El agente topo

🌟🌟


Un documental sobre la vida en un asilo tiene poco recorrido comercial. Muchos espectadores como yo, indolentes y embrutecidos, huimos del melodrama como de la peste bubónica, y jamás nos asomaríamos a semejante  propuesta porque hora y media de abandonos y soledades, de premuertes y demencias, es mucho tiempo, y además hay demasiadas tentaciones en la programación: el billar y las pelis, el fútbol y las seducciones...

Yo, la verdad sea dicha, no es que esté hecho de piedra, pero he decidido preocuparme sólo por el sufrimiento inmediato, y no por los sufrimientos presentes o futuros. A mí, ahora, lo que me conmueven son las historias sobre cuarentones divorciados, y sobre veinteañeros en desempleo. Mi yo y mi legado. Mi lucha diaria y mi comedero de cabeza. También, porque aún tengo madre, me preocupan las señoras mayores que no están para ir a un asilo, pero que viven solas y se comen mucho la cabeza. Y sobre todo, por encima de cualquier otro drama, me preocupan los delanteros del Real Madrid que parecen la monda lironda cuando los fichamos y luego se regatean a sí mismos, se enredan, se lesionan todo el rato y fallan goles cantados ante porteros vencidos. Esos son mis cuatro pesares actuales, las cuatro nubes de mi tormenta. Todo lo demás -el asilo que acecha en las navidades futuras, por ejemplo- me interesa más bien poco.

Es por eso que para enredarme, y para enredar a otros incautos como yo, Maite Alberdi ha decidido camuflar su documental de película, y de película de agentes secretos además, aunque estemos en las antípodas geográficas y glamurosas de 007. Aquí se trata de resolver el inquietante misterio de un collar que desapareció, de un yogur que no se puso, de una pastilla que se le pasó a la enfermera... Peccata minuta. En los primeros veinte minutos te dejas llevar, y hasta te ríes con alguna patochada de este superagente de la TIA chilena, tan merluzo como uno mismo en el manejo de las tecnologías. Pero el chiste dura eso: veinte minutos. El resto es el documental que siempre quisieron endilgarnos y no sabían cómo.