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Dos tontos muy tontos
Algo pasa con Mary
Green Book
Life's too short
La juventud
Muy lejos
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Mi problema para irme lejos, muy lejos, a ganarme la vida donde no alcancen los sirocos africanos, siempre ha sido mi escasa competencia curricular. Porque no sé escribir, ni dibujar, ni diseñar edificios con un ordenador. El teletrabajo sería mi única salvación en el extranjero y yo no tengo nada que ofrecerle al teletrabajo.
No me he ido de aquí porque carezco de talentos, no porque ame a mi patria o me sienta identificado con mis vecinos. La cigüeña que me trajo iba camino de Utrecht, o de Estocolmo, y me dejó caer en León porque un señorito la estaba acosando con su escopeta. Yo iba para sueco, sí, o al menos para holandés, y me quedé en africano del norte, o en europeo del sur, que es un natalicio muy digno pero no va acorde con mi personalidad. Existen los hombres que se sienten mujeres, las mujeres que se sienten hombres y los españoles que se sienten nórdicos, de Francia para arriba. La ley debería reconocernos también. De aquel destino truncado sólo me ha quedado el 1’85 de estatura y la costumbre de moverme en bicicleta por La Pedanía.
Del mismo modo que Boris Grushenko sólo podría ser prisionero en una guerra, yo sólo podría ser lo que soy en la selva capitalista: un funcionario del Estado, y además un funcionario español, con todos los vicios adquiridos. Fuera de ahí no saldría desenvolverme y acabaría pidiendo monedas bajo un puente. Lo que cuenta ahí afuera, en el mundo no funcionarial, es la viveza, la calle, el instinto de supervivencia, y yo, puesto a competir con los demás, duraría menos que un conejito saltando por la sabana.
Para irme lejos, muy lejos, yo también tendría que manejarme con el inglés. Qué menos que el inglés... Pero es inútil. Llevo cuarenta años viendo las películas en versión original y no se me ha quedado nada en la mollera. Cuando viajo por Europa, los europeos, atentísimos, me hablan un inglés macarrónico para que yo pueda entenderles, pero yo sólo acierto a decirles: “Slowly, please, slowly...”. Y da igual. Es como si me faltara el hueso martillo, que es el hammer, o el área de Broca, o la de Wernicke.
Los aitas
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En las películas está de moda reírse de nosotros. De los hombres, digo. Pero es mejor esto que lo otro: tratarnos como violadores en acto o en potencia. Pam dixit y las cineastas más desatadas enarbolaron la bandera.
Borja Cobeaga también se ha subido al tren de la bruja para atizarnos con su escoba. Ahora mismo es lo que vende y hay que alimentar a las familias. Sobre todo si te presta apoyo financiero Movistar +, que es esa plataforma esquizofrénica a la que yo vivo abonado desde tiempos inmemoriales: por un lado miman al hombre con su oferta de fútbol y por otro lado le ponen a parir -precisamente por ver fútbol- en las series más vistas por las mujeres. Es lo que mi abuela llamaba estar con Dios y con el Diablo.
Cobeaga, al menos, nos atiza un poco de mentira, un poco en plan cachete admonitorio, y no como aquellas brujas de la feria de León que te daban unas hostias de campeonato. El truco de “Los aitas” -el recurso que la convierte en una comedia amable de hombres inútiles pero con buen corazón - consiste en retrotraer nuestra inutilidad y nuestra escasa competencia emocional al año del Señor de 1989. Es decir: recordar la charca primordial de la que venimos.
En el año 2025 estos hombres de "Los aitas" estarían perseguidos por la ley, pero en 1989 eran el pan nuestro de cada día: viejas masculinidades que nunca bajaban la tapa del váter, no sabían preparar un bocadillo, jamás veían una competición de gimnasia rítmica y pensaban que si su hijo no jugaba al fútbol es que les había salido maricón perdido. Hombres que hablaban mal de las mujeres que bebían alcohol cuando ellos mismos se pasaban media vida en la tasca y la otra media planeando cómo llegar hasta ella.
De esos hombres venimos y está bien que lo recordemos así, de un modo crítico, pero benigno, porque así eran muchos de nuestros padres y la mayoría no hemos salido traumatizados ni nada que se le parezca.
Cuando cae el otoño
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El final de la vida, digo yo, si nos ponemos poéticos, se producirá en el invierno, y no en el transcurso del otoño. Es como si los poetas vivieran con un calendario de solo nueve meses. Una vida nuevemesina.
En sus versos se comen casi todo lo mejor. ¿Qué hay de las nieves, del frío reconfortante, del vaho juguetón saliendo por nuestras bocas? Cuando llega el otoño aún quedan tres meses antes de palmarla. Y quizá sean los más sabios y placenteros. Pero ellos, los poetas, no sé por qué, insisten en que el otoño es la estación última de nuestro viaje, y se ponen muy pesaditos con la caída de las hojas y las noches que se extienden: las ciento y una metáforas sobre la decadencia. En realidad, una tosca poesía sobre la pitopausia y la pérdida del deseo.
Yo, en cambio, asocio el otoño al renacimiento de la vida. Con el otoño se acaba el calor y empieza el fútbol en la tele. Dos hitos celebrados con champán. Vuelven las viejas rutinas y hay uvas y peras por los caminos. El otoño es jovial y fecundo. El otoño es lluvia y mantita. Es la muerte del mosquito y el silencio del chumba-chumba. Es el sofá orejero al lado de la ventana cerrada y empañada. El verano, sin embargo, es la muerte y la molicie, la agresión continua de la naturaleza. El verano es un sacacuartos pernicioso inventado por los hosteleros. Y el verano de la vida un poco igual: un engaño masivo. Una juventud exprimida y desperdiciada.
Digo todo esto porque ahora mismo estoy viviendo el otoño de la edad y aún me encuentro fuerte y entusiasta. Hay caídas, sí, y recaídas, pero si tengo suerte aún quedan años para llegar a la edad provecta de estas abuelas de la película. Y qué abuelas, además, sanotas y joviales. Es lo que tiene vivir en esas casas de campo de los franceses, siempre apartadas del ruido y de la gente, con su huerta y su piedra, su bosque y su arroyo... Son las mismas casas que sacaba Eric Rohmer en sus películas de burgueses, pero aquí parece que se las regalan a cualquiera que se jubile y haya cotizado lo suficiente. Un poco como hacían los romanos con los legionarios retirados.