Finch

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La película no es gran cosa, la verdad, aunque Tom Hanks siga siendo mucho Tom Hanks. A mí este tío me dice que vote a Santiago Abascal y le voto; me dice que me haga del Barcelona y me hago; me dice que salga desnudo a la calle y me despeloto en un pispás. Lo que usted diga, señor Hanks, Si usted lo dice, bien traído está, aunque vaya contra mis principios. Puede que en la vida real Tom Hanks sea un tipo insufrible y poco recomendable. A saber... Todos llevamos un demonio en el alma. Pero yo veo a este señor en mi televisor y para mí es como si hablara el papa de Roma: tiene una mansedumbre, una bonhomía, un no sé qué en la mirada, que aporta credibilidad a todo lo que hace. Le veo lavarse los dientes y pienso: “Tendré que cambiar la manera de cepillármelos. Mira cómo lo hace Tom Hanks...”. Cuando llegue el cataclismo climático y el sol insoportable, le recordaré a él, su método y su mesura. Una vez conocía a una mujer que me dijo que Tom Hanks le caía mal y tuve que bloquearla. Así son las cosas.

La película no es gran cosa, ya digo, pero sale un perrete desvalido, y muy simpático, y es ponerme un perrete en la función y soy como la reina Isabel I de Inglaterra, que bostezaba en el gallinero hasta que soltaban un perro por el escenario y se meaba de la risa. O lloraba de la emoción. La entiendo muy bien. Los perros me superan, me pueden. Quizá yo mismo sea un perrete y todavía no he alcanzado la metamorfosis. Eso explicaría muchas cosas... Siento por los perros una simpatía que no siento por el 98% de los humanos. Veo un mendigo con perrete y me deshago; veo a un hijoputa maltratando a un perro y me sale una vesania incontenible. Hoy veía “Finch” y no dejaba de mirar de reojo a Eddie, acurrucadito en su sofá. ¿Cuánto le queda de vida: seis, siete años, si la cosa se nos da bien?  Es... un suspiro, al ritmo que va el calendario. Pero yo mismo podría morirme antes que él, de cualquier cosa, justo ahora que empieza el campo minado.

Le miraba y no dejaba de pensar qué sería de él si yo faltara. Yo no sé construir robots cuidadores. Tendría que confiárselo a un allegado, como hizo Ricardo Darín con Truman. ¿Pero a quién...?







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Todos a la cárcel

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Berlanga, sin Azcona, era como Butragueño sin Hugo Sánchez; como Cansado sin Faemino; como el Dúo sin Dinámico... Buenos en lo suyo, pero sin mordiente. Oliver sin Hardy, Oliver sin Benji, Esteso sin Pajares, que me he quedado sin más Olivers... Cumplidores, pero romos. Profesionales, pero alejados de la genialidad. Berlanga, al igual que ellos, tuvo que encontrar una pareja de baile para soltar los pies y echar a volar.

Antes de conocer a Rafael Azcona en los cafés de Madrid, Berlanga rodaba películas amables, divertidas, precuelas hispánicas y grises de Modern Family. Después de conocer al diablillo de Logroño -que ya había sembrado de maldades las películas de Ferreri- Berlanga trascendió su cuerpo mortal para rodar una obra maestra tras otra: películas cargadas de mala leche, ácidas como pomelos, incisivas, inteligentes, inmisericordes con la miseria moral de los humanos. Estos dos tunantes nos desnudaron. Nos enseñaron que la comunicación humana es posible -de hecho se da a todas horas- pero el entendimiento no. Que todos hemos venido a hablar de nuestro libro, como decía el otro. Que siempre hay alguien jodiendo los diálogos, las escenas, las reuniones, los besos... Que llevamos la chapuza no como un hábito adquirido, sino como un fragmento de ADN fundamental. Que somos egoístas, cicateros, pesados, plomizos, a veces absurdos, pero que la civilización nos ha enseñado a disimular cojonudamente. A veces... Todo eso nos enseñaron Azcona y Berlanga trabajando codo con codo, meninge con meninge.

Todos a la cárcel, ay, es Berlanga sin Azcona. La fase última de su filmografía. La película está bien, pero no es lo mismo. Donde no llega Azcona ponemos una pedorreta, un cagarro, un mecagoendiós y todo solucionado. Te ríes, pero echas de menos al logroñés. Todos a la cárcel es Marianico el corto y el señor Barragán. No queda ni rastro de los Monty Python, que eran otros denunciantes sanguinarios de nuestra estupidez, entre risas y tal, con muchos gags inolvidables.




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El año más violento

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Recuerdo que mi madre siempre decía -y lo sigue diciendo, afortunadamente- que no existe ningún rico honrado. Afortunadamente para su longevidad, quiero decir, no para los pobres que los sufrimos.

La recuerdo abriendo la revista Lecturas de nuestra vecina y señalando a todo el mundo hoja por hoja, marqueses y monarcas, políticos y empresarios: “Mira, un ladrón, y otro, y otro más, y una ladrona...”, y así hasta que llegaba al final y cerraba la revista con un gesto de hartazgo, como diciendo que para qué narices la hojeaba, si siempre era lo mismo: hijos de puta, golfos, listillas, gente que pagaba ese ático en Madrid o ese chalet en Miami -con frecuencia las dos cosas a la vez- con el dinero que robaba a sus empleados, o distraía a la hacienda pública. O que había heredado de otros latrocicinos anteriores, ya olvidados por la historia. Prescritos. O que lo ganaba dentro de alguna ley que amparaba el robo sistemático, porque la ley, hijos -nos recordaba siempre- no dirimía lo justo de lo injusto, sino los robos de los ricos de los robos de los pobres. Lo dicho: más razón que una santa. ¿Populismo?: váyase a cagar.

Esto -por supuesto- es más viejo que eso, que el cagar, y basta con saber un poco del mundo para entenderlo y asumirlo. Pero siempre hay un tonto que parece no darse cuenta. Un rico tonto, a veces, como este fulano de “El año más violento”, al que da vida -y qué vida- Oscar Isaac. Este tontolaba se cree que su empresa está barriendo a la competencia porque él es muy listo, y tiene un par de huevos, y los dioses le sonríen. All legal, señor juez. Abel Morales es un buen hombre, un tipo justo, pero no se entera de la misa a la mitad. Su inconsciente quizá sospecha que su empresa no es trigo limpio, pero prefiere, como buen emprendedor, pensar que se lo debe todo a sí mismo, y no a su señora, que le lleva las cuentas, y al amigo, que le oculta el reverso mugriento de los billetes. 

Abel prefiere columpiarse en una versión más cómoda de la realidad; que es, en verdad, lo que hacemos casi todos, salvo los locos lúcidos. Abe lo hace para forrarse, y otros, simplemente, lo hacemos para poder soportarnos.





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Dune

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Dune cuenta la historia de dos empresas familiares que se disputan un valioso mineral en el planeta Arrakis, desértico y bereber. Y en eso, haciendo paralelismos, es fácil identificar a los Harkonnen y a los Atreides con los chinos y con  los americanos (o viceversa) que se disputan los minerales africanos que ahora mismo mueven nuestro mundo.

Dune también va de un mundo al revés en el que los sometidos tienen ojos azules, y no como sucede aquí, en el Sistema Solar, donde las gentes con ojos claros son una casta superior que liga más y mejor, y obtiene mejores puestos de trabajo. No lo digo yo: lo dice Nancy Etcoff en un libro fundamental. Iggy Rubin, el humorista, decía que si bebes agua mineral en el embarazo te sale un hijo con ojos azules, aristocrático, y no un simple “ojo de grifo” como nosotros. También decía que si ves un mendigo con ojos azules puedes pedir un deseo; que las lágrimas vertidas por los ojos azules curan la fiebre; que la miopía de los ojos azules no se mide en dioptrías, sino en quilates. Y es la puta verdad, además.

Dune también nos recuerda que hay mucho hijo de puta capaz de subir el precio de los productos básicos aunque la chusma planetaria tenga que comer arena para sobrevivir.  Se me ocurren muchos cabronazos de la vida real para interpretar a los Harkonnen y a los Atreides. Alguno, incluso, de sangre azul.

Dune también va de un futuro distópico -o no- en el que los hombres ya solo somos surtidores de semen, bancos de genes, y son ellas, las mujeres, mucho más listas e iniciadas en los Secretos, las que cortan el bacalao y deciden el destino del universo.

Pero Dune, sobre todo (y nos lo remarcan en el primer fotograma) habla del miedo terrible a que nuestros sueños nocturnos se hagan realidad. Yo entiendo muy bien a Paul de Atreides, aunque sea un explotador. Entiendo su desazón y sus sábanas revueltas. Si mis sueños cotidianos se hicieran realidad, yo tendría que volver con Ella, a revivir el infierno contradictorio de su presencia. Todas las noches, cuando cierro los ojos, un gusano insidioso se desliza por mi cama, y repta por mis piernas.







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Larry David 10x07: The ugly section

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El episodio 10x7 de “Larry David” se titula “The ugly section”. Habla de un restaurante en Beverly Hills donde los clientes son asignados al ventanal o al interior en función de su belleza física. Los guapos y las guapas disfrutan de vistas a la calle y del sol radiante de California; los feos, como nuestro querido Larry y su panda de amigotes, son relegados a mesas interiores, apartadas y apretujadas, donde la iluminación se regatea y el camarero atiende con su sonrisa menos verosímil.

La primera vez que Larry entra en el restaurante tarda dos minutos en darse cuenta de este apartheid fenotípico. De esta discriminación de la clientela. No es racismo, pero casi. Larry se lo hace ver al maître, pero el maître niega cualquier política empresarial:  “Es solo casualidad -le responde-. No me fijo en esas cosas. ¡Bienvenidos a Tiato!” Larry, obviamente, no se lo traga, y al día siguiente regresa en compañía de una mujer hermosísima para hacer dudar al mentiroso. El castigo de su osadía, de su tocapelotez, será un nuevo destierro a las zonas interiores, donde Larry se quejará amargamente y prometerá justa vendetta. Así son, más o menos, todos los episodios de esta serie inobjetable, que soy el único en ver -creo- en 86 kilómetros a la redonda.

Y sé que son 86 kilómetros exactos porque esa es la distancia que me separa de la civilización, a diestra y siniestra. Lugo y León. Lo sé porque en Love App hablo con mujeres de ambas ciudades, tan remotas como Coruscant, y ellas jamás han visto la serie, ni la conocen, ni saben quién coño es Larry David,  ni “Seinfeld”, ni ninguna sitcom americana que no pertenezca al mainstream de la FDF. Estoy condenado.

Da igual: lo que yo quería decir es que Love App también es un restaurante de Beverly Hills que nos coloca en nuestro sitio por las pintas. Y que aquí, el maître, no tiene ninguna responsabilidad, ninguna mala intención. Somos como somos, y punto. Es la ley de mercado. Las quejas, al Creador. Yo, de momento, sigo esperando en mi rincón oscuro, haciendo tiempo con el móvil, a ver si se presenta alguna damisela que me invite al ventanal, y luego me saque de aquí.



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RocknRolla

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“La gente pregunta: “¿Qué es un rocknrolla?” Y yo les digo: “A todos nos gusta la buena vida… A unos el dinero, a otros las drogas, a otros el sexo, el glamour…, o la fama. Pero un rocknrolla es diferente. ¿Por qué?: porque un auténtico rocknrolla quiere el pack completo.”

Lo dice Johnny Libra al inicio de “Rocknrolla”, y yo me siento aludido en el sofá, en la noche de domingo, tan lejos de su mundo y de su golfería. Porque yo también nací para ser un rocknrolla aunque ustedes no se lo crean. Yo lo llevo en el alma, en la entretela, pero sé que no trasluce, que no aflora a la superficie. Mi fenotipo siempre fue el traidor de mi genotipo. Lo he escrito muchas veces. Una divergencia fatal y ya incorregible. Recuerdo que Albert Boadella -ese tipo tan divertido que le lamía el culo a doña Espe- escribía que la gente le tomaba por bueno porque tenía los ojos azules, el pelo rubio y la sonrisa de querubín. Qué lejos estoy de todo eso, decía él. Y qué lejos estoy yo, también, de esa estampa en mis fotografías, de esta cosa cardenalicia que ya nunca se me irá, como de película de Sorrentino. Qué bien hubiera quedado yo en su serie sobre el papa buenorro, haciendo de cardenal intrigante, con el vestido rojo, el corpachón osuno, las manos recogidas en la espalda, paseando entre fuentes y frutales.

Pero es que ni ahora ni entonces, porque en la adolescencia, que es cuando los rocknrollas eclosionan y salen a la luz, yo siempre tuve la estampa del niño tonto, del adolescente timorato, del jovenzuelo gilipollas. Y cuando juraba y perjuraba que yo era un rocknrolla, todos se partían de risa, las chicas y los chicos, y me dejaban apartado en un rincón. Nunca me dieron la oportunidad de demostrar que soy un rocknrolla, y un rocknrolla solitario es como una voz en el desierto...

 En mi interior vive una mariposa que nunca ha podido escapar del capullo que yo soy. Llevo una vida de mentira, a contracorriente, encapsulada. Siempre a punto de, pero no... Una vida falsaria, actoral, en el fondo tragicómica. Tendría que ponerme cachas, y vestirme raro, y agenciarme unas Rayban, y operarme un par de contradicciones, para que la vida me tomara en serio de una vez.




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Puñalada

 

Estoy reescribiendo el blog por entero. El jardín por entero. Estoy quemando rastrojos y podando los setos. Salvando las flores. El blog, aunque nadie lo lea, será mi legado; lo que quede de mí para la posteridad, preservado en una nube. Eso, y mis genes, cada vez más dispersos entre la progenie, que además intuyo improbable.

El blog es una gilipollez, pero es mi gilipollez, mi peripecia vital de los últimos diez años, a través de las películas. Una excusa como cualquier otra para desbarrar. El blog es el testimonio casi diario de mi cinefilia, de mi tontuna, de mi encierro monacal. De mis romances frustrados, de mi hijo criado, de mi decadencia cuarentona, a punto ya de estrenar la cincuentena. Yo era un tío muy sano cuando lo empecé, y dentro de nada voy a empezar con las colonoscopias. En eso nos vamos quedando...

Esta semana, en las correcciones, he llegado a los días en que ella me dejó... Tenía miedo de alcanzar esas reescrituras, ahora que estoy curado -más o menos- de su puñalada. Intuía textos secos, llorosos, desgarrados, que me la devolvieran a la memoria (bueno, en la memoria siempre está, pero desactivada, como una bomba ya sin espoleta). Pero temía que la carga se reactivara, y que me explotara entre las manos. 

Pero no: para mi sorpresa, los textos de aquella parada cardíaca, de aquella llorera sin final, son luminosos, cachondos, llenos de ironía. No me recordaba así en absoluto. Repaso los textos uno tras otro y resulta que yo no hacía más que ver series descacharrantes y comedias románticas. A mí me habían sacado las entrañas con la zarpa de un oso y sin embargo, en el sofá, enfrentado a la tele, yo era un fulano que hacía como que aquí no había pasado nada. Como que el castillo no se había derrumbado, y las tierras no se habían incendiado. Yo, entre los restos humeantes, expuesto a la intemperie, a punto de morir desangrado, había encontrado otra vez el refugio de la ficción. Un burbuja que me aislaba de la desolación. Entonces como siempre.




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Seinfeld. Temporada 6

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Leo en internet que “Seinfeld” se estrenó en España en junio de 1998, en la programación no codificada de Canal + (que a mí me daba igual, porque yo poseía la llave mágica que abría el cofre del fútbol y las películas, y las indecencias del viernes por la noche... Tiempos míticos y pre-platafórmicos).

“Seinfeld” se estrenó justo después de terminar su emisión en Estados Unidos, batiendo récords de audiencia. La serie se veía mucho en las costas civilizadas y nada en los cinturones de la Biblia. Aquí, en España, como reflejados en un espejo, la serie se veía mucho en Madrid y en Barcelona, pero nada en los terruños que yo habitaba por motivos laborales, periféricos y colonizados por Tele 5. Porque “Seinfeld” era -y es- una comedia urbana, pedorra, nada mainstream, que no deja ninguna moraleja en la meninge. No está hecha para formar mentes, ni para hacernos mejores personas. No le sonríe a la vida, ni a la desgracia, ni al sol de la mañana. Todo lo contrario: Larry David y Jerry Seinfeld tenían prohibido que en los guiones figuraran abrazos o cursilerías. “Seinfeld” soslaya cualquier poesía relacionada con el amor, la amistad, la fraternidad entre los hombres... Sus personajes, por supuesto, también aman, también tienen amigos, también hacen obras de caridad (a veces, y solo para ligar). Pero prefieren que no se les note, pasar desapercibidos, que nadie se ría de sus desgracias sentimentales. Yo les entiendo muy bien.

En un DVD de la sexta temporada, Jerry Seinfeld explica que el personaje de Elaine les estaba quedando demasiado inteligente, demasiado “maduro”. Elaine era feminista, lista, inclasificable... Casi una referencia. Una personaje que empezaba a destacar por encima de la estulticia general. Y decidieron -con el consentimiento cachondo de Julia Louis-Dreyfus- endosarle un novio estúpido y musculoso para rebajarle los humos, y achantar sus aspiraciones. Tanto rollo y al final ella era como todos los demás: superficial, carnal, esclava de la belleza exterior. Básica y primitiva. Una más de la pandilla. De nuestra pandilla. Jo, cómo los quiero...



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