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Hoy mismo, en el colegio, figuraban tres personas en la lista
de ausencias. Tres sospechosas habituales. Digo sospechosas porque nuestro
claustro está constituido mayoritariamente por mujeres. En los colegios con
mayoría de hombres pasa tres cuartos de lo mismo. En realidad, pasa en cualquier
sector laxo del funcionariado. Y nuestro centro es “laxo” de cojones, o de ovarios.
Una vez nos reprendieron desde las alturas vallisoletanas.
Hubo toque de generala, actos de contrición, propósitos de enmienda... Nos
pusimos muy circunspectos. Pero dio igual. Los hábitos están adquiridos, y los
justificantes todo lo justifican. Y a los pocos meses volvimos a las andadas. Aquí
nadie va al médico por la tarde, que se puede. Raro es el día que un pariente no
necesita un acompañamiento: hay hijos con fiebre, madres impedidas, padres que
se lían, hermanos que se deprimen... Todo esto se entiende (casi siempre). Pero
llega el viernes o el lunes -siempre es el viernes o el lunes- y surge el asunto
administrativo, la décima de fiebre, la avería del no sé qué. Los sindicatos se
descuernan por conseguirnos los días de “asuntos propios”, y cuando los conseguimos,
los empleamos en ir a las rebajas de El Corte Inglés mientras alguien hace
nuestro trabajo. No es escaqueo, no es mentira: es obligatorio presentar un justificante
sellado que indique la hora y el asunto. No hay trampa ni cartón. Pero hay algo
que no es normal, que huele a deserción. Ya nadie recuerda el último día que vinimos
todos a trabajar, juntos como hermanos, y miembros de una Iglesia.
Luego ves a esta pobre chica de “La asistenta”, jugándose el
despido en cada fiebre de su hija, en cada percance de su coche, en cada putada
de su ex, y piensas que en realidad gozamos de un privilegio socialista que
costó décadas conquistar. Y quizá por eso me jode tanto que abusemos de él. Que
lo pervirtamos. Es casi ofensivo ver un episodio de “La asistenta” y luego plantarte
ante la lista de quienes no vienen a trabajar porque lo han convertido en abuso
y tradición.
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