que es una especie de berro oriental cargado de simbología: tras morir en su primera cosecha, renace más fuerte y lustroso en la segunda. Lo que nos faltaba: un Minari II...

 “Ternura infantil de portada de revista mormona”. Se lo he leído a un internauta. Genial. Rotundo. Pues eso.


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