Sólo nos queda bailar

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Sólo nos queda bailar… El título era irresistible, porque quizá ya sea lo último que nos quede: ponernos a bailar -a vivir, a disfrutar, a lanzarse al cuello de la vida- y que venga el fin del mundo cuando quiera, travestido de virus, de piedra galáctica, de basurero que nos ahogue.

    A los que no sabemos bailar -ni siquiera poner un pie delante del otro sin trastabillarnos - nos vale con un bailar metafórico, vicario incluso, porque ver bailar también es una forma de bailar, y el espíritu clava los pasos y los movimientos cuando se pone a su aire, sin necesitar el concurso de los músculos. La de veces que habré bailado yo en mi sofá, viendo a Fred Astaire, a Gene Kelly, a Zorba el griego en su playa de Grecia, tan grácil como ellos, tan alegre, tan reconciliado con la vida, sin mover el culo un solo centímetro. Los torpes, para sentir el vértigo y el  regocijo, no necesitamos lanzarnos al baile físico de estos georgianos en la película, por ejemplo, que se antoja una aspiración imposible con esas cabriolas, y esos brincos, y ese apoyar los pies sobre los juanetes, habida cuenta de que uno, el día de su boda, ni siquiera se atrevió con el vals de los simples, que consiste en tomar la mano y el talle de la persona amada y ponerse a girar.



    Luego, en realidad, el baile, en Sólo nos queda bailar, sólo es el telón de fondo de la homosexualidad perseguida de sus protagonistas. No prohibida por la ley -porque Georgia presume de ser un país moderno- pero sí censurada por las gentes, apedreada por los colegas, condenada por los curas ortodoxos que desde que cayó la Unión Soviética todavía no han conocido sociedad civil que los haga callar. No como aquí, que ya braman en sordina, y en iglesias particulares, cada vez más acostumbrados a que incluso su propia grey haga oídos sordos a semejantes prejuicios medievales. En Georgia, los besos entre dos hombres -o entre dos mujeres- siguen vigilados por la estupidez de la gente, y por el triángulo divino que todo lo observa, que se mudó hace años de la Península Ibérica a las estribaciones del Cáucaso.  
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La gran estafa americana

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Tengo un amigo con el que coincido en todo lo importante y en casi todo lo accesorio. Quizá por eso es mi amigo, claro. Pero hay un tema en el que no coincidimos jamás, y que a veces abre brechas que amenazan con la ruptura. Visto desde fuera, que al le gusten las mujeres así y a mí me gusten las mujeres asá puede parecer un asunto baladí, una tontería para discutir alrededor de unas cervezas. Pero los dos sabemos que hay disparidades que no se pueden tolerar, porque está en juego el honor de nuestras amadas, su reputación de mujeres sin par, y a veces, enardecidos, y hasta coléricos, heridos en nuestro orgullo, es como si combatiéramos montados a caballo, lanzas en ristre, sin levantar el culo de la terracita donde se está tan ricamente a la sombra.



    Es por eso que cuando mi amigo y yo encontramos una mujer que es Dulcinea compartida, lejos de disputarnos su amor en exclusiva, sonreímos satisfechos, porque ahí comprendemos que la amistad se remacha, y se fortalece, dos hombres anudados al mismo deseo, y casi dan ganas de pedir otra cerveza automáticamente para celebrarlo, aunque la primera todavía esté casi sin probar. Amy Adams es una de nuestras Dulcineas particulares, quizá la más significada, la que más entusiasmos despierta en la coincidencia del amor. Amy Adams es una de nuestras Dulcineas particulares, quizá la más significada, la que más entusiasmos despierta en la coincidencia del amor. Amy no es del Toboso, sino de Vicenza, en Italia, porque su padre estaba destinado en la base militar, y ya hubiera sido el colmo que el señor Adams hubiese trabajado en una base americana no situada en Morón, sino en El Toboso, en los adentros de La Mancha, para que Amy, nuestra Amy, ya fuera un deseo inmortal y literario
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     Hoy he vuelto a ver La gran estafa americana sólo por ella. La peli no está mal, y Amy es una actriz de la hostia, capaz de hacer de ángel o de demonio sólo con frotarse mágicamente la nariz respingona. Pero sobre todo -tengo que confesarlo- he vuelto a ver la película porque su belleza pelirroja me hiela la sangre, y el entendimiento, y siempre recuerdo aquello que decía Fernando Trueba en su Diccionario de cine, que uno iba al cine a enamorarse, y que lo demás -la cinefilia, y la cultura, y todo eso- era secundario.



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Medianoche en Paris

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Medianoche en París es una película desconcertante, que al principio cuesta mucho digerir. Y no porque tenga viajes en el tiempo, que eso ya es un recurso familiar, sino porque cuenta la historia de un tipo que está a punto de casarse con Rachel McAdams, y de entroncar con su familia forrada de millones, y sin embargo, por un desvarío que no tiene antecedentes en la psiquiatría, reniega amargamente de su destino. Cualquier otro hombre hubiera dicho: “Hasta aquí hemos llegado. Esto es el finis terrae: el matrimonio con Rachel, y la riqueza de por vida.  La suerte ya no puede depararme nada mejor…”. Los hay que darían un ojo o una pierna -si eso no menoscabara el amor de Rachel - por resignarse a semejante derrotero. Pero este individuo de la nariz aplastada y los ojuelos de soñador es un inconformista, o un gilipollas, o las dos cosas a la vez, y aunque él está en París con su noviaza, de pre-luna de miel, y ella es bellísima, y encantadora, y le anima a perseverar en la escritura gracias a la solvencia de papá, él sueña con vivir en el París de los años 20, sin Rachel, y pobretón, a la bohemia, codeándose con Hemingway y Picasso, Scott Fitzgerald y Gertrude Stein. Una sinrazón, desde luego, esto de preferir la cultura al sexo, la enfermedad a la penicilina, el dolor de muelas a la anestesia con el Dr. Howard. Es muy probable que Gil, el protagonista, no se llame así por casualidad...



    La primera media hora de la película es maravillosa, de gran cine, con postales de París y diálogos acerados. Puro Woody Allen. Pero la confusión en el espectador sigue ahí, como un gusanillo en el estómago, incomodando y royendo, hasta que Gil, en uno de sus viajes al pasado, conoce a Marion Cotillard, que también anda huida de su tiempo y de su realidad, ligando con Picasso y con muchos más.. Entonces la cosa cambia, porque la Cotillard es tan guapa o más que Rachel McAdams, y le ofrece a Gil la posibilidad ilusionante de quedarse allí para siempre, en el tiempo soñado, desdeñando el riesgo de morirse de una simple gripe o de una simple infección. Porque los años 20 de París fueron muy cultos, y muy excitantes, pero también muy peligrosos.


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La maldición del escorpión de jade

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Los hipnotistas famosos salen con mujeres guapas porque son famosos, o porque ganan mucho dinero, pero no porque sean hipnotistas. La hipnosis es una ciencia falsa y pasada de moda. Un truco de tipos con turbante, o de psicólogos con leontina, que deja asombrados a los niños en el circo, a los crédulos en las consultas, y a los yayos en los programas de la tele, que antes, cuando yo era niño, eran muy frecuentes los números de hipnosis en el prime time, y ahora ya nadie se atreve a programar esos asombros ridículos del siglo XIX.

    Si el hipnotismo funcionara, habría hostias, por estudiarlo en la universidad, con una nota de corte que me río yo de los ingenieros de telecomunicaciones, y todos los hipnotistas, televisivos o de feria de pueblo, saldrían con pibones de mareo como Charlize Theron en La maldición del escorpión de jade, sin ir más lejos. O como Helen Hunt, que no es tan explosiva, pero que jolín, ya quisiéramos todos, mujeres así, de mucho tronío, y de mucho merecimiento.



    Alguno dirá que el hipnotismo sí que funciona, pero que los hipnotistas son tipos honrados que no aplican su ciencia fuera de los escenarios. Porque entonces, arrastrados por la tentación, ya no es sólo que pudieran seducir a mujeres inalcanzables, con un sortilegio, o con una palabra mágica -Constantinopla, o Madagascar-, violando sus voluntades, sino que, además, nunca pagarían en los comercios, conseguirían los mejores empleos, y vencerían en todas las discusiones de los bares. Los hipnotistas serían los putos amos, los reyes del mambo, los depredadores sin depredador, si no tuvieran un fuerte sentido de la ética. Pero quién nos garantiza, ay, que todos los hipnotistas, de ser cierta su ciencia, iban a regirse por el mismo código deontológico. Nada más humano ni más tentador que una facción oscura, que una secta del mal, que fuera por ahí moviendo las manos como Obi Wan Kenobi en La guerra de las galaxias.

    Digo yo que si la hipnosis funcionara de verdad, un grupo de hipnotistas sin moral ya gobernaría el mundo desde sus azoteas, o desde sus palacios, ordeñándonos como a vacas que encima dan las gracias por su servidumbre.




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Relatos con-fin-a-dos

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Los Relatos con-fin-a-dos son como los relatos desconfinados de toda la vida: de cinco que te cuentan, uno te interesa, otro es bonito y tal, dos son un puro chascarrillo, y siempre hay uno que es una verdadera tontería. La vida misma...

    Por eso, aunque Relatos con-fin-a-dos sea un experimento sin sal, tiene el mérito de parecerse mucho a la vida real, que suele ser un rollo cuando te la cuentan. Porque al final, el confinamiento, que iba a ser el período más incierto de nuestras vidas, pero al mismo tiempo el más rico en anécdotas, para contar a nuestros nietos cuando llegara el momento y tal y cual, al final resultó ser un rollo pistonudo, de horas y horas amorrados a la tele y a la prensa digital, y lo más que nos pasó a todos es que una vez la policía estuvo a punto de multarnos porque nos pillaron con el perrete a un kilómetro de casa, o porque un día bajamos la basura a las tantas y nos fumamos un piti en la farola, o porque nos dimos un garbeo hasta el supermercado que estaba en el otro barrio para estirar las piernas. Cosas así, pequeñas gamberradas, que se repiten una y otra vez en las confesiones de aquella época, y que en realidad -como sucede con los Relatos Con-fin-a-dos – ya nadie quiere escuchar, porque aquello fue como un mal sueño, un tiempo irreal, idiota, tiempo de vida perdido.



    En uno de los relatos de la miniserie sale Isco, Isco Alarcón, “Pinchisco”, el del Arroyo de la Miel, el futbolista medio marginado por ese tozudo calvorota con una flor en el culo, y ya sólo por eso, si me dejara llevar por la pasión, tendría que haber puesto cinco estrellas ahí arriba, a modo de homenaje. Qué más da que Isco no haga de Isco, sino de un programador informático, que no hay quien se crea que con esas míseras credenciales, siendo él de físico normal y tal,  pueda convivir con semejante pibón, que encima le trata de idiota y de mal padre durante todo el episodio. Qué más da que Isco no sea un actor profesional, y que no haya quien se lo traque en su papel. Joder, ¡es Isco!, aunque no toque una pelota, y le he visto más tiempo aquí que últimamente por los campos. Sólo por eso ya doy por amortizado el tiempo en el sofá.





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Under the skin

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Si un día, por la noche, viniendo de sacar al perrete, o de comprar en el súper, se detuviera Scarlett Johansson a mi lado, al volante de una furgoneta, y me preguntara que si va bien para Camponaraya, o para Vitigudino, que anda un poco perdida, y apareciera así, como en la película, con esos ojazos, y esos labios pintados, y ese escote que quita el sentío, y me preguntara que qué tal, que si estoy solo, que si adónde voy, y me dijera que no hay problema, que suba, que ella me lleva en la furgo, yo supongo que algo en mi cerebro haría chas, o crack, no sé, alguna onomatopeya neuronal, pero al mismo tiempo, entre los balbuceos y la tartamudez, se abrirían paso tres deducciones racionales.

    La primera que ella es, efectivamente, aunque imposiblemente -y además hablando un castellano perfecto- Scarlett Johansson, la misma que viste y calza, y que sólo hay dos cosas que la hayan podido traer por la Pedanía: una, que esté rodando una película, y dos, que ande haciendo el Camino de Santiago. Pero en el primer caso, uno, digo yo, andaría enterado del asunto, porque sería noticia de portada en los digitales, y la comidilla de todo el pueblo, que anda por aquí, la Johansson, la americana, como si tal cosa, ya ves, aunque mucho más bajita de lo que parece en las películas. Y, en el segundo caso, pues que el Camino de Santiago no se hace en furgoneta, salvo que seas el que cobra por llevar las mochilas, y esas cosas no las hace una chica tan bien informada como ella.



    Así que habría que colegir que no, que no es Scarlett Johansson, aunque se le parezca mucho, y que olé, con la muchacha, desde luego, pero qué narices hace por ahí, tan parecida a la Johansson, conduciendo una furgoneta de autónomo a las tantas de la noche, en la Pedanía, ligando con tipos como yo que no tienen ni media hostia, ni medio atractivo, con los fulanos que esta tía podría elegir si se acercara hasta la Gran Ciudad, aparcara la furgo y se diera un voltio por las calles del centro.

    Así que al final acabaría deduciendo lo mismo que el autor de la novela, y que el director de la película: que la chica, tan simpática, tan johanssiana, es en realidad una extraterrestre que anda suelta por el planeta, y que ha adoptado la forma de Scarlett porque vio su foto en una revista nada más aterrizar con el OVNI. Y que a lo mejor te subes a la furgo y conoces el Cielo del sexo, y ya no quieres regresar, pero que a lo peor te montas y vives una pesadilla de tres pares de cojones, intergaláctica y todo. Y que por qué arriesgar la vida, o los mismísimos, si yo sólo había sacado al perrete, y me había quedado sin pan.



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Doce años de esclavitud

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Poco después de haber visto Doce años de esclavitud, en una de esas casualidades que a veces unen la vida real con la vida en las películas, los jugadores de la NBA, al otro lado del charco, han decidido plantarse y no jugar los partidos del día, a modo de protesta, de ya estamos hasta los cojones, porque la policía ha vuelto a abatir a un ciudadano negro por un quítame allá esas pajas. O directamente por nada, porque sí, porque los maderos andarían de mal jerol y a algo tenían que dispararle, como el señorito Iván en Los Santos Inocentes, a la Milana Bonita.




    Han pasado casi doscientos años desde que Solomon Northup fuera secuestrado y convertido en esclavo de las plantaciones, y el racismo en Estados Unidos sigue ahí, imperturbable, consustancial, como una mugre que formara parte del mito fundacional. Ni Lincoln, ni Rosa Parks, ni Martin Luther King… Ni los jugadores de la NBA, me temo. Abraham Lincoln… El muy listo abolió la esclavitud sólo para dar paso a la explotación laboral, que convenía más a los industriales del Norte, y tras la Guerra de Secesión, los negros regresaron al tajo con el único beneficio de que ahora ya no les podían azotar -al menos en público- si no se entregaban como bestias a su trabajo. Antes no les pagaban nada, y les proporcionaban una comida de mierda, y después empezaron a pagarles una mierda para que pudieran comprarse la misma comida de antes. Un cambiazo de Mortadelo, una engañifa, un truco de trileros para que Abraham Lincoln pasara a la historia como un prócer de la Patria.

    Pablo Ibarburu, el humorista, dice que una película, para que mole, debe tener un protagonista que supere un conflicto, y que aceptado esto, los negros de las películas tienen una cosa, que es “problemas”, mientras que los blancos tienen otra, que es “inconvenientes”. Una peli de blancos -decía- es ”Colega, ¿dónde está mi coche?”; una peli de negros es “Doce años de esclavitud”. Pues eso.


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La verdadera historia de la banda de Kelly

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Y es que ya empieza mal, desde el rótulo explicativo, La verdadera historia de la banda de Kelly, porque dice algo así como que la historia es real, pero inventada, o inventada, pero real, da igual, ya no me acuerdo, y se queda uno pensando que para qué, entonces, la aclaración, que si es real, pues es real, o al menos basada en hechos reales, y si no, pues viva la ficción, y no se pone nada, y se tira para delante.

    Es que además me ha pillado mal, muy mal, a contra western, la película, porque vengo de ver Fort Apache y tengo ese lado dolido, el de los tipos duros campando por los paisajes desérticos, y resulta que claro, que ahora caigo en que Australia también tuvo su época de western, de cuando los colonos, y los presos liberados, y los aborígenes como víctimas del genocidio, aunque aquí el western sea más bien un eastern, si nos ponemos frente al mapa, y además hemisférico del Sur, que para el caso da igual, porque la historia es más o menos la misma: un paisaje despoblado, miles de hectáreas por hurtar, psicópatas que vagan a sus anchas, y un gobierno que parece no existir, o que existe pequeñito, en Sidney, o en Canberra, desentendido de lo que pasa en el resto del continente.




    Me ha entrado mal, muy mal, La verdadera historia de la banda de Kelly. No me interesa. Me aburre. Me apabullan sus formas de gran cine, de cine de la hostia, de cine para epatar, pero en el fondo contando una historia confusa, sin pies ni cabeza, mal entendible si no eres australiano o habitante de las cercanías. Entendiendo el fenómeno global de los psicópatas, no entiendo el fenómeno asesino de estos tipos en concreto, que la película no se para a explicar, que no pone en contexto, que simplemente los lanza así, a las praderas, a asesinar, ya jamados de natura, genéticos, de la estirpe de los peores reclusos,  a pegarse tiros, a amenazarse, a irse de putas, a cabalgar entre los pinchos y liarse a puñetazos borrachos perdidos. La escoria, en definitiva, que es la base de cualquier civilización moderna que se precie. Eso es verdad, y no tiene vuelta de hoja.

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