Siervos

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La película transcurre en Eslovaquia, a principios de los años 80, tiempos de Panenka y del Slovan de Bratislava, cuando parecía que el comunismo iba a durar 1000 años aunque fuera entre penurias económicas y propagandas de Hollywood. Y ya ves: le quedaba menos de una década. Tanto tanque, tanto misil, tanto agente secreto para luchar contra los disidentes desharrapados o contra James Bond con pajarita, y al final el colapso de las tiendas, y la mierda del televisor en blanco y negro, que ya no había proletario que lo aguantara. Y la tentación de entrar en un McDonald’s, que al final fue el factor decisivo. Sí, sí, ríanse...

(Hablo del comunismo soviético, claro, tan ineficaz como criminal, no del comunismo sentimental, que ese tardará muchas generaciones en extinguirse, y quizá no lo haga jamás. O eso espero... Mientras existan pobretones y señoritos, necesitados y sociópatas, el fantasma del abuelo Karl seguirá recorriendo Europa aunque solo sea para meter un poquito de miedo. Que las Ayusos del mundo, al menos, se despierten sobresaltadas a las cinco de la mañana...)

Estamos en Eslovaquia, decía, en esta película titulada “Siervos” donde unos son siervos de Dios y otros siervos del Estado, enfrentados a cara de perro. El comunismo,  que aún se creía todopoderoso, emprende una guerra suicida y soterrada contra la Iglesia Católica, que fue su enemigo más encarnizado. Más poderoso, incluso, que los portaaviones americanos, pues los curas vendían un producto imbatible, más seductor que la hamburguesa o que la Superbowl regada con Budweiser: la Salvación Eterna. Y también la Carcajada Infinita, claro, cuando te descubres en el Cielo y ves que tus enemigos aúllan de dolor en los pisos inferiores. Que les jodan.  Y eso –“que les jodan”, y no otra cosa- es el producto estrella de su religión.

Obvia decir que los comunistas checoslovacos ganaron algunas batallas usando la fuerza bruta y la violencia sistemática. Pero que la guerra, cualquier guerra emprendida contra la Iglesia Católica, pacífica o criminal, está siempre perdida de antemano. Son los ejércitos de Dios, y a veces parece que se nos olvida.




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La asistenta (Episodios 6-10)

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Hoy mismo, en el colegio, figuraban tres personas en la lista de ausencias. Tres sospechosas habituales. Digo sospechosas porque nuestro claustro está constituido mayoritariamente por mujeres. En los colegios con mayoría de hombres pasa tres cuartos de lo mismo. En realidad, pasa en cualquier sector laxo del funcionariado. Y nuestro centro es “laxo” de cojones, o de ovarios.

Una vez nos reprendieron desde las alturas vallisoletanas. Hubo toque de generala, actos de contrición, propósitos de enmienda... Nos pusimos muy circunspectos. Pero dio igual. Los hábitos están adquiridos, y los justificantes todo lo justifican. Y a los pocos meses volvimos a las andadas. Aquí nadie va al médico por la tarde, que se puede. Raro es el día que un pariente no necesita un acompañamiento: hay hijos con fiebre, madres impedidas, padres que se lían, hermanos que se deprimen... Todo esto se entiende (casi siempre). Pero llega el viernes o el lunes -siempre es el viernes o el lunes- y surge el asunto administrativo, la décima de fiebre, la avería del no sé qué. Los sindicatos se descuernan por conseguirnos los días de “asuntos propios”, y cuando los conseguimos, los empleamos en ir a las rebajas de El Corte Inglés mientras alguien hace nuestro trabajo. No es escaqueo, no es mentira: es obligatorio presentar un justificante sellado que indique la hora y el asunto. No hay trampa ni cartón. Pero hay algo que no es normal, que huele a deserción. Ya nadie recuerda el último día que vinimos todos a trabajar, juntos como hermanos, y miembros de una Iglesia.

Luego ves a esta pobre chica de “La asistenta”, jugándose el despido en cada fiebre de su hija, en cada percance de su coche, en cada putada de su ex, y piensas que en realidad gozamos de un privilegio socialista que costó décadas conquistar. Y quizá por eso me jode tanto que abusemos de él. Que lo pervirtamos. Es casi ofensivo ver un episodio de “La asistenta” y luego plantarte ante la lista de quienes no vienen a trabajar porque lo han convertido en abuso y tradición.





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El curioso caso de Benjamin Button

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Dentro de unos cuantos eones, cuando la materia oscura alcance la masa predicha en las ecuaciones, el universo detendrá su expansión y empezará a contraerse, impelido por la gravedad. Las galaxias se aproximarán y la flecha del tiempo emprenderá el camino de regreso, como rebotada en una goma. Las agujas de los relojes girarán en sentido contrario, y los dígitos iniciarán el "final countdown" que cantaban aquellos melenudos de Europe. Tanto dar la matraca y mira: no iban desencaminados.

    Después del Big Crunch, las consecuencias precederán a las causas, y la mierda nos entrará por el culo. Será gol cuando se inicie la jugada, y será viernes cuando comience la semana laboral. Los amores nacerán cuando nos bloqueemos en WhatsApp, y terminarán justo cuando nos demos el primer beso. Cuando el calendario invertido alcance el día de nuestra muerte, nos levantaremos de la tumba, o nos reharemos de nuestras cenizas, y resucitaremos como estaba prometido en las Escrituras. Transitaremos, como Benjamin Button, de la vejez hacia la infancia, y moriremos, sonrosaditos y tiernos, en el vientre de nuestra madre. La conciencia de estar vivos -lo poco que quede de ella- se extinguirá cuando el zigoto se escinda en dos gametos, rompiendo nuestro yo.

    Así será nuestra segunda vida, nuestra resurrección de la carne, y todos seremos un poco como Benjamin Button, que ahora nos parece un personaje de fantasía, el curioso caso que desafió las leyes de la naturaleza. Si los astrofísicos no se equivocan, trece mil millones de años después de nuestra muerte invertida el universo se contraerá hasta un punto de dimensiones ridículas, y se producirá otro Big Bang que devolverá las cosas a su curso normal. Y así, en este juego pendular, después de otros trece mil millones de años, yo volveré a estar aquí, en el sofá, en el eterno retorno de Nietzsche, viendo por enésima vez “El curioso caso de Benjamin Button”, disimulando las lágrimas de contento. Porque sabré, o intuiré, que el amor de Benjamin y Daisy, aunque trágico, es eterno y nunca morirá. Como todos los amores, los de usted y los míos. Y que la espera, tan larga, habrá merecido la pena.  



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La asistenta (Episodios 1-5)

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Supongo que los hombres nos lo tenemos bien merecido. Durante siglos, la literatura (porque películas no había) trató a las mujeres como hijas directas de Eva: frívolas, mentirosas, imprevisibles. La mujer era una tentación que nos alejaba de la virtud. El receptáculo de la vida, pero también la puerta del infierno. En los textos cristianos ellas eran siervas del demonio, cuando no el demonio mismo, disfrazado. La Edad Media las tachó de brujas, y el Renacimiento de menguadas. En la época victoriana las vistieron con un burka con enaguas. Hasta no hace mucho, los personajes femeninos se entregaban al histerismo o al pendoneo. Sólo pensaban en casarse y luego en traicionar al marido, acostándose con otro, o negándole el débito conyugal. Secundarias de la vida. Males necesarios. Un ser a medio camino entre el mono de Darwin y el superhombre de la evolución.

Ahora, sin embargo, en las ficciones de Netflix -y quien dice Netflix dice las tropecientas plataformas- somos los hombres los que parecemos regresar al árbol primigenio, a ratos con el teléfono móvil y a ratos con la cachiporra del australopiteco. Cejijuntos y peligrosos. Supongo que tenemos que pagar por todo aquello, insisto.

En “La asistenta” no hay hombres buenos. Ni uno solo. Bueno, sí, aquel chiquillo de Tinder que parecía más majo que las pesetas. Aunque a saber... El paisanaje es desolador. Ya dicen las ministras del ramo que “todos los hombres somos unos violadores en potencia”. Y aunque es científicamente cierto -porque “en potencia” se puede ser cualquier cosa- el discurso es rastrero y ofensivo. Pero ya digo: es lo que toca. Ya llegará el tiempo del equilibrio.

La expareja de Alex es un alcohólico con arrebatos; su padre, tres cuartos de lo mismo; el amante de su madre, un pichabrava. El amigo que le presta la furgo sólo busca acostarse con ella. El tipo de mantenimiento, un vago que le mira el culo de reojo. ¿El ricachón de la mansión?: un cabrón que deja a su mujer en el peor trance de su vida. Nadie se salva. El infierno son los demás, dijo Sartre, y resulta que en “La asistenta” casi todos son hombres. Y sólo llevamos cinco episodios...



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El perfume de Yvonne

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El amor es un concepto escurridizo y polisémico. Hay tantas formas de amar como amantes. Tantas formas de enamorarse que podríamos estar aquí hasta las tantas, debatiéndolas. De hecho, yo estuve no hace mucho hasta las tantas, debatiéndolas...

Yo digo que te amo, tú dices que me amas, y podemos estar diciendo cosas completamente diferentes. E incluso antagónicas. Nadie miente, nadie traiciona, pero la escualidez del idioma -porque si no decimos amor, ¿qué narices decimos?- nos condena al malentendido. A veces pasa, y duele como un tiro, pero no sirven de nada reprochar. Aquí cada uno ama como puede, o como le parieron. It’s only business.

Dicho esto, hay arquetipos universales en los que podemos reconocernos. Porque ya son muchas películas, y las novelas, y las vidas cotidianas, y podemos afirmar con cierto atino al repensarnos: pues mira, yo amo como ese, o me enamoro como aquella, y así nos adscribimos a una escuela del sentimiento. Yo, por ejemplo, me enamoro como se enamoran los hombres en las películas de Patrice Leconte: como Víctor de Yvonne, o como Antonine de su peluquera. En un instante aciago. En cero coma, como dicen ahora  los jovenzuelos. Levantas la vista del teléfono o buscas asiento en el vagón y allí está ella, indudable y definitiva. El compendio final de todas tus fantasías. El equilibrio exacto entre lo exterior y lo interior, el cuerpo y el aura. Tú mismo, ya enamorado, te sientes medio macaco y medio caballero, en el punto ideal del virtuosismo. El amor...

En este amor verdadero -porque hay otros igual de verdaderos- no hay titubeos ni cálculos emocionales. No se sopesan los pros y los contras, los riesgos y los beneficios. Si piensas estás muerto, y todo se esfuma como aquella pompa de jabón. Los amores que retrata Patrice Leconte tienen algo de bofetada y de maldición. El instinto -viene a decirnos- es una jodienda maravillosa. O una maravilla que nos jode. El cerebro no pinta nada, y el corazón, tan alabado, solo está para llevar sangre al frente de batalla. El amor está en las tripas. Tan sabias, cuando te enamoras de la peluquera, o tan necias, cuando te enamoras de Yvonne.



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M, el vampiro de Düsseldorf

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Yo quería poner por escrito mi decepción con “M, el vampiro de Düsseldorf”, que se me ha quedado muy clásica, pero muy aburrida. Su inicio es sobrecogedor, pero su desarrollo es dormitivo, y solo el desenlace de Peter Lorre confesando su “problemática” permanecerá en el recuerdo, tan impresionante como expresionista. También nos quedará la imagen de la “M” estampada en su espalda, y la cara de Peter Lorre cuando la descubre, que nos recuerda que todos nosotros -salvando las distancias, claro- llevamos una letra que señala nuestra tara o nuestra debilidad. Una inicial fluorescente, hecha con zumo de limón, que sólo en ciertos ambientes, y en ciertas confianzas, brilla delatora y puñetera.

    Yo quería denunciar mi aburrimiento, ya digo, pero allí, en la web de Filmaffinity, he descubierto que hace quince años yo mismo le puse un 8 como una catedral de Colonia a esta película de Fritz Lang. Un notable alto, y un comentario laudatorio, enardecido como estaba por la cinefilia de los clásicos, y el respeto a los mayores. Qué noches las de aquellos años... Era yo mismo, sí, no puedo negarlo: el mismo tipo alto, desgarbado, funcionario pero nada funcional, con cara de panoli culto, o de culto panoli, dos escrituras a elegir. Para nada el yo de ahora, más resabiado, más pelado en los cataplines, que revisa los clásicos con un poco de recelo, retorcido en el sofá, dispuesto a denunciar que el emperador desfila desnudo por mi televisor.

    David Hume tenía mucha razón cuando defendía que no somos un yo, sino una sucesión de yoes que permanecen unidos por un hilo muy fino. Una ilusión de continuidad a la que ponemos un nombre y un apellido para no disolvernos en la nada.  Una cadeneta de monigotes como aquellas que hacíamos en “manuales”. Eso que ahora los legisladores llaman “Educación Artística y Producción de Hechos Culturales Manufacturados”, o algo parecido. Todos los pedagogos llevan la E de “eufemismo” pintada en el hombro. Malditos sean también.


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La chica del puente

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El amor, cuando hablamos de física de partículas, recibe el bonito nombre de “entrelazamiento cuántico”. Dos electrones enamorados forman parte de la misma función de onda, y nunca se desligan aunque vivan muy alejados en el Universo. Lo que le hagas a uno repercutirá automáticamente en el otro, porque no son dos partículas diferenciadas, sino una sola, aunque binaria, y por tanto comparten destino y rotaciones. Podríamos decir que las partículas entrelazadas son dos medias naranjas de dimensiones nanométricas, que no puedes exprimir por separado sin que la otra también llore o se desangre.

El entrelazamiento cuántico es un misterio tan insondable como el amor del mundo macroscópico: sabemos que existe, tenemos pruebas, pero nadie es capaz de explicarlo todavía. O sí, y no queremos aceptarlo.... El amor entrelazado es un fenómeno contraintuitivo que desafía la lógica y el sentido común. El mismo Albert Einstein, en sus conferencias, renegaba del entrelazamiento cuántico por considerarlo herético, contrario a la razón. Nada podía viajar más rápido que la luz: ni siquiera el amor, o las malas noticias. Un fotón era un fotón; y otro fotón, otro fotón. Para nada un único fotón, cuya nube de probabilidad tendría que expandirse desafiando a las ecuaciones. Un rollo, sí, pero yo me entiendo

En “La chica del puente”, Gabor y Adele se conocen a punto de suicidarse saltando del mismo puente, y al conocerse, y salvarse el uno al otro, crean un entrelazamiento sexual que también les convertirá en amantes inseparables. Una sola carne, como dicen en la Biblia, que a veces tiene metáforas muy bonitas y muy bien traídas.

Lo de Gabor y Adele es en verdad un encuentro milagroso, de una probabilidad infinitesimal, pues él sólo se excita lanzando cuchillos en el circo, y Adele, más rara todavía, sólo se excita recibiéndolos a escasos centímetros de su cuerpo, haciendo ¡clac! en la madera. El orgasmo femenino, por cierto, es otro misterio de la física cuántica que todavía no tiene una ecuación satisfactoria. Einstein no le dedicó ni dos líneas en sus escritos. Para qué...





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Muerte entre las flores

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El otro día, en el podcast de Javier Aznar, un filósofo decía que la inteligencia era el bien mejor repartido de la Creación, mucho más que la riqueza o que la belleza. Porque la pobreza, o la fealdad, son desgracias que se pueden confesar con la guardia baja, cuando hay un espejo delante o un amigo que conversa. Pero la inteligencia... Ay, la inteligencia... Nadie se considera a sí mismo un estúpido, como nadie se confiesa a sí mismo un loco, o un votante del fascismo.

Escuchando al filósofo me acordé de pronto de “Muerte entre las flores”, quizá porque mi paseo transcurría por un bosque de La Pedanía, con las hojas caídas, y la neblina entre los troncos, y Eddie que correteaba persiguiendo a los gamusinos. Un recodo del bosque era tal cual el Miller’s Crossing donde Gabriel Byrne fue a matar a John Turturro y luego se arrepintió. “¡Mira dentro de tu corazón...!”, le suplicaba Turturro en la escena inmortal. La de veces que se lo dije yo a la mujer que me dejaba como deporte: “¡Mira dentro de tu corazón...!” También arrodillado y tal. A Turturro le funcionó una vez; a mí dos. Pero a ninguno nos bastó.

Yo creo, en mi humildad intelectual, pues padezco del sesgo contrario, que el filósofo, se estaba olvidando de la ética. Porque la ética es otra medalla de oro que se compra muy barata en los chinos para luego lucirla en el cuello. Ética es la palabra que sobrevuela todo el metraje de “Muerte entre las flores”. Los personajes son gánsteres, psicópatas, estafadores, corruptos... Parece el Congreso Nacional de un partido político que yo me sé. Y sin embargo, todo quisqui se aferra a la ética para justificar sus crímenes o sus traiciones. También como en el partido ese, mira tú por dónde.

El imperativo categórico de Immanuel Kant ha arraigado en cada personaje para crear una moral muy conveniente y personal. Como en la vida misma, vamos. Y como todos los personajes de “Muerte entre las flores” se creen buenos, al final resulta que no hay buenos ni malos. Sólo negocios, y amores que tiemblan.

Y cosiendo unas cosas con otras, una obra maestra del cine.






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