Locomía

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La verdad es que no tenía ninguna intención de ver este documental. Los “Locomía” -o los “Loco Mía”, que así aparecen en algunos rótulos- pasaron por la tele de mi casa como actores muy secundarios del vodevil. Quizá porque nuestra tele era todavía en blanco y negro y nos perdíamos los juegos de colores en vestimentaa y abanicos. Vistos en la vieja Philips del salón, los “Locomía” perdían mucho pedigrí, y como su música era siempre la misma, y el tema de los abanicos pues mira tú, ni fu ni fa, al pasar la novedad el resto no fue más que saturación comercial y parodias de Marte y Trece que eran lo mejor de lo mejor.

Quiero decir que quizá hacía veinte años que no dedicaba ni un solo segundo a estos muchachos de los trajes raros y los zapatos puntiagudos, aunque ellos, en el documental, se crean algo así como los forjadores de nuestra modernidad sexual e incluso artística. Son las cosas del ego, o de la falta de perspectiva.  En mi caso, la preocupación por sus destinos estaba -vamos a decir- en el puesto 13.456 del ránking de mis quebraderos de cabeza. “Ah, sí, un documental sobre los chicos del abanico...” Y poco más. Nada de interés hasta que el amigo de La Pedanía -que estaba más o menos como yo en cuanto a febril entusiasmo- me dijo que no me dejara llevar por las apariencias. Qué había visto la serie con su señora y que más allá del outfit y del bailoteo había una historia muy bien contada, adictiva, de egos que entrechocaban con la fuerza de venados en la berrea.

Y estos venados, de berrea, estaban más o menos todo el año, guapísimos y activos, picaflores y deseados. Después de todo, cuando tienes dieciocho años y formas un grupo musical, y más todavía si lo formas en Ibiza, lo haces para follar a lo grande, saltándole los turnos de espera. Lo de ganar dinero -que al final, junto con los celos, es siempre lo que termina por joderlo todo- ya vendrá cuando hagas cálculos de lo que necesitas para jubilarte con 35 tacos.




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25 Watts/El viaje hacia el mar

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Aunque T. es de allá, y lleva lo de allá metido en el alma, no le duele afirmar que el cine uruguayo no merece el esfuerzo de una sentada en el sofá. “Ni medio minuto le dedico yo, vamos”, dice siempre con un gesto de desdén.

Hasta ayer, cuando ella entraba en ese discurso antipatriótico, yo le decía que tampoco sería para tanto, y que algo habría que rescatar tras siglo y cuarto de directores uruguayos dándole a la manivela, aunque solo sea por proximidad con sus vecinos argentinos. Y para adornarme con un ejemplo, y quedar como un hombre de mundo, siempre le traía a colación la tan afamada “Whisky”, que es la única película uruguaya conocida entre la cinefilia provinciana, y que no está tan mal dentro de su modestia parsimoniosa.

Pero T. me respondía que si “Whisky” era lo mejor que había parido su país, cómo sería todo lo demás, y que ya me daría cuenta si algún día si me adentraba en esas aguas turbulentas. Así que el otro día, azuzado en el orgullo, me dio por buscar en internet las películas más afamadas a ese lado del Mar del Plata. Encontré dos -aparte de “Whisky”- que la crítica ponderaba sobre todas las demás: “25 Watts” y “El viaje hacia el mar”. Las descargué, las guardé en el disco duro como un tesoro y ayer, reunido por fin con T., le propuse una ordalía de cinéfilos tumbados en el sofá. El mismísimo Dios iba a juzgar quién llevaba razón: si ella, en su convicción, o yo, en mi contumacia.

Y ganó T., claro, que se conoce el percal mejor que yo, y que a medias se indignaba y a medias se descojonaba con ambas películas. “25 watts” nos duró diez minutos en la pantalla. No entendíamos nada. Ni lo que hacían esos tres mendrugos ni lo que mascullaban entre dientes. Un desastre. “El viaje hacia el mar” batió la plusmarca anterior y nos duró veinte minutos más de  impaciencia. Unos hombres incomprensibles, cada uno con su neura y con su hablar también dificultoso, se suben a un camión para conocer el mar a una edad ya más que avanzada. No les vimos llegar. Nos apenamos en un recodo del camino aprovechando que uno de ellos, aquejado de la próstata, tuvo que solicitar una parada para mear.




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Los hermanos Sisters

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El western no forma parte de mi educación sentimental. Cuando yo era niño, los americanos dejaron de rodar tiroteos en Monument Valley y decidieron conquistar nuestra voluntad con destructores imperiales que surcaban las galaxias, y arqueólogos con sombrero que buscaban los tesoros de la Biblia. 
   Los westerns -ya viejunos- los veíamos en casa los sábados por la tarde, en aquel espacio que se llamaba Primera Sesión y que rescataba películas para la chavalería que se cobijaba del frío polar, o del calor insufrible. Nosotros no sabíamos si eran obras maestras o películas de relleno porque siempre las veíamos medio somnolientos, o medio distraídos, añorando los estrenos en pantalla grande que forjaban nuestros sueños.

    Los americanos dejaron de rodar westerns porque ya nadie se quedaba con la boca abierta cuando los tipos desenfundaban las pistolas en el O. K. Corral, o el Séptimo de Caballería irrumpía cabalgando a golpe de corneta. El western clásico, en esencia, era el manspreading de unos tipos carentes de moral -o de moral dudosa- que lo mismo robaban la tierra del indio que abofeteaban a la prostituta o se cargaban a un fulano por un quítame allá esas pajas. O esas zarzaparrillas. Violencia gratuita, infumable, de tipos Marlboro que llenaban la pantalla con sus físicos imponentes y sus voces acojonantes.

    El western que nos devolvió al género lo parió Clint Eastwood y se llamaba Sin Perdón: fue al mismo tiempo una obra maestra y un acto de contrición. De aquella piedra fundacional han bebido muchas películas que ya son parte de nuestra tertulia. De nuestro rollo patatero. De nuestro monólogo inagotable cuando algún incauto -o alguna incauta- nos pregunta que qué tal, que a ver si les recomendamos una película que hayamos visto últimamente…
 
    Sobre mi próxima víctima caerá la vanagloria, la alabanza, la crítica entusiasta y detallada de Los hermanos Sisters, que es un juego de palabras, sí, pero también un western simperdoniano de matones con conciencia que sólo quieren volver a casa con su mamá. Un clásico instantáneo.



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Malena Pichot: estupidez compleja

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Antes de que dé comienzo el monólogo de Malena Pichot -supongo que para hacer la gracia y enfervorizar a su grey- un camarero se acerca para decirle que si va a hablar de feminismo él también quiere opinar:

-          ¿O acaso no puedo opinar porque soy hombre?

A lo que ella, silenciosa, responde sacando una lupara y apuntándole al pecho, como insinuándole que ni se le ocurra: que éste es su escenario, y lo de ahí abajo su potorro.

Me parece bien. Si no estás de acuerdo con el espectáculo, a callar. Como cuando toca ir a misa porque se murió un familiar, o hay que ver el telediario de Antena 3 porque visitas a tu madre. Ajo y agua. No es cuestión de decirle al cura que deje de predicar, o de pedirle a tu madre que cambie de canal y ponga al tío Wyoming con la esperanza de que Sandra Sabatés no se haya ido aún de vacaciones. El sacerdote y tu madre están en su casa, y tú, visitante ocasional, te jodes como Herodes (Malena, que conste, dice cosas peores). Y además, qué coño: ella tiene razón en casi todo. Casi...

“My kingdom, my rules”, como dijo un rey de Inglaterra, y el kingdom de Malena es su escenario y su micrófono. Ella es la reina de la función y toca escucharla. Cuando estás de acuerdo, pues sonríes y aplaudes; y cuando se te ocurre una objeción, pues sonríes menos o aplaudes menos fuerte. Lo fundamental es ser educado. En esto como en todo.

Dicho esto, hoy lo consecuente sería no escribir nada. Autoconcederme unas vacaciones. No voy a ser mejor o peor escritor por dejar sin firmar una gacetilla. Pero un prurito mental, y otro dactilar, estimulados por el café, me dejan el ánimo un poco inquieto. Mientras veía el monólogo se me ocurrían... matizaciones. Nada fundamental. No creo que sean “estupideces complejas”. En lo gordo estoy completamente de acuerdo; en lo flaco... En fin. ¿Pero quién se atreve, después de la lupara? Yo no, desde luego. Sólo diré que me he reído mucho. Esta mujer tiene eso que llaman “vis cómica”. Un don. Y además, los hombres, grosso modo, somos “ansí”, como ella nos retrata. Más simples que un pirulí, o que una pija. ¿Se puede ser más simple que la propia pija? A veces sí.




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Los peores años de nuestra vida

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“Los peores años de nuestra vida” es una película ambigua. Quiere ser una comedia romántica pero se contradice en la moraleja. Las comedias románticas, cuando son de verdad, se extienden como un campo de sueños para los espectadores y las espectadoras. Son un mensaje de esperanza para la humanidad. En ellas se dice que no hace falta ser un pibón para conquistar al hombre o a la mujer de tus sueños. Que a veces basta con mostrar seguridad en uno mismo, con redactar versos conmovedores, con tener eso que a falta de mejor palabra vamos a llamar halo, o magnetismo, o un “no sé qué”. Todos hemos conocido parejas de belleza asimétrica que se explican por un intangible, por una indefinición del atractivo. 


“Pretty Woman”, por cierto, no es una comedia romántica, sino la compra obscena de una voluntad. Una re-prostitución.

Al final de “Los peores años de nuestra vida” el guapo se va con la guapísima, y eso contradice el discurso precedente. Un guion fallido, o un guion juguetón. Parece un final feliz, pero es un final deprimente. Si la ves de muy joven -como la vi yo- puede herirte la autoestima. Te explica que no basta con ser escritor, con hacerlas reír, con ser atento y generoso (si uno fuera tal). Que al final, ellas, como ellos, prefieren la belleza exterior antes que indagar en las profundidades del alma. Que quizá ni siquiera existen esas profundidades, y todo es un cuento chino redactado en Mediocristán. Don Friedrich, en tal caso, aplaudiría con el bigote.  

Luego, con los años, lo vas superando y comprendes que no todo es tan asquerosamente superficial. Que las comedias románticas tenían algo de razón en su mensaje tan optimista. Que mostraban casos reales: caminos paralelos que se cruzan, y miradas perdidas que entrechocan.

La gran broma de esta película, vista con el tiempo, es que la actriz guapísima y el guionista intelectual -el trasunto de Gabino Diego-  eran pareja gozosa en la vida real. Lo que a este lado de las pantallas era una afirmación del milagro, dentro de la película era su negación. Una broma, ya digo.




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Las ilusiones perdidas

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Ahora que estoy en el tiempo renovado de las ilusiones -cincuentonas, pero muy sanas- se me hacía un tanto extraño, y un tanto irónico, ver una película titulada “Las ilusiones perdidas”. Como si mi inconsciente, prevenido de catástrofes anteriores, hubiera buscado una parábola moral que me preparara para el revés de la fortuna. Endilgarme, con la excusa de los premios internacionales, y de los aplausos de la crítica, una película francesa en forma de tirita, de venda con esparadrapo, antes de que se produzca la herida y yo me desangre con los chorros. La historia de Lucien Chardon como recuerdo de que la fortuna es caprichosa, y las personas incorregibles.

Temí, por un momento, mientras me entregaba al gozo cinéfilo, que mi inconsciente estuviera rebajando mis ilusiones con algo de agua para que la borrachera – o el achispamiento- no se me suba a las meninges. Y así preservar, al menos, esa frontera última de la razón. No sería la primera vez que mi inconsciente -que a veces es un cabronazo, pero a veces es un samaritano que cuida de mi felicidad- me hace encontrar una película que yo ni siquiera estaba buscando, y que me hace ver la verdad que los ojos me denegaban, por estar ciego yo, o por estar confusas las circunstancias. En tales lances, el inconsciente -por eso es inconsciente- maquina sin que yo me dé cuenta de su arácnido tejer.

Pero esta vez no hay caso: puedo asegurarles, mesdames et messieurs, que sólo era cinefilia, pura y simple cinefilia, desprovista de filo y de maldad, la que me llevó a ver “Las ilusiones perdidas” y me hizo salir indemne de su tránsito. Mientras las ilusiones del pobre Lucien se ahogaban en el Sena o se disipaban entre sollozos, las mías, protegidas por una mantita, dormían calentitas y despreocupadas mientras yo asistía a esta película impecable, casi perfecta, donde es difícil colocar un pero o buscarles tres pies a los gatos de París.





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No somos nada

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Tampoco vamos a engañarnos: la música de “La Polla Records” es ratonera, y las letras, indescifrables en su fonética. Se agradecen mucho los subtítulos que han puesto para cofóticos cincuentones... ¡Pero qué letras, ay! La subversión sigue en pie y con más motivos todavía. Ayer, entre bromas, le dije a T. que después de ver a Evaristo y s su pandilla cogería al perrete y me iría por las calles de León a quemar contenedores, o a romper cristales oficiales, enardecido por la furia revolucionaria. Había un libro cojonudo que se titulaba “El año que tampoco hicimos la revolución”, y ya va siendo hora de conculcar su enunciado puñetero.

Las letras de “La Polla” no dicen nada que no sepamos, pero conviene recordarlo. Además son letras de manual, simples y didácticas, que llaman al pan pan y al vino vino. Y a los ladrones, ladrones. No las adorna precisamente la poesía o la retórica. Evaristo escribió siempre como un alumno aplicado de EGB: muy serio, pero muy poco imaginativo. Pero nos da igual: lo simple, en la revolución, será dos veces bueno, y dos veces útil. La obrerada que tomará las calles y asaltará el Palacio de Invierno no lo hará recitando extractos de “El Capital”, sino versos de La Polla, que son eso, la polla... “Estoy harto de tanto cabrón”, y cosas así, de resonancia muy poco floral, más bien de ladrillo arrojadizo.

Y sin embargo, de adolescentes, en la provincia incomunicada de León, nosotros pensábamos que “La Polla Records” cantaba canciones pornoeróticas, y no llamadas a la toma de conciencia y a la movida anarcosindical. Algunos, los más idiotas, llegamos a creer que eran ellos los que susurraban “Lo estás haciendo muy bien...”, hasta que alguien nos daba una colleja para recordarnos que no, burro, que eso es de “Semen Up”, si el mismo nombre del grupo lo dice... Se nos liaba el semen con la polla, en la tontería de las hormonas. Vivíamos en la inopia, y además nos encazurraban Los 40 Principales, que -ahora me doy cuenta- no es más que un plan gubernamental para que determinada música jamás llegue a nuestras entendederas, y a nuestros corazones. 





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Quién lo impide

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El docudrama de Jonás Trueba quiere mostrarnos cómo son los jóvenes de ahora: qué les motiva, con qué sueñan, cómo se relacionan entre sí. Qué coligen del mundo despiadado que les aguarda tras acabar su formación. Pero después de tres horas y pico de metraje, la conclusión es que la juventud de ahora no parece muy distinta de la juventud de entonces. Y es lo normal: treinta y cinco años no dan para que el homo sapiens evolucione gran cosa. Las mutaciones producidas en este suspiro geológico no pueden conformar un nuevo cerebro, un nuevo modelo de comportamiento.

A estos chavales de “Quién lo impide” les mueven nuestros mismos ideales. Pero tampoco es nada meritorio: hay que ser muy hijodeputa para tener quince años y ya estar pensando en cómo explotar a tus empleados de la fábrica o de la cafetería. Soñar con plusvalías que paguen el chalet en la playa y el Rolex en la muñeca. Los hay -de hecho, yo los tuve de compañeros- pero son muy pocos. Luego, con el tiempo, ya son legión...

La chavalada moderna se reparte los papeles igual que hacíamos nosotros: está el ligón, la atrevida, la guapa, el tontorrón, el cachondo, la mosquita muerta... Nada ha cambiado. También se ríen de las mismas cosas: de un pedo, de un tontolaba, de un profesor que les cae bastante mal. Si acaso, son más precoces en lo sexual porque viven en la época del Pornhub al alcance de un clic, mientras que nosotros vivíamos en la época de la revista Lib al alcance de unos pocos privilegiados. Pero tampoco creo que eso garantice una edad más temprana de iniciación, o que el sexo se haya vuelto más universal y democrático. Desde los tiempos de los adolescentes hititas, e incluso antes, follar siempre follan los mismos, y los demás se limitan a imaginar.

La única diferencia que sí veo es que nosotros, de jóvenes, hablábamos mucho mejor. Teníamos un vocabulario más extenso y exponíamos mejor las ideas. Quizá es porque nos exigían mucho en el Área de Lenguaje. Estos chavalines de ahora son hijos de la LOGSE, o de la LOMCE, o de la madre que las parió. Se expresan con el culo trasplantado en la boca. Es una pena. Pero tampoco es culpa suya. Es el mercado, amigos.



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