Fue la mano de Dios

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Jorge Valdano estaba allí, siguiendo la jugada a escasos metros, cuando Maradona se elevó por encima de Peter Shilton y marcó aquel gol con el puño del hombre y la mano de Dios. Fue justo entonces cuando Maradona se fusionó con la divinidad y no antes, como dicen en Barcelona. Luego ganó el Mundial, regresó a Nápoles y allí fundó una religión para gozo de Paolo Sorrentino. Pero Diego fue un dios sospechoso, lleno de defectos y viruelas, más parecido a un gamberro del Olimpo que a una deidad presentable de los catecismos.

Decía que Valdano estaba allí porque fue él quien dijo, muchos años después, cuando ya se nos hizo catedrático de la palabra, que el fútbol es el asunto más importante de los menos importantes. O el más importante de los menos importantes, ya no recuerdo bien. Da igual: el mensaje es el mismo. Primero están la salud, la familia y el amor, como en los tests de las revistas, o las consultas de los cartomantes. Y ya, luego, el fútbol, que es el alimento de los domingos, la pasión de los abúlicos, la victoria (cuando se produce) de los derrotados. Sé muy bien de lo que hablo. Quitando lo sustancial, el fútbol es el asunto central de los calendarios, y Sorrentino ha construido sus película siguiendo esa sentencia irrebatible de Valdano.

Su yo adolescente vivía entregado día y noche al sueño de Maradona, deshojando tréboles arrancados del estadio de San Paolo: vendrá, no vendrá... A los diecisiete años das la salud por descontada, la familia por descontada, y el amor... Bueno, el amor ya vendrá, piensas. En una escena de la película, el joven Sorrentino es interpelado por su hermano: “¿Prefieres echar un polvo con la tía Patrizia -que es una mujer despampanante- o que Maradona fiche por el Nápoles?” Y Sorrentino responde, casi sin pensar, aplacando la erección incipiente: “Maradona”. Yo le entiendo muy bien. Pero luego viene la etapa de aprendizaje, las hostias de la vida, y el fútbol va cayéndose del pedestal. De eso va la película. Un día todo se pone patas arriba y el fútbol se queda como un rescoldo de las pasiones infantiles. Importantísimo, ma non troppo.


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Petite maman

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Si a mí, con ocho años de edad, se me hubiera aparecido mi hijo de ocho años para decirme que eso, que es mi hijo, y que ha venido del futuro para decirme que nos volveremos a encontrar, pues no sé... Diría que me hubiera entrado la risa lo primero, convencido de que todo era una broma del más cabroncete del colegio. Un primo del prenda, que se hacía pasar por tal. Pero a saber. Con ocho años te crees cualquier cosa que tenga que ver con el realismo mágico. A esa edad aún coexistes con los Reyes Magos, con el Ratoncito Pérez, con Jesucristo y sus milagros, como en un gran Macondo de Aurelianos y José Arcadios. La infancia es la época más feliz de la vida porque no hay hormonas jodiendo la marrana, y también porque son múltiples las escapatorias del dolor: está la fantasía, la religión, la arcadia de los sueños... Luego llega la realidad y se reducen las salidas. Tanto que ya solo quedan dos carreteras para escapar de la ciudad: aceptar lo que hay o entregarse a la locura.

A mi hijo de ocho años, aceptado como tal, le hubiera preguntado primero por su madre. Quién es, cómo se llama, a qué dedica el tiempo libre... Es un suponer. Quizá ni siquiera eso. Con ocho años las niñas formaban parte del paisaje pero no eran importantes. Se integraban en nuestros juegos o trataban de boicotearlos, según, pero nos daba un poco igual. Aún no las deseábamos, ni las temíamos. Ni ellas a nosotros. No hubiéramos sabido ni cómo reproducirnos, de ponernos a la tarea. Era una convivencia neutra e indolora. Así que no sé...

Puede que al final le hubiese preguntado por el futuro de donde procedía: cómo eran las ropas, los coches, los cohetes espaciales, todo eso que salía en las películas de ciencia-ficción y que nunca se cumplió. Él me habría hablado de internet, de Netflix, de teléfonos móviles, maravillas de la ciencia totalmente insospechadas. Creo que por ahí se hubiera cimentado nuestra amistad y nuestro entendimiento, superada la sorpresa. Padre e hijo hablando de cacharricos y de deportes sin fin que daban por una cosa llamada fibra óptica, cuando en mi casa, en León, en 1980, todavía no veíamos ni el UHF.



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Mandíbulas

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Hacía meses que no me enfrentaba a este folio sin nada que decir. Esto me pasaba mucho antes, al inicio del blog, cuando no sabía por dónde tirar o la película no me inspiraba. Entonces, como en la vida real, para rellenar los silencios incómodos, yo me ponía a contar gilipolleces que me condenaban ante los hombres y me tiznaban ante las mujeres. Gilipolleces más sangrantes que las de ahora, que ya es decir: más vacías, más estomagantes, y peor escritas además.

Pero luego (creo) he aprendido a disimular. Ahora asocio unas cosas con otras, tiro de mi vida personal, rebusco en los álbumes de la nostalgia y así, con más pena que gloria, con más sebo que carne, cumplo con esta obligación diaria que solo yo me impongo, y que solo a mí me concierne, para luego poder dormir tranquilo en mi camita.

Pero hoy... Hoy comparezco desarmado ante esta soberana gilipollez titulada “Mandíbulas”. Lo tragicómico es que estuve desesperado por verla, e intenté descargarla no sé cuántas veces, espoleado por el entusiasmo de los críticos. Pero unas veces me salía en francés sin subtítulos, y otras en francés con subtítulos en mandarín. O me salía un doblaje latino, o un screener como una catedral. O un archivo corrupto. O una película porno con el título falseado, que casi siempre es de la factoría “Brazzers”, esa de las mujeres con los pechos gigantescos... En fin: no me quiero enredar. En fin: las mil y una desgracias que nos suceden a los bucaneros del oficio. Sobre todo si se buscan productos raros y uno es perseverante hasta rayar el neuroticismo.

Bueno: ya voy por la línea 20. Queda menos. No sé si lo conseguiré hoy, lo del folio completo. ¿Que de qué va “Mandíbulas”, se están preguntando? Pues de dos imbéciles con todas las letras que tienen que hacer un encargo de maleantes a lo Tarantino y se encuentran (sic) con una mosca gigante a la que deciden amaestrar para convertirla en un dron que robe las cosas y se las traiga en las mandíbulas. Sic, sí...

Lo único decente de la película es que sale Adèle Exarchopoulos y que me han entrado unas ganas irresistibles de volver a ver “La vida de Adèle”. Eso sí que era un peliculón. Fin del folio.



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El disidente

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A Jamal Khashoggi, que era un periodista saudí crítico con el régimen de su país, lo mataron justo antes de que al chino se le cayera la probeta y tuviéramos que vacunarnos tres veces antes de que cantara el gallo. Quizá por eso tenemos aquel asesinato un poco difuminado, perdido en el desván de los asuntos internacionales. Y como hoy andaba mortalmente aburrido en la tarde mortal, he decidido descargar este documental para refrescar.

En realidad, los sicarios del jeque no se contentaron con matar a Khashoggi. Lo hicieron... pedazos, o cenizas, no sé sabe muy bien, para así sacarlo de la embajada en bolsas o en maletines, como en una película macabra de los hermanos Coen. La cosa del cadáver no queda muy clara, pero es verdad que yo tampoco andaba muy atento. A medio metraje ya estaba bostezando con el incidente internacional y arrepentido de haberme metido en este berenjenal. Tras presentarnos al bueno de Jamal y explicarnos la naturaleza del conflicto [a) Khashoggi escribía ditirambos contra el jeque para el Washington Post; b) un día entró en la embajada saudí de Estambul para pedir un certificado; c) nunca más se supo de él y d) los que supuestamente ordenaron el crimen salieron de rositas y siguen estrechando manos por el mundo entero], todo se vuelve repetitivo y desconcertante. Desconcertante porque este documental venía muy avalado, y muy alabado también, y resulta que se agota a los veinte minutos de empezar. Todo lo demás, hasta llegar al final, es filfa, estiramiento y truculencia. Apología del personaje -que no digo que no- y condena del régimen saudí -que ya sabemos y firmamos.

Y digo que firmamos porque aquí en España ya sabemos lo majos que son estos señores de Arabia Saudí gracias a nuestra “relación especial y fraternal”, de coronado a coronado, de comisión en comisión. Sobre ruedas, vamos. Como un tren bala diría yo. Tanto que ahora mismo estamos jugando la Supercopa de España en mitad del Desierto de las Libertades, en el verde segadito del Paraíso de las Mujeres. Si el rey emérito puso una pica en La Meca, sus lameculos institucionales, o los lameculos de su hijo, no se iban a quedar a la zaga.





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Jungla de cristal

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Regresé a “Jungla de cristal” porque en el podcast de los pollaviejas la pusieron en un pedestal y me abrieron unas ganas locas de revisar. ¡Yipi ka yei, motherfuckers! Muchas gracias.

Justo ese día -la casualidad- leí en una revista que cuando los herederos de Ingmar Bergman entraron en su mansión de la isla de Farö, descubrieron, entre su videoteca kilométrica y surtidísima, varias copias de la película de McTiernan: versiones extranjeras, y dobladas, y subtituladas. De todo un poco. El que fuera maestro de la introspección y del diálogo congelado, de los tiempos muertos tan largos como los inviernos en Escandinavia, era el admirador secreto de una película que en realidad no es más que una ensalada de tiros. Un western puesto en vertical que cuenta con un argumento tan fino como el pubis de muchas de sus examantes, que eran las meritorias de sus películas, o las actrices de su teatro, porque el señor Bergman era un poco como el marqués de Leguineche, insaciable y rijoso. Rijösö, en su idioma vernáculo.

Ensalada de tiros, he dicho, que es “Jungla de cristal”, pero una ensalada completa y nutritiva que no se puede rodar mejor. Un guion redondo que cuenta el desafío entre un atracador con carisma y un vaquero que acude al rescate. Rickman y Willis. Los demás -los rehenes, los policías merluzos, los reporteros más dicharacheros de Barrio Sésamo- sólo son la guarnición de estos dos filetes enfrentados a cara de perro, y a punta de metralleta. El superhéroe en camiseta imperio y el villano en traje de ejecutivo de Wall Street. Pura moda ochentera. Abanderado contra Emidio Gucci. Decía Paco Fox en el podcast de los pollaviejas que la película es tan buena que hasta el doblaje merece la pena y al final te quedas con él. Te pierdes los acentos de Rickman, eso sí, que al parecer pasaba del alemán comunista al inglés de California con una facilidad abrumadora, siendo él más londinense que el Big Ben. Pero ganas a Ramón Langa diciendo “Yipi kai yei” con su voz cavernosa de Varón Dandy, que no tiene ni punto de comparación con la voz más bien escuálida y decepcionante del policía McClane. Un trasvase poco común de testosterona.


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Damnation

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Pablo Iglesias no tiene mal gusto cuando recomienda series de televisión. Hablo del Pablo Iglesias de ahora, claro, no del fundador de la UGT, porque entonces no había Netflix ni Amazon Prime en los hogares de los obreros. Por no haber no había ni vacaciones pagadas, ni seguros ni desempleo, ni domingos en el estadio de fútbol, porque el fútbol todavía estaba desembarcando en los puertos comerciales. Aquella vida era una desolación inimaginable de trabajo duro y fiestas sin balón. Hay que reconocer que hemos avanzado mucho desde entonces, pero la lucha continúa. Proletarios del mundo: no cejéis en el empeño.

Decía -perdón- que Pablo Iglesias tiene buen gusto para las series. Y para otras cosas. Lo único que nunca me gustó de él fue la coleta, que espantaba a los votantes y arredraba a los enemigos. ¿Para qué, Pablo, la coleta? Ya no eras un paria cuando te conocimos, y la coleta te vinculaba demasiado al extrarradio. Yo soy de extrarradio, y te comprendo. Pero otros no. Por lo demás, Pablo es mi hermano del alma. Una ilusión extinta que aún guardo en el corazón. Gracias a él hubo un tiempo en que voté con una sonrisa y no con una mueca de desagrado. A su alrededor floreció la primavera de la izquierda, antes de que los camisas pardas volvieran a pisotearlo todo: mugre haciendo barro, matones haciendo patria... Siempre ha sido así: en los tiempos de Pablo Iglesias I, y ahora, y también en los tiempos de Damnation, en la Gran Depresión americana, donde el socialismo pudo haber triunfado para cambiar el mundo y no lo hizo. Los ricachones, y la avaricia, y los matones... Y los traidores.

Aquella fue en verdad la oportunidad de oro del socialismo, la última después del fracaso de los espartaquistas. El abuelo Marx lo sabía, y el tío Engels lo predicaba, pero el camarada Lenin no les hizo ni puto caso y llevó la revolución a un país que no tenía riquezas para repartir. Lo suyo fue el socialismo de la miseria. Socialismo en un páramo gigantesco, luego los Urales, y más allá, la Siberia congelada. El padre Seth de Damnation -y su hermosérrima mujer- son dos héroes que fracasaron en la Tierra de Promisión. Los Estados Unidos. El paraíso perdido.




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Plácido

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La escena más sangrante de “Plácido” -y mira que hay escenas sangrantes en “Plácido”- llega cuando un pobre tiene que repartir su cesta con otro pobre y se niega. Es Nochebuena, sí, y ha nacido el niño Dios, pero da igual. Que le den morcilla, si acaso, al pedigüeño. Haber estudiado, o ponte a trabajar, o mira, directamente, que te den por el culo, como diría doña Espe muchos años después ante el pelotón de los micrófonos. Y digo doña Espe porque esa mujer, que sigue siendo la musa del darwinismo social, hubiera quedado perfecta como presidenta del Comité de Caridad, con su sonrisa de falsa y su alma putrefacta.

En manos de Azcona y Berlanga la escena del pobre parece un chiste, y además el que hace de agarrado es Manuel Alexandre, clavando como siempre al bobalicón. Te ríes mucho con su egoísmo de miserable, con su mala uva de proletario insolidario. Pero en realidad no te ríes, te escalofrías, como sucede en toda la película. “Plácido” parece un desmadre, una comedia, una astracanada en la que salen cuatro majaderos y toda su parentela. Pero en realidad es la lucha de clases a pie de calle, en acción, marxista que te cagas. Es la caridad frente al deber del Estado. Los corazones usurpando las funciones de la rectitud. Un capricho y un descalabro. Es Amancio Ortega con cenas de Navidad, en lugar de con mamógrafos para hospitales. Sentar un pobre a tu mesa de Nochebuena da para estar diseccionando politologías hasta las tantas de la mañana.

“Plácido” es una obra maestra que no deja títere con cabeza. Nadie se salva. A lo ricos ya los dábamos por descantados en su sociopatía y en su cinismo. Por ahí no se aprende nada. De la Nochebuena de “Plácido” a la Nochebuena de Felipe VI dando la matraca con la decencia de los pudientes no existe gran diferencia. Ahora los pobres están más recogidos y mejor disimulados, eso sí. Algo hemos avanzado. Negarlo sería de necios. Pero los pobres tampoco salen bien parados de la película. Por eso el abuelo Marx gritó ante todo que nos uniéramos. Que eso era lo primero. No le hicimos ni puto caso y así nos va.




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Martín (Hache)

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“Martín (Hache)” son tres películas reunidas en una sola. La trilogía hispano-argentina que Aristarain nos ofreció en una pieza conmovedora. Tres historias distintas pero una sola verdadera, que es la relación de Federico Luppi con las personas que todavía le quieren a pesar de su carácter: el amigo, y la amante, y su hijo, Martín, el Hache.

La gente dice que me parezco mucho al personaje de Luppi porque yo también tengo la lengua muy larga cuando se trata de soltar misantropías. Que también soy muy dado a ponerme los auriculares, subir el volumen de la música y apearme del mundo cuando llega la próxima estación. Que como no nací en las latitudes australes no digo “al pedo”, ni “al carajo”, ni “boludo”, ni me da por elegir la concha de tu madre cuando me pongo a cagar con las metáforas. Pero vamos, que utilizo expresiones peninsulares que quieren decir exactamente lo mismo, a veces con la palabra y a veces arqueando las cejas. Da igual. La misantropía es un lenguaje bimodal y universal que todos reconocen, y que nos sirve, a nosotros, los luppinianos, para reconocernos.

Dicho esto, yo no soy Federico Luppi. Hay cosas, rasgos, perfumes lejanos... Una certeza compartida sobre la vida. Pero cualquier otro parecido con la realidad es pura coincidencia. Es curioso: la primera vez que vi “Martín (Hache)” yo todavía no era padre, ni tenía un amigo, ni tenía una amante. Tenía una esposa, que no es lo mismo, y amigos de segundo nivel llamados conocidos. Alejandro (Erre) tenía -3 años tiernísimos de esperanza, y mi mejor amigo todavía era un desconocido que habitaba en la ciudad ignota. Solo ahora que ya he vivido todo eso entiendo a carta cabal la película. Antes era un peliculón; ahora es una obra maestra. Da para hablar largo tendido con alguien a tu lado. Si lo sabré yo...

Hace veinticinco años tampoco sabía que se puede odiar y amar a la misma persona y volverte loco en la pelea. La relación de Luppi con Cecilia Roth se me escapaba, pero ahora ya no. Tampoco sabía que existen amores que son el contrapunto exacto a esa tortura: la paz en la tripa, la sinceridad en la cara, la mansedumbre del instinto alborozado.





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