SuperNature

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“SuperNature” no es una película, ni una serie de televisión. Es un monólogo de Ricky Gervais. Pero lo pasan por la tele, por Netflix concretamente, y yo lo he bajado de la mula porque no puedo pagar todas las plataformas del show business. Así que el monólogo es materia opinable para este blog, que extiende su tontería por formatos modernos y variopintos.

Ricky Gervais es uno de los míos: un provocador y un tocapelotas. Un tipo que le ve la ironía a todo: el reverso tenebroso de la bondad, o el reverso descojonado de la maldad. Lo que pasa es que él se atreve a decir las cosas y yo no. Que él tiene los huevos de salir a un escenario y yo los tengo escondidos en el ascensor. Que él tiene vis cómica y yo tengo la gracia en el culo. Y ni eso... Que él es famoso y puede permitirse ciertos pasotes, mientras que yo soy un don nadie sujeto a las leyes de las redes: la censura, o el ostracismo, o la fuga de los cuatro gatos del callejón. Pero vamos, que pienso lo mismo que él: que el humor no tiene límites y que todo -todo- es materia risible y cachondeable. Todo. Existe el contexto, y la oportunidad, y puede que hasta la cortesía, pero fuera de esos conceptos tan sutiles e interpretables, nadie -nadie- debería escaparse del escarnio de un cómico con chispa. Ni yo, que jaleo la iniciativa, ni Ricky Gervais, que se lo pasaría pipa asistiendo a un monólogo que le destripara.

Cierto es que yo no pertenezco a ninguna minoría “ofendible” de las de ahora. A saber qué pensaría metido en cualquiera de esas pieles... Pero lo mío son las minorías de toda la vida: ser funcionario, y gafotas, y pedante con aspiraciones. Y creo que predico con el ejemplo siempre que se cuenta el chiste del funcionario vago, del gafotas pagafantas, del repelente niño Vicente ya algo crecidito. Una vez, en la juventud, una pareja de amigos se puso a imitarme tras una noche de copas: mi dicción, mi vocabulario florido, mi gilipollez supina... Reconozco que durante cinco segundos los odié con mucha profundidad. Pero luego llegó la carcajada, incontenible. 






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Garra

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Mi corta carrera como jugador de baloncesto se desarrolló en la temporada 85-86. Yo estaba en 8º de EGB y ya medía lo que mido ahora: 1’85 si voy erguido por la vida, o 1’83 si las penas se posan en mis clavículas. Un curso antes, los maristas habían intentado reclutarme para jugar al balonmano, que era el deporte sagrado del colegio. Pero yo, callándome los motivos, le dije que no, y que gracias, porque el balonmano era el deporte del enemigo. Y el enemigo era el mismísimo beato -ahora ya santo- Marcelino Champagnat, que rogaba por nosotros desde las esculturas y los murales. Él nos quería así: sublimando los instintos con una pelota de balonmano. Y nosotros le odiábamos.

Al año siguiente nos tocó de tutor el hermano Pedro, que era un marista al que habían traído de no sé dónde para retirarlo. Mejor no preguntar, sí... El hermano Pedro -más conocido como HP- era un franquista que en clase nos alertaba de los peligros del socialismo y en el patio nos predicaba las maravillas del baloncesto, que según él era el deporte de las élites y de los chicos buenos, nada que ver con la purria de los barrios que jugaba al fútbol, y que éramos la mayoría de nosotros.

Aun así, dada mi estatura, HP me captó para jugar en la selección del colegio. Él podría haber sido el Adam Sandler de mi biografía, pero lejos de confiar en mí, me torturaba. Yo tenía un gancho demoledor, y metía los tiros libres con soltura, pero no sabía defender; y HP, en lugar de enseñarme, me chinchaba: “Así no, señor Rodríguez”; “Más intensidad, señor Rodríguez”... Si le hubiera preguntado cómo defender me hubiese arreado un bofetón. Eran otros tiempos.

Así estuvimos hasta que llegó la Navidad y fuimos a jugar un partido amistoso en Oviedo, contra otros pobres desgraciados. El hermano HP me tuvo en el banquillo hasta los minutos finales, que ya eran los de la basura. Salí a la cancha perdido y enfurruñado. Creo que no hice nada. En el viaje de vuelta, sinuoso e hijoputesco, se acercó hasta mi asiento y me dijo que hasta que no dejara de jugar al fútbol en los recreos no volvería a jugar jamás con él.

Y no volví a jugar.





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Whiplash

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(Para Jacob, que me la recomendó, y ahora toca la batería en el cielo de los rockeros).

(Esta entranda fue escrita originalmente en enero del 2015).

     Andrew aspira a ser un batería de jazz memorable, recordado por los tiempos de los tiempos. El chico es talentoso, aplicado, obstinado hasta el desguace mental, y para conseguir su sueño, en la flor irrepetible de sus diecinueve años, renunciará a los amigos, a las fiestas, a las diversiones que no estén directamente relacionadas con el jazz. Dejará, incluso, con horchata en las venas, y témpanos en el corazón, a esa chica que bebe los vientos por él, y por la que todos hubiéramos bebido los vientos contrarios.

         Con la agenda limpia de amores y festejos, Andrew sobrepasará con creces las 10.000 horas de práctica que según Malcolm Gladwell son necesarias para que las gentes talentosas alcancen el dominio de su arte. Pero en su camino hacia la cima se topará con un maestro muy duro de roer, un verdadero hueso de las aulas musicales. Mr. Fletcher es como el padre de David Helfgott en Shine; como el sargento instructor de La chaqueta metálica; como la profesora Lydia que al principio de cada episodio de Fama golpeaba el suelo con el palo. "Lo vais a pagar con sudor...". 

    Fletcher es un tipo endemoniado que te grita a la cara, te escupe barbaridades, te arroja instrumentos a la cabeza... Que te humilla delante de los demás o te patea el culo cuando te adelantas en su fucking tempo. Pero que luego, en la soledad de los pasillos, en el refugio de su despacho, te coge por los hombros como un padrazo comprensivo y te asegura que todo lo hace por tu bien, para que no te duermas y saques a la luz el talento que llevas dentro. Un esquizofrénico de tres pares de cojones, o un maestro muy retorcido con librillo contrastado. 

    Yo también tuve profesores así en el BUP, en el COU, en los estudios universitarios, apretándome las clavijas quizá con menos excesos, tal vez con menos gritos, pero llegando hasta el fondo de tus miedos y talentos. Mr. Fletcher es el fantasma de nuestras escolaridades pasadas. Un hijo de puta que con el tiempo se irá volviendo casi un recuerdo entrañable.





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Competencia oficial

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Dos hombres meando el uno al lado ya son competencia oficial. Un duelo de espadachines. Esgrimistas del pene con la punta redondeada, aunque disimulen la escaramuza o sonrían con cortesía. Dos pollas colindantes invitan a la medición automática de las dos dimensiones. Es tan primigenio como casi inevitable... Yo, por ejemplo, tan pudoroso como nací, no soy de los que miran, pero sí de los que se siente observado. La otra, la tercera dimensión, que es determinar quién mea más lejos, siempre queda truncada por la distancia al urinario, que es fija para todos. Y aun así, de la potencia del chorro, se pueden sacar algunas conclusiones.

Quiero decir que para los hombres todo es campo de batalla. Competencia oficial o soterrada, según el contexto. Lo que vemos en la película es una competencia a cara de perro -o de simio- entre dos actores con un ego descomunal, aunque uno diga no tenerlo y el otro se ría de poseerlo. Da igual: son hombres, y todo es vanidad entre los hombres. Banderas y Martínez compiten por algo simbólico: la fama. El aplauso de la crítica y un lugar en las enciclopedias. Pero si hubieran tenido la misma edad, habrían competido todavía con más ferocidad. A lo simbólico hubieran añadido lo concreto, lo sexual, el entrechoque de cornamentas. El hombre, lo sepa o no lo sepa, lo necesite o no lo necesite, siempre está peleando en ese escenario.

En las piscinas de verano, por ejemplo, los hombres se tantean de reojo la barriga, la musculatura, la prominencia del paquete...  Mientras el ojo de los desparejados -o de los infieles- controla el panorama femenino, el otro ojo establece comparaciones raudas con los posibles rivales. Es el cálculo del mono, que apenas dura una ráfaga de pensamiento. Yo mismo, que me declaro pasota y no beligerante, objetor de conciencia en estas lides, reconozco que a veces me asaltan esas competencias súbitas y estúpidas. Pero yo sé que el culpable es Max, mi antropoide anterior, que se golpea su pecho peludo mientras el mío se aplasta sobre la toalla, en la lectura, o flota en el agua, mientras nado.





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La ciudad es nuestra

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A tenor de lo visto en “La ciudad es nuestra”, me da que en Estados Unidos -o al menos en el estado de Maryland- no tienen una ley mordaza tan retrógrada y neofascista como la nuestra. ¡Shame on you, congresistas de Madrid!

Si no, David Simon y sus secuaces -Pelecanos, Ed Burns, todos los sospechosos habituales de su banda- ya habrían comparecido ante el juez denunciados por el Cuerpo de Policía de Baltimore. Amenazados de cárcel por denunciar los abusos policiales y poner así en peligro la unidad de la patria, y la concordia de la Constitución. Y los privilegios de la burguesía. Y ya me callo.

A ver quién es el guapo que aquí, en España, podría rodar una serie semejante, contando cómo la Policía Nacional hizo esto o la Policía Autonómica hizo lo otro. No quiero detallar por culpa, precisamente, de la ley… Una ley que ni siquiera el gobierna social-comunista y pro-etarra ha tenido a día de hoy el valor o la conveniencia de retirar, lo que viene a demostrar que el aparato del Estado, gobierne quien gobierne, está al servicio de otros intereses mayores que lo sostienen o lo amenazan. Y ya me callo.

Alguien podría decir: “Antidisturbios”. Pero el suceso policial de aquella serie ya era -para que Sorogoyen e Isabel Peña se guardaran las espaldas- un medio accidente, una semifatalidad del destino. Un terreno gris en el que la fiscalía televisiva no podría entrar sin hacer mucho el ridículo. Nada que ver con el delito continuado de una banda organizada como esta de Baltimore, que se cobraba las horas extras con fajos incautados y te pegaba una hostia en la cara con solo reprocharles su actitud. Una banda de gánsteres al otro lado de la ley, que se suponía era nuestro lado.

Después de todo, ¿qué hace que un delincuente en potencia se decante por liarla vestido de uniforme policial o vestido con el traje de los Golfos Apandadores? Apenas un capricho del destino: el ejemplo de un amigo, una necesidad laboral, una oportunidad que se presentó... El bien y el mal se mezclan como el agua dulce y el agua salada en la desembocadura. Y ya me callo.





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Somebody Somewhere

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Parece buena gente, pero es mejor no confiarse. En el estado de Kansas se vota republicano por mayoría abrumadora, en proporción de 3 a 1. Quiere decir que si hay ocho personajes más o menos principales en “Somebody Somewhere”, todos ellos simpatiquísimos y conmovedores, seis de ellos, cuando llega el día de las elecciones, saludan cordialmente a sus vecinos, hacen una buena obra camino del colegio electoral y allí, en esas cabinas con cortinas negras y palancas del TBO, ellos y ellas votan por la marginación del negro, la exclusión de los pobres, la desinversión pública, el saqueamiento de la sanidad, la carrera armamentística, la abolición del aborto, el bombardeo de un país remoto, la persecución del homosexual y la prédica de la Biblia como conjuro contra las teorías de la evolución y el contubernio internacional de los judíos.

Me he pasado los siete episodios de “Somebody Somewhere” pensando en quiénes serán los dos personajes que votan al Partido Demócrata allá en el Cinturón de la Biblia, y en los Océanos del Cereal. Uno, sin duda, es Jeff, el amigo de Sam. No sé: es homosexual, parece lúcido, no lleva vestimentas de paramilitar ni conduce todoterrenos intimidantes. No acaricia escopetas al llegar a casa... Es cierto que frecuenta la iglesia, pero sólo cuando el local se convierte en el centro cívico de la ciudad y allí se canta incluso al desenfreno y a la vida en tolerancia. Pero de los otros siete, incluida su protagonista, tan entrañable e indefensa, ya no sabría decir cuál es la otra manzana sana en este balde de manzanas podridas. Cuál el alma pura que convive entre estos sepulcros blanqueados que te prestan la motosierra, o te bajan al gato del árbol, o vigilan tu correo, o te arreglan una chapuza, o te regalan una tarta de bienvenida, pero que cada cuatro años votan en secreto para que tu vida sea mucho peor. 



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Locomía

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La verdad es que no tenía ninguna intención de ver este documental. Los “Locomía” -o los “Loco Mía”, que así aparecen en algunos rótulos- pasaron por la tele de mi casa como actores muy secundarios del vodevil. Quizá porque nuestra tele era todavía en blanco y negro y nos perdíamos los juegos de colores en vestimentaa y abanicos. Vistos en la vieja Philips del salón, los “Locomía” perdían mucho pedigrí, y como su música era siempre la misma, y el tema de los abanicos pues mira tú, ni fu ni fa, al pasar la novedad el resto no fue más que saturación comercial y parodias de Marte y Trece que eran lo mejor de lo mejor.

Quiero decir que quizá hacía veinte años que no dedicaba ni un solo segundo a estos muchachos de los trajes raros y los zapatos puntiagudos, aunque ellos, en el documental, se crean algo así como los forjadores de nuestra modernidad sexual e incluso artística. Son las cosas del ego, o de la falta de perspectiva.  En mi caso, la preocupación por sus destinos estaba -vamos a decir- en el puesto 13.456 del ránking de mis quebraderos de cabeza. “Ah, sí, un documental sobre los chicos del abanico...” Y poco más. Nada de interés hasta que el amigo de La Pedanía -que estaba más o menos como yo en cuanto a febril entusiasmo- me dijo que no me dejara llevar por las apariencias. Qué había visto la serie con su señora y que más allá del outfit y del bailoteo había una historia muy bien contada, adictiva, de egos que entrechocaban con la fuerza de venados en la berrea.

Y estos venados, de berrea, estaban más o menos todo el año, guapísimos y activos, picaflores y deseados. Después de todo, cuando tienes dieciocho años y formas un grupo musical, y más todavía si lo formas en Ibiza, lo haces para follar a lo grande, saltándole los turnos de espera. Lo de ganar dinero -que al final, junto con los celos, es siempre lo que termina por joderlo todo- ya vendrá cuando hagas cálculos de lo que necesitas para jubilarte con 35 tacos.




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25 Watts/El viaje hacia el mar

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Aunque T. es de allá, y lleva lo de allá metido en el alma, no le duele afirmar que el cine uruguayo no merece el esfuerzo de una sentada en el sofá. “Ni medio minuto le dedico yo, vamos”, dice siempre con un gesto de desdén.

Hasta ayer, cuando ella entraba en ese discurso antipatriótico, yo le decía que tampoco sería para tanto, y que algo habría que rescatar tras siglo y cuarto de directores uruguayos dándole a la manivela, aunque solo sea por proximidad con sus vecinos argentinos. Y para adornarme con un ejemplo, y quedar como un hombre de mundo, siempre le traía a colación la tan afamada “Whisky”, que es la única película uruguaya conocida entre la cinefilia provinciana, y que no está tan mal dentro de su modestia parsimoniosa.

Pero T. me respondía que si “Whisky” era lo mejor que había parido su país, cómo sería todo lo demás, y que ya me daría cuenta si algún día si me adentraba en esas aguas turbulentas. Así que el otro día, azuzado en el orgullo, me dio por buscar en internet las películas más afamadas a ese lado del Mar del Plata. Encontré dos -aparte de “Whisky”- que la crítica ponderaba sobre todas las demás: “25 Watts” y “El viaje hacia el mar”. Las descargué, las guardé en el disco duro como un tesoro y ayer, reunido por fin con T., le propuse una ordalía de cinéfilos tumbados en el sofá. El mismísimo Dios iba a juzgar quién llevaba razón: si ella, en su convicción, o yo, en mi contumacia.

Y ganó T., claro, que se conoce el percal mejor que yo, y que a medias se indignaba y a medias se descojonaba con ambas películas. “25 watts” nos duró diez minutos en la pantalla. No entendíamos nada. Ni lo que hacían esos tres mendrugos ni lo que mascullaban entre dientes. Un desastre. “El viaje hacia el mar” batió la plusmarca anterior y nos duró veinte minutos más de  impaciencia. Unos hombres incomprensibles, cada uno con su neura y con su hablar también dificultoso, se suben a un camión para conocer el mar a una edad ya más que avanzada. No les vimos llegar. Nos apenamos en un recodo del camino aprovechando que uno de ellos, aquejado de la próstata, tuvo que solicitar una parada para mear.




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