One cut of the dead

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La amistad y el amor se ponen a prueba de este modo: la otra persona te recomienda una película, la ves, bostezas, te desinteresas, te horripilas incluso, y ya incómodo en el sofá, empiezas a preguntarte cuál es la distancia real que os separa. Hasta dónde llega la comunión de intereses, y dónde empieza el territorio que ya no es común: la cinefilia sin compartir, la literatura paralela, la sensibilidad que nunca se fundirá en un abrazo conmovedor… Luego, si se trata de una amistad, la cosa no te parece tan grave, porque bueno, siempre hay temas de los que tirar. Es como una chistera de la que siempre sale algo: se habla de fútbol, de política, de mujeres... E incluso de hombres, si estás con mujeres. Y si es el amor el que se tambalea, pues está el sexo, para hacer de pegamento, y curarte del susto, y levantarte a la mañana siguiente como si esa película nunca hubiese existido. Un mal sueño, nada más.

    Yo, en la juventud, perdí una amistad incipiente, de brote verde, por recomendarle Barton Fink como si me fuera la vida en ello. También perdí el aprecio de mis cuñados cuando un día, siendo pre-cuñados todavía, me propusieron ver una película juntos, lo fiaron todo a mi supuesta cinefilia, y yo traje del videoclub Corazón Salvaje, la película de David Lynch. A la media hora uno se levantó a cagar y ya no volvió, y el otro bajó al kiosco a por palomitas y regresó dos horas después… Ahí fue cuando empezaron las miradas raras, de soslayo, preventivas, que luego ya duraron todo mi matrimonio.


                           


    Ayer vi One cut of the dead por recomendación de una amiga. Y a pesar de todo, sigo considerándola mi amiga. Es lo que pasa con los edificios consolidados, bien cimentados: que una tontería de zombis japoneses no puede derribarlos. Lo suyo con los japoneses es una querencia cultural que bueno, en fin, es irremediable... Con One cut of the dead me he reído un poco y luego me he aburrido muchísimo. Todo es original, bienintencionado, aplaudible incluso, pero, no sé por qué, no me interesa lo más mínimo. Quizá es porque me estoy volviendo un des-almado en sentido estricto, y aquí, entre los japoneses de la película, to er mundo e güeno y jovial. Ya sólo me interesan las películas donde sale gente mala, nociva, retorcida, o simplemente estúpida. Es lo que veo a mi alrededor todos los días, salvo cuatro frutos del otoño…

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Snatch. Cerdos y diamantes

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En mi colegio también había un gitano rubio como éste que encarna Brad Pitt en la película. Juan José de Tal y Tal, de ojos azules, y con anillos de quincalla. Me acuerdo perfectamente de sus apellidos pero no quiero sacarlos aquí, en escritura pública, porque no tengo los permisos necesarios. Qué habrá sido de él, me pregunto, ahora que treinta años después le he recordado.... ¿Se preguntará él, alguna vez, qué ha sido de mí, de aquel empollón de las gafas, de aquel madridista sin remedio?

    Qué habrá sido, en realidad, de todos aquellos chavales… Dónde estarán, aquellos 41 fulanos que hicimos la EGB codo con codo, ocho años en las trincheras de los pupitres, como quintos de la mili, juntos como hermanos y miembros de una iglesia, la del beato Marcelino Champagnat, que rogaba por nosotros desde el Cielo de los clérigos reaccionarios. Sé que unos quintos  han muerto de cáncer; que otros se ganan el pan como pueden; que a otros les va de puta madre por la vida… Pero no sumo más de diez conocimientos ciertos, apenas un cuarto de aquellas biografías que se quedaron en León, o se dispersaron por el mundo.



    Qué habrá sido de Juan José, de Juanjo, que tampoco era un gitano en realidad, sino un merchero, un quinqui, como este personaje de la película. Juanjo era un chaval impredecible, tan jovial como peligroso, que venía del barrio de Corea -que no sé por qué lo llamaban así-, un arrabal chungo, de marginales, de drogatas, de gente sin trabajo conocido. Con Juanjo lo mismo te descojonabas de la risa que luego te soltaba un puñetazo, como estos que arrea Brad Pitt en la peli, a mano descubierta. A mí una vez me partió la nariz de un hostíón, por una discusión tonta sobre un gol. Luego, el maestro, en clase, le soltó un bofetón que le hizo caer del pupitre. Recuerdos…. 

    Eso fue antes de que Juanjo empezara a llevar navajita, en el pantalón del vaquero, como estos canallitas de Snatch. Cerdos y diamantes. A veces nos la enseñaba, medio sacándola del bolsillo, con una sonrisa que nos dejaba helados. Los dos últimos cursos ya nadie se arrimó a él. En clase en convirtió en un fantasma; en el barrio nos lo cruzábamos a veces, cuando iba y venía de Corea, a sus cosas, cada vez más perdido en su mundo sospechoso, sin saludar a nadie. Qué habrá sido de él…

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Sherlock Holmes

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¿Qué cosa original podría escribir uno sobre la figura de Sherlock Holmes? Nada, por supuesto. Sherlock ya es tan universal como archisabido. Sus aventuras -las originales y las inspiradas- llevan más de un siglo traduciéndose a los mil idiomas, y a los mil lenguajes audiovisuales. Creo que hasta las novelas de Conan Doyle iban codificadas en el disco de platino de la nave Voyager, y que ahora van camino de las estrellas, para que algún extraterrestre las encuentre y las traduzca al marciano o al andromédico, y Holmes, y su inseparable Watson, ya sean personajes interestelares y transgalácticos.




    Hasta mi abuela, que sólo leía la hoja parroquial y las ofertas del supermercado, sabía quién era Sherlock Holmes: ese inglés tan listo y tan peripuesto que no se parecía nada a su nieto Álvaro, el menda, que parecía tan limitado, siempre en sus cosas, amorrado a la tele o a los tebeos. Hasta los niños de mi colegio, pobrecicos, han visto alguna vez al bueno de Sherlock en los dibujos animados, o en los cuentos infantiles, y ya no les sorprende que un espécimen humano o animal -porque Holmes, en los cuentos, casi siempre es el ratón colorao que se decía antes de los tipos inteligentes- vaya por el mundo moderno con ese gorro tan raro, y con esa lupa en la mano, persiguiendo crímenes sin resolver, ahora que los de CSI Miami o los de CSI Alcobendas llegan a la escena del crimen y lo encarrilan todo en un santiamén, con sus mil accesorios de la señorita Pepis en la maleta.

    Así que nada… Sólo voy a decir -por decir algo, para cumplir con mi folio obligatorio- que a veces los anglosajones hacen unas película muy entretenidas con el personaje, aunque a veces sean tan disparatadas como ésta, y salga Robert Downey Jr. pegándose de hostias en los clubs de la lucha. Algo así como un pre-Tyler Durden de la época victoriana. Sólo que Holmes, curiosamente, en la película, hace todo lo posible por salvar el Parlamento y las instituciones financieras, y no dedica su inteligencia a provocar su caída en un acto revolucionario y conmovedor. Porque Holmes, en el fondo, es un tipo conservador. Un héroe del sistema.

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La locura del rey Jorge

 

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Termino de ver La locura del rey Jorge y saco al perrete a dar su último paseo por La Pedanía. Al fresco de la noche, mientras distingo los astros más notables en el cielo, voy dándole vueltas al tema de la escritura de hoy. Y ya casi desesperado, incapaz de encontrar un argumento al que agarrarme para completar el folio, me da por pensar cuán distintos eran estos reyes de la casa de Hannover que se navajean en la película, de estos otros de la casa de Windsor que ahora ocupan el trono de Inglaterra, y cuyas trapisondas me acompañaron durante el confinamiento en las tres temporadas de The Crown.

    Los últimos reyes y reinas de la casa de Windsor se han ido pasando el trono de Inglaterra como una patata caliente. Casi como si se sentaran sobre una silla eléctrica a punto de ser enchufada. Eduardo VIII prefirió el sexo con Wallis Simpson antes que permanecer en el cargo un solo día más. Su hermano Jorge VI, que tartamudeaba ante los micrófonos, y palidecía ante las muchedumbres, tuvo que coger el relevo con más cara de sufrimiento que de orgullo, y casi podría decirse que murió antes de tiempo por culpa del estrés. Su hija, Isabel II, a tenor de lo que cuentan en The Crown, tampoco brindó con champán, precisamente, cuando se descubrió reina de la noche a la mañana, demasiado joven y demasiado alejada de los entresijos. Y respecto a su hijo Carlos, el Príncipe Eterno de Gales, todos sabemos que él hubiera preferido ser cuarto o quinto hijo en la línea sucesoria, para dedicarse a la pintura, a la música, al teatro, a la beneficencia de los artistas.




    Sin embargo, sus antecesores en el trono, los Hannover, si hacemos caso de lo que cuentan en La locura del rey Jorge, eran unos yonquis auténticos del trono. Unos usurpadores hambrientos, cuando no estaban en él, y unos resistentes contra viento y marea, cuando tenían la chiripa de ocuparlo. Porque en aquellos tiempos sin partos en el hospital, y sin penicilina en las farmacias, de médicos que sólo eran matasanos o matarifes, era una pura chiripa estar allí sentado. Lo mismo podías ser rey coronado que infante en el cementerio. Eran tiempos terribles, muy poco longevos, lo mismo para las sangres rojas que para las sangres azules, y quizá por eso todo el mundo andaba con tantas prisas, y tantas ansias.

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Irrational Man

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Al principio de Irrational Man, el profesor de Filosofía que encarna Joaquin Phoenix les dice a sus alumnos:

-          Recordad, aunque sea lo único que os enseñe, que gran parte de la filosofía sólo es una paja mental.

Lo que Abe Lucas les pide es menos palabrería y más acción. Menos samba, e mais trabalhar. Menos discursos sobre la esencia última de la voluntad, y la decisión firme de aplicarla para cambiar el mundo. Menos pancartas y más guerrilla. Que en sus clases se queden con cuatro nociones fundamentales, y que luego muevan el culo. Que salgan a la realidad, que no se pierdan en laberintos mentales, porque la vida, en realidad, es algo muy simple y material: el deseo sexual, el instinto de sobrevivir, el amor por los hijos… Emma Stone y su sonrisa. El placer y el dolor, que siempre son físicos, moleculares, sinápticos en última instancia. Todo lo demás es perifollo verbal, cacharrería neuronal. Juegos de palabras. La filosofía es un mero hilar palabras y conceptos con corrección gramatical. Un edificio verbal que puede ser bellísimo o portentoso, de mucho discutir y perorar. Pero casi nunca asienta sus cimientos en la carne, en la sangre, en el instinto que nos mueve. Nubes de fotografía, en el aire…



    La pregunta que sobrevuela toda la película es: ¿y dónde sustentar, entonces, la ética? ¿Qué distingue la buena acción de la mala? ¿Dios, el remordimiento, el pacto entre los hombres…? Según Abe Lucas, la ética sólo es que no te pillen. El miedo a la cárcel, o el temor a la venganza. Nada más. No una ley divina, no un imperativo categórico, no un gusanillo de la conciencia. Una tentación continua para el ateo y para el nihilista. Una cuestión que ha obsesionado a muchos personajes de Woody Allen, y que ya nos perturbaba a muchos espectadores en 3º de BUB, cuando nos enfrentamos por primera vez a la asignatura de filosofía. Mientras media clase dormitaba su desinterés y su aburrimiento, nosotros, los que no ligábamos, y lo fiábamos todo al culturetismo y a la belleza interior, nos dejábamos arrastrar por aquellas cuestiones como incautos, como pajarillos atrapados en una red. Filósofos, a nuestro pesar.

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Quiz

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Hace años, cuando Carlos Sobera levantaba la ceja en “¿Quién quiere ser millonario?”, las amistades me decían que por qué no me presentaba. Decían, equivocadamente, que yo era un tipo “inteligente”, y que podía ganar una pasta a poco que sonriera la fortuna. Ellos -como casi todo el mundo- confundían la inteligencia con la cultura, que es una cosa muy diferente. Se puede ser inteligente y nada culto, como las gentes del campo, y se puede ser culto y nada inteligente, como yo, que doy ejemplo viviente todos los días.  Y ni siquiera culto: cultureta, como mucho, y de tres temas obsesivos, nada más. Como casi todo quisqui por otro lado. Porque ay, además, si yo fuera inteligente de verdad… Iba a estar yo aquí, por los cojones, instalado en esta vida, en esta rutina, en este rincón. Con dos dedos de frente habría elegido mucho mejor los amores, las compañías, las vocaciones. De haber sido inteligente no me habría equivocado en cada encrucijada de la vida, o me habría equivocado lo justito, en cosas secundarias, de regresar pronto al carril, o de sufrir sólo un leve contratiempo.



    Nunca fui al concurso de hacerse uno millonario, por supuesto. Ni se me pasó por la cabeza. Enfrentado a Carlos Sobera, los nervios me habrían atenazado y no hubiera respondido ni a mi nombre, en la primera pregunta de calentamiento. “Por 50 euros, ¿cómo se llama usted? Opción A, Pedro, opción B, Lautaro, opción C, Álvaro; y opción D, Alberto”, y ahí me habría quedado, mudo, incapaz de pedir los comodines porque ni me hubiera acordado de ellos, y al final, enredada la lengua, hubiera respondido que Alberto, fijo, y ante la mirada atónita de Carlos Sobera me habría reafirmado en la tontería: Alberto, seguro, por los puros nervios, por el puro cague de estar ahí, ante millones de espectadores, y al ponerse en verde la opción C, la correcta, Álvaro, de toda la vida, me habría desmayado del soponcio, y del ridículo.

(La serie, por cierto, es muy buena. Quiz sólo dura tres episodios. Suficientes. Cuenta todo lo que tiene que contar y punto. Además lo hace muy bien. No pretende secuestrarnos en el sofá. No estira el chicle. No se apoya en secundarios insufribles. Quiz nos respeta como ciudadanos atareados que somos, siempre con muchas cosas que hacer. Se agradece).

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Mulholland Drive

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¿Y si lo que soñamos fuera lo real, y lo real, lo soñado? ¿Y si esta distinción entre “estar levantado” o “estar acostado” fuera otra convención social como conducir por la derecha, o poner los mapas con América a la izquierda?  Quizá esto que llamamos vigilia sólo sea otra versión de la realidad, tan válida como la otra, pero hemos acordado depositar en ella los derechos y las obligaciones para que nadie se escaquee diciendo que no estaba, que estaba dormido, en la otra dimensión, cuando le explicábamos la tarea.   

    Supongo que no soy el primero en preguntarse estas tonterías, pero me las pregunto todos los días al despertar porque yo sueño con mucho detalle, con mucha tripa puesta en la emoción, y muchas veces me conduzco por el día como si verdaderamente me condujera por el sueño, medio grogui, sonaja perdido, con las pesadillas todavía flotando sobre mi cabeza, como avispas puñeteras que revolotean y nunca terminan de irse. La densidad de lo que sueño es tan pesada que a veces me encorva al caminar. La noche es prácticamente la segunda consciencia de mi día, pero en escenarios recurrentes, y con personajes que se repiten una y otra vez, muy pesados, y poco generosos, pues me siguen regateando el amor o la atención, o la ayuda necesaria. Yo me pongo el pijama como quien se viste para bajar a la mina, o para subirse al cohete espacial. Es todo un traje de faena.



    Mulholland Drive es una película que nos gusta mucho a los que soñamos como si viviéramos una doble vida; y no les gusta nada -es más, ni siquiera la comprenden, y la odian- a los que no sueñan, o siempre olvidan sus sueños al despertar, que viene a ser lo mismo. Lo tengo comprobado. Es una película que saco muchas veces a colación en mis monsergas de cinéfilo, para ir calando al personal. Yo separo a la gente en dos grupos: a los que les mola Mulholland Drive y a los que no. Con los primeros puedo confesar sueños y pesadillas. Sé que ellos me entienden. Se establece una conexión... Con los segundos sólo hablo de política, de fútbol, de quimera sexuales, sin salir nunca de esta dimensión de la realidad. El vínculo con ellos es gratificante, pero menos estrecho.

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Laura

 

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En el acto mismo de la concepción está simbolizado el quehacer principal de la humanidad. Del mismo modo que los espermatozoides se arremolinan alrededor del óvulo pero sólo uno consigue penetrar la membrana, los hombres, ya más creciditos, se arremolinan ante las mujeres más codiciadas pero sólo uno logra acceder desnudo a su alcoba. Y penetrarla. Luego hay complicaciones muy interesantes, claro, juegos numéricos de mucho retozar, pero no vienen al caso porque complican la ecuación, pertenecen a minorías ilustradas y además me estropean el discurso que ya traía preparado.



    En el acto de la reproducción está la metáfora misma del deseo de reproducirse, o de hacer que uno se reproduce. Hombres que se afanan, y mujeres que conceden. Y poco más, es la vida: un cortejo mejor o peor disimulado, más o menos insistente, y señoritas que seleccionan con el dedo al ganador. Como en Los Inmortales, que al final sólo quedaba un fulano en pie. Cortejar y dejarse cortejar: eso es lo sustancial, y lo otro sólo es pasatiempo y literatura. Hay quien se lo toma con humor, gente que lo convierte en tragedia, y poetastros, incluso, que niegan la mayor y dicen que la vida es la unión mística con Dios o con las energías del universo. Pues bueno… Los hay, también, que convierten este hecho indudable en obras maestras del cine. No porque sean películas redondas en realidad, sino porque dan con el meollo de la cuestión, y salvada la vigilancia de la censura no se andan con gilipolleces. Laura, por ejemplo, es una película inmortal porque cuenta la historia de tres hombres que quieren acostarse con Gene Tierney y no dejan de hacer el ridículo en el empeño. (Pero quién, ay, enfrentado a su belleza mareante, no caería en ese pozo, en esa disputa, en ese sueño que alimentaría ciento y una masturbaciones desoladas).

    Laura es cine clásico, cine negro. Cine viejuno pero reconfortante. Va de un detective y de una mujer asesinada, pero en realidad es un pre-make de Algo pasa con Mary, que era la historia descacharrante de varios merluzos enamorados de Cameron Díaz, todos a la vez. La vida...

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