Mr. Holmes

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Desde que rodara Dioses y monstruos, aquella hermosa película que abordaba la decadencia de James Whale, Bill Condon andaba muy perdido en los sótanos de Hollywood, rodando películas de tres al cuarto, y sagas crepusculares, que ni a dos cuartos llegaron. Harto, quizá, de que lo tratáramos por un director de chichinabo, de esos que filman cualquier cosa con tal de llegar a fin de mes, Bill Condon ha vuelto a confiar en Ian McKellen para hacer una película seria, respetable, una que por fin hemos apuntado en nuestras agendas de cinéfilos voraces. Y quizá muy exquisitos, y pedantes.


            En Mr. Holmes, Ian McKellen, que es ese actor soberbio a quien los palomiteros sólo conocen disfrazado de Gandalf,  interpreta a un Sherlock Holmes ya muy entrado en años, viudo de Mr. Watson, retirado de sus pesquisas en un pueblecito apartado de la costa. Ahora se dedica a la apicultura, al paseo por los acantilados, y sobre todo, a la lucha contra su propia memoria, que hace aguas como una presa de mil agujeros. Enfermo de alzhéimer, y de melancolía, el señor Holmes no quiere irse de este mundo sin dejar escrita su última aventura, el caso fallido que veinte años atrás lo sumió en la depresión, y lo empujó a dedicarse a la vida contemplativa. 

    Pero sus historias, no lo olvidemos, las escribía Mr. Watson, y entre la torpeza de la pluma y la viscosidad del recuerdo, el viejo Sherlock enreda nombres y rostros, sucesos y fantasías.  Desesperado, viajará a la Hiroshima postnuclear para buscar el fresno espinoso, un árbol rarísimo del que dicen que obra milagros en las memorias, destilado en jalea. Así alimentado, y fortalecido, el anciano Sherlock se enfrentará cada noche a la angustia del folio en blanco, y de la memoria en negro, como le viene sucediendo a este blog en los últimos tiempos, que cada vez necesita más esfuerzo y rezuma menos inspiración. Una tortura, más que un regocijo, que ya sólo sirve para matar las horas y ocupar la mente en otros asuntos.  Escribir para uno mismo, se diga lo que se diga, siempre es desolador. 



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Misión Imposible III

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Misión imposible III, con sus amores ñoños y sus hostias como panes, ha sido la única ficción que he podido ver el fin de semana. La película es, para decirlo suavemente, tan entretenida como cuestionable. Tan tonta como resultona. Pero gracias a él, a Tom Cruise, que es como un terapeuta familiar en esta casa, el retoño ha vuelto a comparecer en el sofá, y eso vale por cien películas vistas en solitario. Juntos nos hemos descojonado con las peripecias de Ethan Hunt, y hemos amado en silencio, cada cual a su modo, uno de viejo verde y otro de adolescente en sazón, la belleza desarmante de Michelle Monaghan.

       Y nada más, ay, en este páramo provisional de las películas. El cine, para quien esto escribe, siempre ha sido una celebración de la alegría, o al menos de la paz del espíritu. Son tiempos oscuros. Perseguido por las sombras, o rodeado de fantasmas, ahora mismo soy incapaz de prestar atención a lo que veo, y desperdicio las horas sin disfrutar de las ficciones, y sin arreglar las realidades. Otros, más afortunados, enchufan el televisor y al instante se desenchufan de sí mismos, para evadirse a otros mundos donde ya no son ellos, sino el cowboy que dispara, o el astronauta que explora mundos. Pero yo, de momento, hasta que no se disipe la fiebre, estoy viajando conmigo mismo, a cualquier lugar donde pretenda fugarme, y en cualquier ficción, por disparatada que sea, vivo esposado a mi yo sempiterno y paliza, que me impide volar, y transustanciarme en un personaje difuminado.
     

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Catastrophe. Temporada 1

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He dado con Catastrophe gracias a un consejo del bendito Pepe Colubi, a quien sigo puntualmente en sus cerdadas (porque me descojono de la risa), y en sus recomendaciones (porque coincido plenamente). Colubi, que en los momentos cómicos interpreta el papel de un macho bonobo, en los asuntos seriéfilos tiene el morro muy fino, y el gusto muy educado. Que los dioses le guarden muchos años.

     Los protagonistas de Catastrophe son un ejecutivo americano, él, y una maestra británica, ella, que en principio sólo habían quedado para follar, y para charlar de banalidades en los remansos, pero que se ven sorprendidos por la "catástrofe" en forma de embarazo. Y era este contratiempo, tan manido y estereotipado, el que encendía la mecha de una comedia que, en verdad, me daba pereza abordar. Porque en este subgénero de los padres primerizos, los hombres siempre quedamos ridiculizados, como medio bobos, o medio autistas, y las mujeres se lo pasan pipa desovariándose en sus sofás, dándose la razón a sí mismas, o por teléfono. Y tienen razón, las muy jodías, porque los hombres no hemos nacido para tener hijos, sino para procrearlos, y en esas situaciones se nos ven las costuras, y las imposturas, y uno desea esconderse bajo tierra para volver a emerger a los seis o siete años, cuando el chaval ya esté en edad de razonar, y sepa patear los balones de reglamento.

          Pero me lancé, a la piscina de Catastrophe, sólo porque Pepe Colubi ejercía de salvavidas, y ha sido en verdad un chapuzón reconfortante. Sharon Horgan y Rob Delaney son, además de los actores principales, los guionistas del invento, y han alcanzado una entente cordiale en la que alternan los chistes gruesos con las ñoñerías románticas. A veces, en el juego de roles, es él quien se pone romántico y cursilón, y ella quien se enfanga la lengua y suelta las obscenidades. Todo muy cool, muy del siglo XXI, con hombres que ya no rezuman testosterona ni mujeres que se sonrojan por decir polla. La anticomedia romántica, que dicen ahora los entendidos. La serie perfecta para ver en pareja, acurrucaditos en el sofá, sin que nadie suelte el bostezo ni señale a nadie con el dedo. O para ver en soledad, como es mi caso, sólo por el placer de echar unas sonrisas.  



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El rey del juego


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Entre los muchos defectos que tiene este blog hay uno que reconozco imperdonable, y que prometo corregir algún día: la poca presencia del cine clásico, o viejuno, según los gustos del personal. Los cinéfilos de verdad emigran a otros blogs donde el escribano habla de películas anteriores a 1980, que es la fecha primera de mis recuerdos, y también de mis raciocinios. En los primeros fascículos hice incursiones en el cine de Godard, de Bergman, de Alain Resnais incluso, pero la mayoría de las veces salí decepcionado de la experiencia, incómodo conmigo mismo por no saber apreciar, por no poder entender. Y en vez de fingir, como hacen otros, y de lanzarme a la escritura solemne de la obra maestra, me dio por hacer ironía con las películas sagradas. Y ahí morí. Cualquier pretensión de construir un blog para los círculos intelectuales se fue por el retrete en aquellas escrituras, que querían poner humor donde sólo había analfabetismo cinematográfico, y rendición de la inteligencia.


           Mi desencuentro con el cine viejuno viene de los tiempos mozos, de cuando me quedaba roque los lunes por la noche viendo los debates de Qué grande es el cine. José Luis Garci y sus eruditos diseccionaban truños infumables que a mí me dejaban noqueado en el sofá. Me los imagino, por ejemplo, hablando de esta película que hoy he pescado en el TCM, en un esfuerzo titánico por redimirme. El rey del juego no es una película en blanco y negro, pero es de 1965, que casi es lo mismo. Steve McQueen es un as del póker que quiere derrotar al mejor jugador del país, un viejete con el aplomo y la mirada penetrante de Edward G. Robinson. Si cambiáramos la baraja francesa por el taco de billar, casi nos saldría otro El buscavidas, con Paul Newman desafiando al Gordo de Minnesota.

    En El rey del juego también hay amores tortuosos y aromas de fracaso. Un homenaje a los losers del sueño americano, tan impropio en aquella cinematografía de colorines. La película no está mal, con sus actores de tronío y sus doblajes de la época, que me retrotraen a los tiempos felices del Sábado Cine. Pero no es más que eso, una partida de póker estirada en sus prolegómenos, y en su desarrollo. Pero claro: esto lo digo yo, que sólo me fijo en lo accesorio, porque en Qué grande es el cine harían retratos psicológicos, y análisis socioeconómicos, y tesis doctorales sobre las posiciones de cámara, y no dirían ni mu sobre el único recuerdo perdurable que a mí me dejará esta película: la belleza mareante de Ann Margret, a la que dedicaría una florida y tierna poesía de no haber terminado ya con el espacio. 


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Hello Ladies, la película

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Como Hello Ladies, la seriesólo la vimos cuatro frikis repartidos por el mundo, cuatro desnortados de la vida, la HBO decidió cancelarla tras su primera temporada, y le concedió, al bueno de Stephen Merchant, la posibilidad de cerrar las tramas pendientes en una TV movie, que es como el premio de consolación para el tonto de la clase. Una película tragicómica, y divertida, pero un final indigno, en cualquier caso, para una serie memorable.


         En Hello Ladies, la película, Stuart Pritchard sigue siendo el mismo clown que trata de ligar con las supermodelos de Hollywood, y sale trasquilado en cada empeño. Uno se ha reído mucho con sus infortunios románticos, pero a veces, cuando Stuart volvía a casa, y se recalentaba la cena en el microondas, y veía la televisión en el sofá solitario, a uno se le congelaba la sonrisa, porque recordaba, súbitamente, como recién devuelto a la realidad, que uno anda como él desde hace varios meses, solitario y mustio, refugiado del mundo en esta habitación. Uno, además, por esas casualidades de la vida, guarda un cierto parecido físico con el tal Stuart, también alto y con gafas, también torpe y con pinta de lelo. Quiero decir que uno se ha identificado con el personaje, y que riéndose de él se ha reído también de sí mismo. De todas las taras que asolan el cuerpo cuando una mujer atractiva se acerca para preguntar la hora o la dirección del centro comercial. 

Viendo Hello Ladies me he reído de mi lengua, que se traba, de mi ocurrencia, que se atranca, de mi gesto, que no se acomoda. Del puto plexo solar, que tiembla como un pajarillo, y del corazón, que late desbocado, y del cerebro, que se vuelve loco con las conexiones, como una telefonista inútil de los tiempos antiguos. De la neurosis, que a los hombres sin prestancia siempre nos causan las mujeres interesantes. Desde los tiempos del instituto a los tiempos de ahora, sin que ningún aplomo se haya depositado con los años. 






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El año de las luces

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No todo va a ser follar, la canción de Javier Krahe, nos hace mucha gracia a los cuarentones porque hemos aprendido, efectivamente, que en la vida no todo es follar. También hay que comprar calcetines, como decía el maestro, y regar los cuatro tiestos, e intentar cruzar Núñez de Balboa si un día paseas por Madrid. Pero eso explícaselo tú a un chico de quince años: que la vida es algo más que desear a las chicas del instituto, y hacerse pajas en el desengaño de cada día. El chaval, quizá muy parecido a Jorge Sanz, pondrá esa mirada que provoca la pudrición de la médula espinal y te dirá: “¡Amos, anda!”. El chaval sabe que también hay que hacer los deberes, y que bajar la basura al contenedor, y que aguantar a los lerdos de los profesores, pero el monotema sexual, a su tierna edad, ocupa la primera plana del periódico mental, a cuatro columnas, y el resto de la existencia viene relegada en las páginas interiores, con los deportes y las tragedias, y los cotilleos de la tele.


         El año de las luces transcurre en el año II de la Pax Franquista. Alrededor de Manolo, su protagonista adolescente, España es una ruina de escombros y venganzas. Él mismo, enfermo de tuberculosis, ha de abandonar Madrid para ingresar en un preventorio de las montañas. En las cunetas hay gente detenida y fusilada. El fascismo español celebra cada conquista del Führer como una victoria propia contra los rojos. El paisaje es gris, y el suelo huele a cadáver. Han triunfado los malos, los casposos, los más tontos de cada pueblo. Y los curas, claro, como en cualquier encrucijada de este país, cuervos que se ciernen sobre la alegría de vivir. Pero todo esto, a Manolo, se la trae al pairo. Él vive pendiente de las tetas que abultan los trajes, de las pantorrillas escuetas que dejan ver las falangistas con uniforme. Es muy escaso el estímulo, pero muy grande el deseo. Manolo, pobrecico, vive atrapado en el monotema, que es como una melodía que no puede quitarse de la cabeza.
A mí, a su edad, también me importaban muy poco la Perestroika o la reconversión industrial. Yo me apiadaba de los rusos, y de los parados nacionales, pero apenas me detenía a reflexionar sobre la gravísima realidad. Eran muchas, las muchachas, y muy palpitante, la eterna frustración.



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Hello Ladies

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Hello Ladies es una sitcom que sólo vimos el Tato y yo. El Tato, por cierto, era un torero del siglo XIX que jamás faltaba a una feria o a una corrida benéfica. De ahí viene aquello de "no vino ni el Tato", cuando nos referimos a un evento vacío de gente. Pero yo, por supuesto, no me refiero a este Tato, el torturador de toros, sino a otro tipo, contemporáneo mío, que imagino de la misma guisa por las noches, hastiado de la vida, derrumbado en su sofá, viendo las mismas ficciones que yo en una simetría que es al mismo tiempo perturbadora y reconfortante.

       Supongo que fue él, el Tato, el que vio la comedia de Stephen Merchant cuando la pasaron por Canal +, hace dos años. Alguien en la sala de mandos descubrió la verdad de tan magra audiencia y decidió desterrarla para siempre de la parrilla. Ni multidifusiones ni segundas oportunidades. Y ahora que he querido rescatarla para echar unas risas, no la tienen ni en el Yomvi, donde presumen de tenerlo todo. Hello Ladies no está editada en DVD, ni está disponible en los caladeros del pirateo. Es una serie maldita, olvidada, que he tenido que buscar en la lejana web de unos amigos argentinos, gentes de buen gusto que la tenían subtituladita y todo. Una maravilla.

         Hello Ladies cuenta la odisea sexual de Stuart Pritchard, un informático de las Islas Británicas que tiene el valor de hacer lo que yo nunca haré: dejar de amar los hologramas de las actrices guapísimas y plantarse allí, en el ojo del huracán, en el mismísimo Hollywood de las estrellas, a intentar conquistarlas con la carne y el hueso de su body, y no con escrituras románticas al otro lado del océano. Stuart es un tipo longilíneo, gafudo, de movimientos torpes y lengua traicionera. Pero es decidido, valiente, inasequible al desaliento. Da igual: en los momentos supremos del ligoteo siempre tiene un resbalón, un mal apoyo, un comentario en la boca que debería haberse pensado dos veces. Y las chicas de Hollywood, claro está, no le perdonan ni un sólo error. 

    Hello Ladies parece una comedia, y es verdad que te ríes mucho con las trapisondas, pero por debajo de la superficie late un drama de los que hacen mella en el corazón: la distancia insalvable que nos separa de las mujeres hermosas. Un abismo genético, evolutivo, que como decía el personaje de Neal en Freaks and Geeks, “es La Ley”.



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Gosford Park

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Gosford Park es una película que pone a prueba la inteligencia de los espectadores vulgares. Y yo, que soy uno de ellos, confieso que he naufragado en este mar proceloso de los cien personajes que se reúnen en la mansión a tomar el té y cazar la perdiz. Tan ocupado estaba en resolver el puzle de los parentescos putativos y las relaciones extramatrionales, que no he podido admirar los movimientos maestros de la cámara, ni las composiciones pictóricas del plano, que decían los críticos de la época. Donde otros fueron capaces de apreciar la percepción áurea de la toma y la segunda intención de los diálogos, yo, menguadico de entendederas, bastante tengo con recordar los nombres de los personajes, y trazar las líneas imaginarias que los unen con sus maridos y mujeres, amantes y sirvientes. Un lío morrocotudo que Robert Altman tampoco hace mucho esfuerzo por desenredar, la verdad, quizá porque prefiere quedarse con un puñado de espectadores exigentes, y no con una tropa de cinéfilos de tres al cuarto que no valoran sus osadías.



        Las películas como Gosford Park me causan una pequeña depresión, porque uno, aunque se sabe limitado, siente una punzada en el orgullo cuando tal limitación es puesta a prueba, y sobrepasada por las circunstancias. No es lo mismo saberse tonto que ser llamado tonto a la cara. Esta vez, sin embargo, he contado con el consuelo de mi señora madre, que anda de visita por estos pagos, y que alentada por la magnificencia de la campiña británica se ha apuntado a la sesión nocturna del sofá. 

    Cada vez que me perdía en los laberintos, yo, de reojo, escrutaba su rostro para descubrir un atisbo de inteligencia, pero sus ojos, fijos en la pantalla, brillaban con el mismo deslucimiento que los míos. Era obvio que andaba tan perdida como yo, y que seguramente, cuando yo no la miraba, me buscaba con la misma tribulación del espíritu. Me queda, pues, el consuelo de la genética. Yo no soy tonto, como decía Homer Simpson de su gordura: es el metabolismo. Un gen de más o de menos que me niega la proteína adecuada para comprender estos fárragos y otros parecidos. O eso, o que nosotros, mi madre y yo, como en el cuento de Andersen, hemos señalado al emperador desnudo.


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