Fahrenheit 11/9

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Lo que viene a decir Michael Moore en Fahrenheit 11/9 es que Estados Unidos no es una democracia verdadera, sino una democracia vigilada, con filtros que impiden que el votante indeseado se acerque a las urnas, y que el político de izquierdas ascienda en demasía. Que el partido incoveniente, en definitiva, se alce con la victoria en la jornada decisiva. La democracia nortemaricana es un engañabobos que tiene el final amañado de antemano. Un paripé de consulta en la que al final siempre deciden las élites económicas y militares. Y a veces, incluso, las del sombrero borsalino...

    Pero no hay que sorprenderse de todo esto, aunque Michael Moore oficie de asombrado denunciante. La democracia americana, como la nuestra, como la de cualquier país que presume de civilizado, es la misma democracia manipulada que inventaron los atenienses hace siglos, aunque ahora tengamos el sufragio universal, y el ciudadano pueda elegir entre partidos variopintos. En la democracia de Pericles y compañía sólo votaban los que poseían tierras, o caballos, o haciendas en las colinas. O barcos comerciales que surcaban el Mediterráneo. Los demás, las mujeres y los campesinos, los esclavos y los parias, quedaban al margen de las decisiones políticas. 

    Sobre los pilares de aquella democracia incompleta hemos construido esta otra tan moderna e imperfecta. En realidad, si prescindimos de las parafernalias y los discursos engolados, seguimos teniendo la misma chapuza griega de toda la vida. El resultado electoral siempre es -de algún modo más o menos trapacero- fraudulento. La gente no vota, o no sabe lo que vota, o se deja llevar por el tema candente del momento. Y cuando rara vez reflexiona sobre los temas correctos y amenaza con constituirse en marea ciudadana, te hacen dos chanchullos en las primarias del partido, tres amaños en la convención, y te ponen al Donald Trump de toda la vida para que jure su cargo ante las ruinas del Partenón.



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The Old Man and the Gun

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Cuando yo era niño todavía había señoras mayores -amigas de mi madre, o vecinas del arrabal- que cuando te hacían una carantoña te decían que te parecías mucho a Rodolfo Valentino, de lo guapo que eras, cuando Rodolfo Valentino llevaba ya más de medio siglo actuando en las películas del Más Allá. Esas señoras tan amables -y tan mentirosas, todo sea dicho- ya están casi todas reunidas con él, haciendo quizá de extras en sus películas celestiales, o quizá vegetan en un asilo a la espera del próximo cohete que las lleve al Paraíso del Caíd. 

     Las señoras mayores de ahora, las que tomaron el relevo de sus madres y de sus abuelas, cuando se topan con mi hijo en las tiendas le llaman Robert Redford -esta vez sin mentir demasiado- porque él es un poco rubiajo, y tiene una sonrisa enigmática y picarona que las encandila, y las retrotrae a su juventud perdida de los cines de verano. En los años 70, Robert Redford prestó su nombre a un sinónimo de la belleza, a un piropo coloquial, que todavía se encuentra en el habla de la calle. Robert Redford todavía no ha fallecido, e incluso sigue trabajando en pequeñas películas para matar el gusanillo, como ésta del atracador de bancos que sólo tiene que desenfundar su sonrisa para reducir a las cajeras y acojonar a los interventores. 

    Dice Redford que es su última película, que se retira, y a sus ochenta y tantos años presumo que tarde o temprano también se retirará de la vida involuntariamente, y que se reunirá con Rodolfo Valentino para hacer extrañas películas que serán medio mudas y medio habladas. No deseo su muerte, por supuesto, pero sí siento curiosidad por saber cuánto tiempo perdurará su nombre en el imaginario de la belleza. Si se olvidará primero su legado semántico o su legado cinematográfico.




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Un millón en la basura

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Si yo -como José Luis López Vázquez en la película- me encontrara un millón de euros en una maleta, abandonada en una papelera, y en ella hubiera una tarjeta que señalara a Fulano de Tal y Tal, banquero de profesión, empresario en sus ratos libres, como dueño del botín extraviado, me iban a ver a mí, por las narices, en la comisaría más cercana de mi pedanía... 

Como a cualquiera de ustedes, me imagino, a poco que crean en la justicia social y en la redistribución de la riqueza. Sólo los justos recalcitrantes, los boy scouts de pacotilla, los amedrentados por el Ojo que todo lo ve, devolverían la maleta extraviada a un fulano que ha robado -legal o ilegalmente, eso es lo de menos- una cantidad de dinero semejante. No existe el dilema moral, en este caso: sólo el miedo. Dice un proverbio árabe, o un refrán de los hindúes, o si no me lo invento yo ahora mismo, que el dinero que cae del cielo, regalado por los dioses, hay que regalarlo del mismo modo a los semejantes necesitados, por aquello del karma, y del equilibrio universal. Y yo, sin duda, sin ser árabe ni hindú, procedería inmediatamente a hacer el bien en mi comunidad tras quedarme, por supuesto, con una pequeña comisión en concepto de hallazgo y gestión financiera.

    Otro gallo cantaría si en la maleta no hubiera tarjeta alguna, ni documento identificativo. El gusanillo de la conciencia del que nos hablaban en el parvulario emprendería su sorda labor de roernos las redes neuronales. Un millón de euros abandonados tienen el 99% de probabilidades de proceder del narcotráfico, o de un señor muy despistado que iba a hacer un pago en B en una trama corrupta del PP. Pero siempre cabe la posibilidad, ay, de que ese dinero sea, por ejemplo, el pago por el rescate de un ser querido, y que nosotros, sin quererlo, hayamos metido las narices, y la pata, en la papelera justo en medio de la operación. O que un trabajador honrado haya juntado los ahorros de su vida para irse de jubilata a Benidorm y en un hecho inverosímil, en una carambola casi sacada de la imaginación de Ibáñez el dibujante, se haya dejado los dineros en una papelera de la vía pública. Qué hacer, ay, en tal caso, mientras los viandantes pasan al lado, y uno, abrazado a la maleta, todavía no sabe en qué dirección echar a correr con ella.



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Wanderlust

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Joy y Alan ya no follan. O follan con mucha desgana, a toda prisa, en los débitos conyugales. Con los cincuenta años de la biología llamando a la puerta de su casa, el deseo se les ha ido por la chimenea de los largos inviernos. Una cosa normal, pero penosa, de pareja veterana, que ha sustituido la pasión por algo más parecido al cariño y a la conformidad.

    Otros buscarían la solución en la lencería fina, en el viaje romántico, en la aplicación cutánea de cremas y sabores. Pero Joy y Alan son personas sofisticadas, con lecturas, intelectuales de la estantería Billy y del suplemento dominical. Así que deciden montarse un “experimento sociológico” para avivar los fuegos extintos: buscar parejas en paralelo, seducirlas hasta el orgasmo extraconyugal, y luego, por la noche, venir al tálamo a compartir la experiencia con pelos y señales, y calentarse ambos hasta el rojo vivo de la morbosidad. Swingers, pero sin intercambio de parejas; infieles, pero sin traición de los afectos; perversos, pero sin la experiencia de la culpa... 

    Gilipollas, en definitiva, porque es obvio que esta boutade no puede acabar bien. Que quien juega con fuego se termina quemando, y que quien sale al mercado del amor aunque sólo sea para tontear y luego echarse unas risas, puede acabar enamorado y enviando a la basura lo que justamente pretendía rescatar.

    Cinco episodios más tarde, con el espectador ya arrepentido de haberse dejado seducir por una idea que luego naufraga y aburre a las ovejas más predispuestas, Joy y Alan, que habían emprendido nuevos amoríos que los alejaron casi definitivamente del proyecto inicial, volverán a compartir cama en el polvo más triste de los últimos tiempos televisivos. Dos amantes muy serios, acartonados, finalmente derrotados de la experiencia cuernófila que los puso en su sitio. Rendidos el uno al otro en el sentido más peyorativo de la expresión. Para Joy y Alan son malos tiempos para la lírica, que cantaban los Golpes Bajos.




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Sexo, mentiras y cintas de vídeo

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El sexo nunca pasa de moda. Se nos va la vida en buscarlo, en perderlo, en disfrutarlo si llega y en añorarlo si se va. En desdeñarlo incluso. De sexo somos y al sexo venimos. En el sexo encontramos la gloria efímera de no morirnos del todo. Quienes lo desprecian encuentran en ello la soberbia de la espiritualidad. Sirve para todo. Es el arma definitiva.

El abuelo Sigmund enseñaba que el sexo -su déficit, su incoveniencia, su mala praxis- es la fuente de toda neurosis contemporánea. Somos bonobos atrapados en la cultura. Lo primero que se le dice a un psiquiatra es que uno no duerme bien, que siente angustia, que lo ve todo de color marrón oscuro. Pero bastan dos charlas bien dirigidas para descubrir que el problema de fondo siempre es un polvo mal resuelto. El sexo es el elefante que está presente en todas las habitaciones. Incluso cuando no hablamos de él y nos decantamos por el fútbol o por los aerolitos, sabemos exactamente de qué no estamos hablando. El sexo es el alfa y el omega, y casi todas la letras intermedias. Cuando no pecamos de obra sexual lo hacemos de pensamiento o de omisión. Y, por supuesto, de palabra. El sexo oral es la práctica sexual más extendida entre los seres humanos. El sexo bucogenital ya no sé. Todo el mundo miente, negando o exagerando, como en las encuestas electorales.


    Hace treinta años, cuando Steven Soderbergh comentó entre sus amistades que estaba rodando una película sobre sexo oral, muchos pensaron que se había embarcado en un remake de Garganta Profunda quizá menos cachondo y algo más filosófico. Pero lo que salió de aquella ocurrencia se ha convertido en un clásico intemporal que ya forma parte del catálogo canónico de TCM. Porque más allá del atraso tecnológico de la videocámara de James Spader y de sus cintas en VHS, lo de entrar en confianza con alguien y soltarle las cuitas sexuales es una práctica que los humanos venimos practicando desde tiempos inmemoriales, desde la invención misma del lenguaje. Dándole vueltas, además, a los mismos viejos conflictos de pareja o de amante. Un romano del siglo II y un humano del siglo XXI podrían juntarse en un sofá contemporáneo de IKEA a ver Sexo, mentiras y cintas de vídeo y la entenderían perfectamente, y podrían entrar en animada charla sobre las insatisfacciones eternas y las satisfacciones esporádicas. Es un tema universal, que nunca pasa de moda. Por eso la pelicula es un clásico.


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Los caballeros de la mesa cuadrada y sus locos seguidores

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Los caballeros de la mesa cuadrada son una pandilla de enajenados que se han escapado del frenopático. Tal vez celebraban allí una fiesta de disfraces y aprovecharon un despiste de los celadores. O quizá los contrataron para una recreación histórica de los tiempos medievales, en las fiestas del pueblo, y se dieron a la fuga cuando sus vigilantes fueron convidados al vino español con tortilla de patatas. Quién sabe. El caso es que ahora los chalados campan a sus anchas por las campiñas, siguiendo al loco principal que se cree el rey Arturo en busca del Santo Grial, y enardecidos por la libertad recobrada, y metidos hasta el fondo en su papel de caballeros, van repartiendo mandobles y asesinando inocentes contemporáneos que se acercaban al espectáculo con curiosidad. En la película dan mucha risa, sus chaladuras, pero en la vida real había dos inspectores de Scotland Yard que los perseguían como si esto fuera la tercera temporada macabra de True Detective.





    Ahora mismo, en nuestro país, hay otros caballeros de la mesa cuadrada que también andan por ahí de cruzada, de reconquista, anacrónicos y peligrosos. No se han escapado de ningún manicomio, sino de un think tank conservador donde se planifican las estrategias electorales, y se crean partidos políticos que responden a los miedos del momento. Estos caballeros españoles son la mesa ovalada, porque ellos hablan de echarle huevos a todo mientras se manosean los mismísimos en actitud desafiante, machoibérica, falangista de toda la vida. Y no van armados con yelmos y espadas comprados en el rastrillo del domingo, sino con pistolas de verdad, y con escopetas de cazadores, y a veces hasta manejan metralletas que les prestan sus amigos de lo castrense Y aunque de momento sólo las exhiben para hacerse los duros o para asesinar a los pobres conejos, la parafernalia paramilitar causa mucho acojono entre el personal. Estos tipos son muy listos, y están muy preparados, pero viven en una edad mental de hace mil años, y eso no hay de test de inteligencia capaz de medirlo ni de valorarlo. Ajenos a todo lo que ha sucedido desde el Renacimiento hasta ahora, ellos siguen guerreando contra el moro, legislando contra la mujer, escupiendo al que no habla en cristiano... La gente les vota porque ahora lo importante ya no son los servicios públicos ni las distribuciones de riqueza, sino que Puigcerdá -por poner un ejemplo- siga perteneciendo a la Unidad de la Patria.


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Cinco metros cuadrados

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La pareja que arruina su vida en Cinco metros cuadrados compra un piso de mierda a varios kilómetros del centro, en mitad de un secarral inhóspito, en una urbanización que está todavía por diseñar. Firman una hipoteca a pagar en 40 años, y dan una entrada de varios miles de euros que reúnen sableando a varios familiares, y pidiendo anticipos a los jefes del trabajo ¿Y todo esto por qué? Por una terraza de cinco metros cuadrados que prolonga las prestaciones del salón y da título a la película. Una terraza minúscula e impracticable desde la que se ve, a tomar por el saco, más allá de los matorrales y de las naves industriales, un trocito de mar azulado. El sueño pequeño-burgués de vivir junto a la costa, de presumir ante las amistades, de tomarse una cervecita fresca y unas aceitunas con anchoas mientras se filosofan tonterías con la mirada perdida en el horizonte de los mares.


            Es el mismo sueño perturbador, pesadillesco, que hace años nos invadió a todos los españolitos, en la costa y en el interior, en los pueblos y en las ciudades, en los regadíos y en los secanos... La misma psicosis colectiva que nos llevó a pagar a precio de oro, y con el dinero que no teníamos, pisos de calidad bochornosa que nos vendieron como de lujo, o como de primeras calidades, engatusados como niños idiotas por la cocina bonita, por la luz del salón, por el vestidor en el dormitorio que sería la envidia de las visitas y el rabia-rabiña de las cuñadas. Pisos que luego se caían a trozos, que chorreaban goteras, que eran invivibles por culpa de los vecinos y de sus ruidos constantes.  Pisos que vividos por dentro no valían ni la mitad de lo pagado. Ni la cuarta parte. Cárceles hipotecarias. Jaulas de encierro voluntario. Decepciones que luego ya no se podían rectificar, ni vender, ni dejar de pagar. Un simple lugar donde recogerse por las noches, y mirar cualquier chorrada en la televisión. Pero eso sí: un piso propio.




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El capitán

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Eso de que el hábito no hace al monje es otro refrán que habría que ir retirando de las tertulias de las yayas, y de las aulas de primaria, donde todavía se estudian estas temerarias afirmaciones como acervo popular. La experiencia cotidiana nos demuestra que a cualquier mindundi le pones un uniforme con gorra de plato a la puerta de cualquier negociado, o le sacas a la calle a poner un poco de orden entre las gentes, y ya se cree el dictador de su ecosistema, con derecho a mirarte por encima del hombro y a soltarte una hostia si le tocas un poco las narices. Todos conocemos auténticos panolis que un día se metieron a trabajar en estos oficios y se desvelaron -no se volvieron, porque nadie cambia- como nazis trajeados de opereta, autoritarios y medio imbéciles, que antes iban por la vida pisando huevos y de pronto caminaban por ella cascándolos con su porra.

    El capitán no es una película sobre nazis de opereta, sino sobre nazis de verdad, y cogidos, además, en su época más loca de barbarie, al final de la guerra, cuando el III Reich ya agonizaba y les daba igual cargarse a ocho que a ochenta: prisioneros propios, o ajenos, o civiles a los que saqueaban. Cualquier pobre infeliz que se cruzara por los caminos embarrados. Mientras tuvieron esperanzas de ganar la contienda, los nazis se comportaron como verdaderos alemanes en sus matanzas, protocolarios y ordenados, y al terminar cada faena sonreían con la doble satisfacción de haber menguado las huestes enemigas y de haberlo hecho según marcaban las ordenanzas. Pero ahora estamos en abril de 1945, con el Ejército Rojo atrochando por el Este y los anglosajones comiendo millas por el Oeste, y los criminales de guerra campan por las retaguardias como pollos sin cabeza, asesinando al tuntún, comandados por los últimos psicópatas que todavía no han perecido en el frente.

    Uno de ellos es el soldado raso Willi Herold, desertor de última hora que un buen día se encuentra el uniforme abandonado, pero impoluto, de un capitán del ejército. Y así, reconvertido de pronto en el capitán Herold, el soldado raso que sólo un minuto antes renegaba entre dientes del esfuerzo bélico, y que sólo quería llegar a su casa para comerse un buen guiso con patatas, ahora empezará a comportarse como el auténtico matarife que siempre fue. Solo su corta edad, y su condición de soldado sin rango, le habían impedido hasta el momento dar rienda suelta a su vesania carnicera.





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