Mad Max. Salvajes de autopista

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Apostaría mil dólares australianos a que esos salvajes de la autopista que le arruinaron la vida a Max Gibson pertenecen a la fundación FAES o a su prima hermana de Melbourne. O a que, por lo menos, simpatizan con ella y acuden a votar cada domingo electoral con sus motos, haciendo brum-brum con los tubos de escape desatados.

 ¿Les suena de algo esta salvajada dialéctica?:

"A mí no me gusta que me digan: no puede ir usted a más de tanta velocidad”.

¿O esta otra?

"Las copas de vino que yo tengo o no tengo que beber déjame que las beba tranquilamente”.

Pues no las dijo Toecutter, el líder psicópata de los moteros australianos, sino José María Aznar, el líder sociópata de los populares españoles. Los moteros de Mad Max iban más bien enfarlopados, o mareados por la gasolina; José Mari, en cambio, como en su día Miguel Ángel -el ventrílocuo de Isabel Natividad- iba más bien alcoholizado. Con buen vino de la tierra, eso sí, porque son gente de posibles y no se maman como los pobres, tirando de garrafón y del alcohol de Mercadona. Es una lástima, ay, que los sopladores de la Guardia Civil, seguramente fabricados en Venezuela, no distingan el alcohol proveniente de un Vega Sicilia de otro que se compró en una oferta 3x2 del supermercado.

Si Toecutter es un delincuente, estos otros pajaruelos también. No veo la diferencia entre conducir drogado por una carretera australiana y conducir alcoholizado por una autopista castellana. Es verdad que el desierto australiano es un páramo de la hostia donde no crece ni el cereal, pero a cambio hay fauna extraña y unos cactus que salpican el paisaje. Eso sí: los salvajes de Mad Max, incluso cuando van en alocada persecución, conducen siempre por la izquierda. No dejan de ser nietos de británicos. Si en la Piel de Toro, a los fascistas, les obligaran a conducir por la izquierda y no por la derecha como Dios manda, habría hostias frontales todos los días a las seis de la mañana. 




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La fiebre

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A mí, como a todos los hombres, hay mujeres que me gustan y mujeres que me ponen. Son conceptos diferentes. Las que me gustan nos gustan a todos. Pertenecen a la belleza canónica que procede de los genes y determina las simetrías y los contornos. Ellas son las modelos de Victoria’s Secret, las actrices de relumbrón, las dependientas que amenazan con perfumarte en la primera planta de El Corte Inglés... Decir que están buenas (con perdón) o que son guapas es una redundancia lamentable. Por eso están ahí y no tu vecina de enfrente. 

Sin embargo, las mujeres que me ponen, que nos ponen, ya son otro cantar. A veces pertenecen a la belleza normativa y a veces no. Aquí el gusto es más subjetivo. Ana Girardot, por ejemplo, me pone cantidad. Me sulibeya. Es guapa pero no goza del consenso general. A mi amigo no le dice demasiado, y a mi hijo -que me pescó el otro día viendo la serie entre penumbras- tampoco le altera los biorritmos. Ana Girardot, por fortuna, es mía y sólo mía. Cada vez que parece en “La fiebre” a mí también me entra la calentura. Y el calentón. Siento un temblor sísmico en los cimientos. 

(Acabo de descubrir que en Movistar + dan otra película suya en la que hace de prostituta de postín. La crítica dice que es una mierda, pero yo no voy a resistirme). 

Mi problema mayúsculo, la disonancia cognitiva, es que Ana Girardot en “La fiebre” hace de hija de puta redomada. Es la nazi de la función. La periodista de ultraderecha dispuesta a llevar a Francia a la guerra civil enfrentando a hombres con mujeres y a nativos con inmigrantes. Es una tipa peligrosa. Con ella yo no podría estar más de quince días en las islas Seychelles, de vacaciones eróticas, sin intercambiar apenas palabra para no romper la convivencia.  

Su rival en la pelea política, en cambio, ya no me pone tanto, pero es un encanto de mujer. Es algo feúcha, pero es inteligente, lista, resabiada... De izquierdas como Dios manda. Comparte mi pesimismo fundamental sobre la gente. Con ella yo no me iría a las Seychelles, pero sí a compartir apartamento. Hablar con ella tiene que ser una experiencia y un desafío. Si el roce hace el cariño, el cariño también hace el roce. Todo llegaría.





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Marisol, llámame Pepa

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De chaval yo veía las películas de Marisol que daban por la tele y me parecía inconcebible que esa niña fuera la misma mujer que en las revistas de la peluquería lucía una belleza turbadora y levantaba el puño para solidarizarse con los obreros. Yo... la amaba. Al principio con ternura y luego ya con una lascivia incontenible. 

Marisol era una mujer singular, una belleza escandinava que ejercía de comunista malagueña. Y además, cuando hablaba, temblaba el misterio. Marisol era la mujer perfecta. La cuadratura del círculo. Viendo el documental pienso que hubiera sido la madre ideal para mis hijos si los calendarios hubiesen colaborado un poquitín. Y mi fenotipo, claro.

Así fue, en efecto, la belleza de Marisol cuando salió del capullo y cambió los capullos franquistas por los capullos democráticos: una verdad fenotípica que no admite discusión. Hasta mi amigo -ese desnortado con más dioptrías que Mr. Magoo- está de acuerdo conmigo. Quede como testimonio la famosa portada de Marisol en la revista Interviú, que hoy en día se vende a 100 euros por internet y que en el documental se nos hurta por aquello de la lucha feminista y de que todos los hombres somos unos cerdos deleznables. Ay.

Del último amor de su vida no se dice nada en el documental, pero del resto de hombres sí se habla largo y tendido. Y no hay quien se salve. Por eso decía yo lo de los capullos... Incluso con Antonio Gades la cosa terminó como el rosario de la Aurora. Los fuckers comunistas, como los otros, nunca paran de nadar. Son tiburones sexuales que no pueden detenerse. Y es una pena, porque Antonio y Marisol hacían la pareja perfecta: un íbero de raza y una princesa de Estocolmo. Sigrid y el Capitán Trueno. 

Yo les recuerdo con cariño porque fueron los iconos del comunismo español una vez que Víctor Manuel y Ana Belén replegaron velas y se fueron a navegar por aguas más calmadas. En mi casa, al menos, Antonio y Marisol eran aplaudidos en cada comparecencia provocadora por la tele. ¡Abajo el capital! De ahí -y no de aquellas películas ridículas con valores casposos- me viene la nostalgia de unos tiempos que casi no viví.





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Priscilla

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Hay hombres a los que simplemente no se les puede decir que no. El príncipe Felipe, por ejemplo, cuando se le puso en sus reales cojones que quería tirarse a la chica del telediario. 

(¿Y si el Palacio de la Zarzuela fuera para Leticia Ortiz como Graceland para Priscilla Presley? ¿Una jaula de oro, una cárcel de lujo, un campo de concentración con lacayos y perretes? No sé, no creo: yo a la asturiana la veo encantada de la vida, cada día más buenorra -dada su edad- y más arpía en sus desprecios al populacho. Un proyecto muy viable de María Antonieta, ahora que estábamos hablando de películas de Sofía Coppola).

En esa categoría de hombres que no conocen un no por respuesta también viven los príncipes de Gales de cualquier época, y Brad Pitt, y Don Draper, y un conocido mío de La Pedanía que donde pone el ojo pone la bala porque todos los objetivos se acercan lo suficiente para que el cabronazo nunca se equivoque. Hay tipos con suerte... Y por supuesto, allá por los años 50 y 60, estaba Elvis Presley meneando sus caderas. Quizá hemos perdido la perspectiva de lo que significó Elvis para el éxtasis sexual de las mujeres y de los hombres que le deseaban en secreto. Es como si ahora un cantante guapísimo y molón se meneara la polla ante la audiencia televisiva, con mucho flow y mucho sentimiento. Las caderas de Elvis fueron porno duro y venganza del diablo. No me extraña que los curas le persiguieran y le excomulgaran, aunque algunos se pajearan frente a la tele con la mente dividida: Jesucristo sobre el hombro derecho y Belcebú engominado en el izquierdo.

Priscilla conoció a Elvis cuando ella tenía 14 años y él ya era el ídolo veinteañero de la nenas de Norteamérica. La tentación de ser La Elegida, The Chosen One, descendió sobre su cabecita adolescente como aquellas llamas de Pentecostés sobre los apóstoles. Para ser justos, la madurez que entonces no tenía tampoco la hubiera alejado de la tentación. Todas hubiesen hecho lo mismo. Priscilla tuvo la mala suerte de salir chamuscada de la experiencia. Otras aguantaron incluso menos a sus príncipes convertidos en ranas. Otras aguantaron más y algunas llegaron incluso hasta el final. Depende mucho de la suerte, y del carácter. Y de los millones.





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La estrella azul

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Para ser guitarrero y no guitarrista, Mauricio Aznar cruzó el oceáno Atlántico para beber en las fuentes de Atahualpa Yupanqui. Mauricio se ganaba la vida como rockabilly pero tenía alma de poeta. Con el tupé ligaba la hostia y se metía droga a mogollón: la noche loca de Zaragoza. Pero la voz de su interior no le dejaba dormir por las noches. La voz interior es como un vecino con las ventanas abiertas en el verano: te grita, te pone de los nervios y al final no siempre dice lo más sensato del repertorio.

A Mauricio, por ejemplo, su voz interior le decía que el arte tenía que ser lo primero y que lo otro -las titis y la fama- tendrían que venir por añadidura o ser sacrificadas en el empeño. Mauricio, por supuesto, era un inocente, otro engañado por la publicidad, pero nos conmueve en su búsqueda y nos gana los corazones.

Allá en la Argentina Profunda, Mauricio encontró finalmente el secreto para acariciar la guitarra: el ritmo y el duende. Comulgó con el espíritu de Atahualpa Yupanqui gracias a un guitarrero que ejerció sobre él una bendita influencia, un poco a lo profesor Keating y otro poco a lo maestro Miyagi. A Mauricio también le ayudó mucho que durante esas semanas no tocara la droga que finalmente le mató a su regreso a Zaragoza.

Allá donde Jesús perdió el mechero en sus predicaciones por Argentina, Mauricio mató dos pájaros de un tiro y a punto estuvo de cargarse a tres. Porque si me hubiera hecho caso, si hubiera escuchado los gritos que yo le daba treinta años después al actor que le encarnaba, se hubiera traído a la Península a esa india que vive fascinada por su presencia. La chica es guapa, pero sin demasiadas pretensiones, musiquera, y le tira los tejos con un descaro que ya no sé si es actitud personal de la chavala o una cosa cultural del Quinto Pino.

Una pena que Mauricio no quisiera o no pudiera reconocerla. Igual que hay mujeres que te condenan, otras pueden salvarte del batacazo. Las hay que chocan de frente contra el meteorito que iba a aplastarte y salen indemnes de su heroísmo. La india hubiera sido una buena candidata para evitar el armageddon.



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Rabos: El musical

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Tirar de humor fino está bien de vez en cuando. Sirve para fingirse inteligente y para hacer reír a las mujeres. Bueno: a algunas... ¿Pero qué es, de todos modos, el humor inteligente? ¿El que nos hace parecer muy listos a nosotros y muy tontos a los demás? ¿El que nosotros entendemos y ellos no? Nos puede la soberbia. Siguiendo esa definición, un chiste de Groucho Marx soltado en el bar de La Pedanía me haría quedar como el más listo de los parroquianos; sin embargo, un chiste autóctono sobre el ciclo biológico de las lechugas me haría quedar como un ignorante marsupial. Cada uno está a lo suyo y nadie es más que nadie. El día que cierren los supermercados y haya que labrarse la tierra me comeré los DVDs con salsa barbacoa.

En mi caso, el humor inteligente es la ropa fina, el afeitado, la colonia de Hugo Boss... El disfraz de las noches interesantes. Pero en el día a día laboral a mí lo que me va es el humor zafio, el vulgar, el más guarrindongo del repertorio. ¿Dios es gay y además tiene pluma? ¿Dos hermanos gemelos se quieren tanto que se la clavan hasta el duodeno? Cosas peores hemos visto y oído... “Rabos: El musical”, en nuestros tímpanos curtidos, suena tan ofensiva como la I Carta de San Pablo a los Corintios. Donde los temerosos de Dios se ponen tapones de cera y las maestras de Primaria se escandalizan por el mundo legado a nuestros hijos, nosotros, los veteranos de la cerdada, los excombatientes de “El Jueves” que ya lucimos arrugas y cicatrices, nos reímos como gansos y nos rascamos la barriga satisfechos.

El problema de la película no es que sea transgresora, que a mí plim: el problema es que es muy mala. La idea es genial, pero el desarrollo es infumable. No daba ni para un cortometraje. Hay números musicales que te llevan y otros muchos que te abandonan. En realidad no pensaba verla, pero he visto que la dirigía Larry Charles y yo me debo a los amigos. Alguien que dirigió las peores intenciones de Sacha Baron Cohen y los mejores episodios de “Larry David” bien merecía este ratito robado a la enésima etapa llana de la Vuelta a España. 





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Eric

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Mientras veo “Eric” siento que una mano metida en el culo me manipula los intestinos. A esto se le conoce, en los círculos cinéfilos, como el “mal de Rockefeller”. Ya que Benedict Cumberbatch interpreta a un trasunto de Jim Henson- que no de José Luis Moreno- me viene de perillas la referencia. 

Quiero decir que viendo “Eric” no siento emociones por mí mismo: me las mangonean. Cuando no me aburro como una ostra -hay bastantes ratos así- puedo llegar a sentir asco, piedad, ansiedad..., pero es todo de garrafón, de segundas y terceras calidades. Yo sé que es esa mano la que pulsa las teclas adecuadas. La siento hurgar en mis entrañas y luego escucho el clic de las pulsaciones. En Eric es todo tan... falso. Tan prediseñado y comercial. Es el famoso algoritmo de Netflix. 

Me acordé mucho de Nanni Moretti en su última película, “El sol del futuro”, cuando acudía a las oficinas de Netflix en Italia para vender un proyecto y le exigían acomodarse al algoritmo milagroso: un giro de guion cada diez minutos, nada de desnudos, música estruendosa, un caso policial, una mujer maltratada, un abuso infantil, un homosexual orgulloso, varias mujeres empoderadas y unos cuantos hombres que descubren sus sentimientos. Y una causa bonita como telón de fondo: algo relacionado con el medio ambiente o con la igualdad, o con la sempiterna lucha contra los poderosos. Es todo de un cinismo abrumador. Ya no recuerdo la perorata exacta que le soltaban al pobre Moretti, pero él tampoco les dejó mucho tiempo para explayarse antes de salir pitando por las escaleras. 

Toda ficción es, por definición, una mano metida en el culo. Pagas -cuando pagas- para que te encuentren el punto de G de las emociones. Pero hay manos y manos. Las manos delicadas no fuerzan los sentimientos: los invitan a salir. Los seducen y los halagan. De pronto te sientes a gusto en el sofá y sabes que te están engañando un buen puñado de profesionales. Las manos de “Eric”, en cambio, son torpes y sobonas. Se creen la pera limonera porque han triunfado en muchos hogares testeados, pero se les nota el truco y la impaciencia. A mí me molestan o me hacen daño.




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La reina Cristina de Suecia

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Si hacemos caso de lo que se cuenta en la película, la reina Cristina de Suecia no abdicó por ser pillada en un escándalo financiero o por cazar osos polares en los hielos de Gotemburgo -como le hubiera pasado a una reina de los borbones- sino por culpa de un éxtasis sexual que la hacía levitar por encima del populacho. Aún más, sí.

En la película, la reina Cristina cae enamorada hasta las gelideces del embajador de los reinos de España, don Antonio Pimentel de Prado, de los Pimentel y los Prado de toda la vida. Un amor imposible y muy poco grato para el dios de los protestantes, dado que nuestro embajador era tan devoto de la comunión diaria como de usar la picha brava al estilo de los toreros. Don Antonio fue todo un “spanish caballero” que tres siglos antes de Alfredo Landa ya cumplió el sueño de ser correspondido en la cama por una sueca, aunque fuera en la mismísima Suecia, y no en la playa, y con ella forrada de armiños para sobrellevar el duro invierno de los escandinavos. 

(Pimentel fue enviado a Estocolmo para hacer de celestino entre la reina Cristina y nuestro rey Pasmado, y un diablillo interior se descojona en mi interior cuando Greta Garbo se ríe a mandíbula batiente -y qué carcajada tan bonita, la de la Garbo- al contemplar el retrato de Felipe IV pintado por Velázquez, que era su perfil de Tinder de la época, de fina pincelada pero para nada digital).

Sin embargo, la realidad que cuentan fríamente las enciclopedias es que Cristina de Suecia dejó su trono por culpa de otro éxtasis menos honroso para su figura: el religioso. Hija de Gustavo II Adolfo -el gran azote de los católicos en las guerras de religión- Cristina fue mal influenciada por algún obispo intrigante y encontró en la hostia dominical el alimento seguro para garantizarse el Cielo de los Justos. Hay gente para todo... 

Y si es verdad que la realidad supera a la ficción, yo, en este caso, porque soy un romántico incurable, prefiero la ficción a la realidad. E incluso propongo que fueron aquellos polvos de Cristina con nuestro embajador los que insuflaron el valor necesario para librarse de la corona y crear un bonito precedente que solo los reyes mangantes han hecho ley y tradición.





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