Minari. Historia de mi familia

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Existe un dios vengativo que me castiga por no haber visto nunca un episodio de “Cuéntame”. Un Yahvé catódico, pariente de la bruja Avería, que considera pecado mortal no seguir las andanzas de los Alcántara por los estertores del franquismo, y por lo que quedó atado y bien atado, y que para hacer escarmiento entre los torcidos, y enseñanza entre los rectos, me envía -a veces por el recto mismo, como supositorios de penitencia- plagas egipcias en forma de series ñoñas, y de películas tontorronas. “Si no quieres melodrama familiar, toma dos cálices”, dice el versículo 4, capítulo 5, del Evangelio de San Imanol.

Si hace una semana, en “Years and years” -tan aclamada como infumable- me encontré con la familia Lyons-Alcántara en el futuro inmediato, y un fulano sin bigote que gritaba “I’m shitting on the milk, Gwendolyne”, cada vez que los hijos o la señora le contradecían en la mesa, hoy, en mitad de la nada americana, en Kansas, o en Oklahoma, a saber en qué paraje, me he encontrado con la familia Kim-Alcántara que trata de hacer pasta cultivando verduras en un descampado donde abundan los tornados y escasean los acuíferos. Se suponía que “Minari” era una película sobre el sueño americano, sobre emigrantes que trabajan duro y salen a flote en la tierra de las oportunidades. Ese rollo, sí, tan consabido, pero siempre tan didáctico, tan útil para comprender a estas gentes que dominan el mundo con sus portaaviones desplegados. 

Pero esa película más o menos interesante dura apenas media hora: lo que tarda la abuelita Soon-Ja en venir del pueblo surcoreano para ayudar con los nietos, impartir sabiduría ancestral y elaborar sabrosas recetas con el minari, que es una especie de berro oriental cargado de simbología: tras morir en su primera cosecha, renace más fuerte y lustroso en la segunda. Lo que nos faltaba: un Minari II...

 “Ternura infantil de portada de revista mormona”. Se lo he leído a un internauta. Genial. Rotundo. Pues eso.