Agosto

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Cuando no es Navidad, las familias mal avenidas tratan de esquivarse como pueden. Hijos y madres, sobrinos y abuelas, se inventan excusas para no coincidir y no terminar a voces o a reproches. O incluso a hostias. Fingen teléfonos entrecortados, enfermedades contagiosas, labores incompatibles... Pero llegan las fiestas entrañables y la mayoría no es capaz de resistir la presión. Son los anuncios de la tele, o las luces del vecino, o el turrón que compraron antes de tiempo y que al morderlo les traslada a los tiempos de la infancia. Piensan que, quizá, esta Navidad va a ser diferente porque es año bisiesto, o impar, o cualquier otra razón cabalística. La primera Navidad de otras muchas felices que están por llegar... Sólo es cuestión de ponerle voluntad, de dejarse llevar. Dos mil años de tradición no pueden estar tan equivocados.

    Sea como sea, al final las familias disfuncionales se reúnen a finales de diciembre del mismo modo que la familia Weston se reúne a mediados de agosto en la película. Y nunca sale bien, la encerrona. En Nochebuena la cosa suele ir más o menos templada en el aperitivo del consomé, o en el primer ataque a los langostinos. Hay sonrisas, buenas intenciones, la conversación fluye... Pero llega el plato principal y algo empieza a agitarse dentro de las tripas. La primera sensación de una impostura, de una farsa teatral. Es entonces cuando alguien, el menos contenido de la familia, lanza la primera puya, quizá en tono irónico, sin maldad consciente. Pero esa puya tontorrona abre la primera grieta, y es como el primer alemán del Este que empezó a aporrear el muro de Berlín con el mazo... Llegan los postres y ya todo es hostilidad entre los comensales. La familia ha regresado a su ser, a su verdadera esencia de incomunicación, y las viejas historias ponzoñosas apenas dejan saborear la bandeja final de los dulces.





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Roma

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Si yo tuviera que contar mi infancia a través de los ojos de la criada que nos ayudaba, allá en el arrabal de León, tan lejos de las colonias donde vivían los médicos y los abogados, mi Roma particular hablaría de las peripecias domésticas de mi madre, que era la criada que hacía todas las labores del hogar, las más livianas y las más pesadas, sin la ayuda de ninguna chacha como la Cleo de la película. Ni tampoco filipina, claro, que en mi niñez eran las chachas más demandadas en las casas de los ricos, no sé por qué, quizá por el influjo oriental de Isabel Preysler y sus portadas en el Hola (cuántos burgueses de León que contrataban a sus criadas soñaban, seguramente, con un exótico adulterio de bolas chinas y pañuelos en el culo...).


    Quiero decir -con toda esta pedrada- que Roma es una película que sólo puede responder a la infancia perdida de un burgués acomodado. Y a este viejo bolchevique como yo, que aún guarda una bandera roja en el armario por si acaso se reprodujera la Revolución, ver una película de señores y criados -aunque no sea el tema central de la película, y todo respire un aire poético y melancólico- le pone a uno en guardia y le hace centrarse en aspectos colaterales de la lucha de clases. A Cleo la tratan con mucho mimo en la familia Cuarón, con muchos halagos y muchos besos de buenas noches, pero la tienen todo el puto día deslomada, fregando y haciendo los recados; sujetando al perro y haciendo las camas; haciendo la comida y tendiendo la ropa... Cleo, por la noche, con los huesos pulverizados y los músculos hechos plastilina, se sienta cinco minutos a ver El chavo del 8 con toda la familia y ya tiene que levantarse otra vez para traer una infusión, un tececito, una galleta, un caprichito cualquiera... Cleo, la adorada Cleo, la añorada Cleo, la homenajeada Cleo, es una simple esclava en el hogar, por mucho que Cuarón se ponga nostálgico y haga del abuso un recuerdo casi romántico.







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Vergüenza. Temporada 2

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"En el cine, como en el teatro, no hay más que un argumento: un hombre encuentra a una mujer. Si follan, es una comedia. Si no, ¡es una tragedia!”

    Esto lo dijo Marcel Pagnol en los tiempos fundacionales del cine, y dicho así, con esta rotundidad de cinéfilo, parece que yo suiera quién es Marcel Pagnol, cuando en realidad esta frase la encontré hace tiempo en el Diccionario de Cine de Fernando Trueba, que citaba al escritor francés. Hace solo un minuto que he tenido que acudir a la Wikipedia para refrescar la memoria sobre quién era el tal Marcel, novelista, dramaturgo y cineasta nacido en 1895... Da igual. Lo importante es la frase del principio, su aforismo inmortal, que yo suscribo por completo. Y aunque en películas que tratan sobre el Holocausto o sobre el puente sobre el río Kwai es difícil aplicar esa simpleza de hombres y mujeres que viven pendientes del follar, creo que nadie como Marcel se ha acercado tanto a la piedra filosofal que explica (casi) todos los argumentos.

    Dicho esto, Vergüenza es una serie tan dislocada, tan extravagante -y seguramente tan genial- que la sentencia de Marcel Pagnol se vuelve del revés. A uno le encantaría que al viejo dramaturgo -qué cultureta queda eso del “viejo dramaturgo”- le concedieran un permiso en el cementerio y pudiera ver la serie en Movistar + para luego abrir una mesa redonda donde pudiera participar con Cavestany y Armero -los showrunners- y los actores principales- Alterio y Gutiérrez- para explicar por qué cuando los protagonistas de Vergüenza no follan, la cosa se convierte en una comedia, y cuando por fin se lanzan los arrumacos,  la serie deriva en una tragedia sin parangón. 




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El rehén

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Después de parir el celebérrimo anuncio de la Coca-Cola, Don Draper se arrellanó en la silla giratoria de su despacho, puso las piernas sobre la mesa, y mientras se pegaba un buen lingotazo de whisky on the rocks, miró hacia el infinito del ventanal, más allá de los rascacielos de Manhattan, y se preguntó: “¿Y ahora qué?”. Como dijo una mañana Lester Burnham haciéndose una paja en la ducha, a partir de ahora todo va a ser cuesta abajo: la decadencia de la inspiración, el declive de las ambiciones, el Ozymandias Melancholia de su sexo antes incombustible... Don acaba de cumplir cuarenta y tantos años, dos tercios de su ajetreada vida si la salud lo respeta -cuarto y mitad con un poco de suerte-, y el futuro se esconde tras una cortina que le da miedo descorrer... 

    Don, por supuesto, acaba de tirarse a su secretaria para celebrar el alumbramiento de su cocacólica idea, y entre el alcohol en sangre, la modorra postcoital, y el merecido reposo de las neuronas extenuadas, le asalta un sueño confuso en el que se ve trabajando para la CIA, de diplomático, en algún lugar donde lluevan las hostias como panes. Un puesto ideal para su porte, para su inteligencia, para su labia legendaria. Los trajes a medida, los coches oficiales, el gesto enigmático... Mujeres a gogó, y los mejores alcoholes de la región. Don, en su despacho del edificio Sterling & Cooper, duerme su sueño durante unos minutos que parecen semanas, tan vívido que parece real, y al despertar, como teletransportado, como abducido por un OVNI fabricado en el Pentágono, se encuentra aterrizado en Beirut, en el Líbano, trabajando ya para la CIA, con un traje nuevo, con unas gafas de sol especiales para la luz del Mediterráneo, talcualico que en el sueño. 

    Porque al fin y al cabo, lo de ser diplomático y lo de ser publicista viene a ser más o menos lo mismo. Consiste en vender burras, en camelar al cliente. Convencer al americano medio de fumar Lucky Strike es el mismo trabajo que convencer al palestino medio, y al israelí medio, de que los intereses americanos en la región es mejor no tocarlos, por si acaso.




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Dies irae

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Siente uno vergüenza al confesar que películas como Ordet o Dies Irae –tan aclamadas, tan danesas, tan vetustas, tan blanquinegrísimas- le aburren en grado sumo, y hasta le provocan pequeños episodios de sopor. Porque uno ha leído mil veces que Dreyer es un maestro fundamental, insoslayable, obligatorio, y se siente culpable de no ver en su cine las glorias y brillanteces que otros sí ven. O que, al menos, dicen ver... Dicen que su cine indaga en los océanos del alma a una profundidad de buceo que pocos cineastas han logrado alcanzar. Como James Cameron buscando los restos del Titanic, vamos... Y yo no niego tales lecturas, ni tales intenciones en el artista, pues se ve que su cine es denso y pesaroso, telúrico y trascendente. Pero a mí, la verdad, como a tantos otros cinéfilos que no se atreven a hacerlo público, Dreyer me parece un plasta dinamarqueño de mucho cuidado. 


           De sus películas pueden rescatarse un puñado de bellísimos fotogramas que son como composiciones pictóricas de helado tenebrismo. Le concedo, también, algunos diálogos suculentos que por segundos siembran el germen de una reflexión, siempre que no traten de asuntos teológicos que nada me interesan. Y le reconozco, claro está, porque son películas nórdicas, y esos tunantes religiosos siempre van con una Biblia en la mano y con una Playboy en la otra, esas actrices rubísimas que ni siquiera revestidas hasta el mentón pueden hacernos olvidar su belleza. Pero lo demás –y lo demás en Dreyer es mucho- es de un tedio insoportable. Teatral en el sentido más peyorativo de la palabra. Los personajes no parecen seres humanos, sino zombies, o autómatas, o retrasados que tardan segundos interminables en comprender, en responder, en actuar ante los estímulos. Muchos parecen locos o gilipollas, o iluminados que ya gozan en vida de la visión beatífica de Dios. Los personajes de Dreyer alternan la reflexión aguda con la memez más absoluta, la más noble de las intenciones con la inacción cretina más desesperante. 

    Los silencios de Dreyer- que a otros les sirven para sumergir batiscafos en el alma-  a mí me transportan a pensamientos muy alejados de la película, que son casi siempre partidos de fútbol, o platos que habré de cocinar en breve. O la respuesta certera que tuve que haber dado a fulano de tal y que entonces no se me ocurrió. 




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Tesnota

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La vida del cinéfilo impostor es muy dura. Y yo, queridos lectores, y estimadas lectoras, soy un cinéfilo impostor. Empecé con este vicio en la adolescencia, porque quería llamar la atención de las chicas guapas de León, presumiendo de ver películas rusas y húngaras, iraníes y exyugoslavas, en cineclubs provinciales que al final sólo frecuentaban los pajilleros y los medio tarados, y he terminado con 46 años viendo historias infumables a las tantas de la madrugada, cuando ya ni yo mismo me creo mi cinefilia. Y las mujeres, además, siguen haciendo oídos sordos, y ojazos ciegos, a estas demostraciones espurias del intelecto.



    A otros de mi generación, en la adolescencia, les dio por fumar, por beber, por conducir temerariamente, para que las chavalas perdieran con ellos su virginidad. Una hombría estúpida que todo lo fíaba al músculo y a la velocidad. Yo, por mi parte, de mi estrategia sexual tan poco fructífera, sufro secuelas que son estos malos ratos en el sofá, estas horas perdidas ante una pantalla donde los rusos y los húngaros, los iraníes y los exyugoslavos, parlotean sus propias idiosincrasias en películas lentísimas, inexplicables, de elipsis incomprensibles, de digresiones inútiles sobre un rostro hierático, un pájaro que vuela, una señora mayor que cocina las alubias... Películas, ay, de auteur extraeuropeo, o de europeo periférico, que son todavía más plastas que las películas de auteurs franceses y afrancesados, que ya es mucho decir...

    Uno, la verdad, se pone a ver películas como Tesnota porque hay un coro de críticos excéntricos que cantan alabanzas al unísono. Y aunque yo, antes de sentarme en el sofá, ya me huelo que la Tesnota de turno va a ser un rollo insufrible, porque me conozco, y conozco el paño, y sé que luego voy a venir a este folio a escribir mi arrepentimiento y mi falta de voluntad, dentro de mí todavía vive un gilipollas que no termina de emanciparse, y que no soporta la idea de contradecir a los críticos de los periódicos, que viven en otro planeta, en otro rollo intelectual. Un gilipollas indomable que quizá todavía sueña con ligarse a una hermosa mujer a las tantas de la mañana, soltándole que uno ha visto Tesnota, una película rusa muy poco mainstream, del Cáucaso para más señas, con un conflicto entre la comunidad judía y los kabardianos del lugar que yo te voy a contar, guapísima, mientras te invito a una copa y tal y cual... 

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Alicia en las ciudades

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Félix Winter es un escritor alemán que viaja por Estados Unidos en busca de la inspiración literaria. Durante semanas, con el coche, en una de esas road movies que tanto le gustan a Wim Wenders, Félix recorre autopistas y ciudades, gasolineras y desiertos, y por las noches -porque el presupuesto de su editorial es limitado, y porque allí, además, reside la esencia cultural de los americanos- duerme en moteles de carretera que dejan pasar todo el ruido de los camiones. A Félix este detalle sonoro no le incomoda demasiado, porque termina las jornadas agotado. Además, como es un tipo extrovertido, melenudo rubio como una estrella del rock and roll, suele dormir acompañado de bellas señoritas a las que camela con su prosa, y con su verso, y con la cámara de fotos que siempre lleva colgada del cuello.

Entre la fotografía y el folleteo, a Félix se le acaba el plazo para entregar un texto que satisfaga a su editorial, y ésta, en consecuencia, decide repatriarle a su Alemania natal. Y allí, en la agencia de viajes, haciendo cola para comprar su billete de vuelta, Félix conocerá a Lisa, otra bella germana que viaja por el mundo con su hija Alicia. Félix, por supuesto, que es un macho exitoso de los que nunca descansa, trata de camelar a su guapa compatriota, y el destino, juguetón, siempre favorable a estos depredadores, le otorgará una oportunidad en forma de huelga de controladores aéreos, y de habitación de hotel compartida mientras los tres esperan el vuelo del día siguiente. Pero esta vez, Félix, que iba de nuevo a por lana, va a salir trasquilado. Porque Lisa vive enganchada de otro amor, americano y problemático. Tan enganchada, tan obsesiva, que a la mañana siguiente desaparecerá del hotel y le dejará a Félix el encargo de volar a Europa con su hija, y de hacerse cargo de ella mientras se resuelve el sudoku de su corazón.

Ahí empieza, propiamente dicha, Alicia en las ciudades, que es otra road movie por las ciudades de Holanda y de Alemania, en busca de la abuela de la chavala. Porque Lisa, la madre, no termina de aterrizar en Europa, perdida en sus laberintos amorosos, y porque Félix, lejos de renunciar a la “custodia”, empieza a comprender que la novela que estaba buscando la tiene delante de las narices...

(Me he quedado dormido, hacia la mitad del metraje... No son días para Wim Wenders y su -vamos a decirlo así- estilo documentalista. Pero algo en mi interior se quejaba mientras dormitaba, alertándome de un cinéfilo desperdicio. Recobré la compostura. Rebobiné. Bostecé un par de veces. Y cuando menos me lo esperaba, me encontré con un final bellísimo... Conmovedor). 

 

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El reverendo

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Que un sacerdote pierda la fe en Dios y siga ejerciendo su oficio no es un fenómeno tan extraño. El cardenal Martini le dijo una vez a Umberto Eco, o se lo hizo entender en un circunloquio, que en el Vaticano había muchos hombres que continuaban con sus carreras como un modus vivendi en el que Dios ya no era imprescindible. La Llamada del Señor les había puesto en camino, pero una vez desvanecida, el camino continuaba. 

    Quizá, en secreto, albergaban la esperanza de volver a escucharla al final de sus vidas, como una señal de radio felizmente recuperada. Tal vez, en sus celdas, consumidos por la duda y por la culpa, se dieron varios golpes en la cabeza cuando dejaron de sintonizar, como se hacía antiguamente con los televisores de culo gordo. Y una vez asumida la pérdida, optaron por dejarlo todo intacto, los hábitos y los votos, a la espera de novedades caídas del Cielo. El sacerdocio, después de todo, es un oficio como otro cualquiera, que da de comer y permite viajar si se emprende una próspera carrera. También existen maestros que han perdido la fe en la educación, y psicólogos que ya no creen en sus propias monsergas. Políticos -estos muchos- que se descojonan de su propio rebaño de votantes. No es una cuestión de cinismo, sino de supervivencia.

    A estos curas sin vocación yo ya les había conocido alguna vez en esta larga cinefilia. El padre Thomas de Los comulgantes, o el mismísimo padre Karras, de El exorcista. Incluso Antonio Ozores, en Los Bingueros, era un cura que ya sólo creía en el brazo incorrupto de San Nepomuceno, y en sus mágicas influencias sobre las bolas que salían del bombo. Pero sacerdotes que perdían la fe en la humanidad sin perder la fe en Dios -que seguramente es un problema todavía más grave- yo, al menos, hasta hoy, no había visto ninguno. Este reverendo al que interpreta Ethan Hawke no ha perdido la señal con el Más Allá, pero el Más Acá de los seres humanos le produce náuseas que ya no sabe cómo gestionar. Incluso el contacto con la mujer que lo ama se vuelve repulsivo y problemático. Al reverendo le domina el asco de un planeta contaminado, de unos empresarios avariciosos, de una Iglesia que admite a estos pecadores en su seno y encima les da palmaditas en la espalda, para recibir las donaciones.



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