Días de pesca en Patagonia

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Nuestros hijos no nos deben nada. Nadie les pidió su opinión para concertar esta cita con la vida. Fuimos nosotros, y no ellos, los que dimos el gran paso. Y ya sé que a nosotros nos enredó el instinto o la necesidad...

Nuestros hijos viven su propia existencia y son muy dueños de querernos o de no hacerlo. De darnos las gracias o de ignorarnos cuando proceda.  La vida que les hemos insuflado puede ser un regalo, pero también una putada, y nunca vamos a estar seguros del todo. Así que es mejor no entrometerse en sus querencias. No forzarlas. El orgullo de ser padre es una suprema tontería, una gilipollez emanada del ego. Quererlos es un propósito instintivo y no tiene mérito ninguno. Hasta el más tonto hace relojes con esto, y por eso, porque ser padre es algo gratuito y universal, el amor de los padres no vale nada y puede ser devuelto con una carta de rechazo.

    Quizá por eso, porque su amor no viene condicionado y es libre y voluntario, cuando un hijo expresa su cariño es como si la vida nos sonriera y nos sintiéramos infinitamente compensados.

En “Días de pesca”, Marco Tucci es un alcohólico en rehabilitación al que le han recomendado que salga de Buenos Aires para tomar el fresco. Sin rumbo fijo, vagando por la Patagonia, decide ir a ver a su hija Ana, a la que hace dos años que no ve. Entre ellos hay un resquemor y una distancia. Un reproche implícito -y a veces explícito- sobre su conducta bochornosa en los tiempos del alcoholismo. Entre padre e hija hay más de una Patagonia de separación

Para no presentarse ante ella desnudo de intenciones, Marco Tucci finge interesarse por la pesca turística del tiburón, que es de lo poco que puede practicarse en aquellos parajes desolados. O es eso, o darse a la geología, o a la meditación profunda sobre uno mismo, mirando al horizonte infinito, cosa que Marco Tucci no tiene ni puta gana de practicar. Él ha ido a pescar un perdón, un gesto, un acercamiento. Un indicio de que su hija aún no ha roto del todo las amarras. De que los nubarrones del alcoholismo no borraron el tiempo feliz de los juegos y las nanas. 






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After Life. Temporada 3

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Y por fin, en el último de los 18 episodios de “After Life”, llega el mensaje optimista de Ricky Gervais: “El tiempo se acelera y todos vamos a morir". Perros y amantes, vecinos y seres odiados. Y nosotros, claro. Así que, por muy dura que sea la pena, ¿para qué vamos a suicidarnos? Nos podemos ahorrar el trabajo y delegar en el calendario que nunca descansa. Y mientras el calendario cacharrea,  relajarnos en la cama y disfrutar de lo que hay.

¿Y qué es lo que hay?: pues, en esencia, los pequeños momentos. Más que nada porque no existen los grandes momentos, o no hay cristiano que los aguante. La euforia te pone en tensión y te deja unas resacas insoportables. El cuerpo humano está construido para disfrutar la felicidad en monodosis: pequeños chutes de risotada o de placer. Estremecimientos de la piel que llegan y se van. La felicidad verdadera se vende en paquetitos muy caros y exclusivos, como los perfumes en El Corte Inglés.

Todo esto -lo sé- es literatura cursilona, pero es literatura verdadera. La felicidad es un orgasmo, un guiño, una risotada. Un paisaje que se abre de pronto a la mirada. Una buena noticia. La expectación ante una película. La anécdota loca de nuestro perro tontorrón. Saberse, de pronto, enamorado y correspondido. En esos trances universales está la verdadera felicidad. Lo otro -eso por lo que la gente vota al PP o a cosas peores- no es más que estatus y engaño de la publicidad. No estaría mal, reconozco, tener un chalet de la hostia. Es la única promesa electoral por la que yo votaría a esos hijos de puta. “Tu voto a cambio de un chalet al borde del mar”. Por eso sí que vendería mi alma al diablo. Luego ya me encargaría yo de darle al chalet un uso revolucionario. La Casa del Bolchevique... Un voto a cambio de un refugio para la Resistencia. Serían muy gilipollas si me lo ofrecieran.

Todo lo demás -el yate, el buga, el Rólex, la amante de pechos operados- se lo pueden meter por el ojete. Nada de eso otorga la felicidad. Al revés: todo son arreglos, impuestos, atracos de albanokosovares. Donde esté un beso por sorpresa, o un jamón ganado en una tómbola, que se quite todo lo demás.



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Posibilidad de escape

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En las películas de Paul Schrader nunca existe la posibilidad de escapar. Escapar de uno mismo y del destino, se sobreentiende. El nombre de Schrader, en los títulos de crédito, funciona como un spoiler que anuncia grandes penalidades. No es que adivines el final en un alarde de clarividencia, pero ya sabes que todo va a terminar como el Rosario de la Aurora. No hay personaje suyo que se salve; o yo, al menos, no lo conozco. Todas sus criaturas nadan como salmones para remontar las circunstancias pero mueren justo al llegar a la orilla, maldiciendo su suerte o su propio carácter. Cagándose en las circunstancias o en las gentes que no le ayudaron. Tanta pasión para nada, como decía Julio Llamazares.

Las películas de Paul Schrader, aunque hablan de tipos pintorescos que se ven muy poco por la Meseta, a no ser que hagan el Camino de Santiago o vengan a predicar la fe de los mormones, son... como la vida misma. En el cine a veces triunfan los sueños de colorines y los giros de la fortuna. Pero a este lado de las pantallas nadie escapa a su propia profecía. Todo está en las Escrituras, como dijo el último profeta, y en la primera aparición de Willem Dafoe ya sabes que este tipo -aunque camine muy ufano por las aceras de Nueva York con su traje carísimo y su bufandita de pijoleto- está condenado de antemano, atrapado en su destino insoslayable. El tipo vende droga a clientes exclusivos, de barrio bueno, o de hotel carísimo, y solo por encima de la planta 37 de los edificios. Menos de eso, para el señor Dafoe y su socia Susan Sarandon, ya es clientela menor, purria de Nueva York, adictos al crack y otras mierdas menores que ellos ni siquiera tocan.

Dafoe se lo monta dabuten. Gana pasta, frecuenta garitos de moda y no parece faltarle la compañía femenina. Pero su pasado, como el pasado de todos nosotros, le persigue. El pasado nunca se queda atrás del todo: se queda ahí, haciendo la goma, como un ciclista desfondado que sin embargo nunca desfallece. Por más que aceleres siempre escuchas su torpe jadear. Y al llegar el descenso vuelve a pegarse a tu rueda provocando un accidente de la hostia.





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El rayo verde

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Delphine es una mujer insoportable -pero guapísima- a la que todos sus amigos intentan encontrar un destino para que pase las vacaciones. Pero no para mantenerla alejada de París y así descansar de sus quejas y sus insolencias, de sus lloriqueos constantes por esto y por aquello, sino porque los amigos quieren acostarse con ella y las amigas se sienten más guapas a su lado, como merecedoras de su compañía.

Es lo que decía Nancy Etcoff en aquel libro imprescindible, “La supervivencia de los más guapos”: que la belleza física te abre puertas que a otros nos están vedadas. Y no solo las sexuales, que son las más obvias. Naces con el cabello rubio, o con los ojos verdes, o con una fisonomía armónica y esbelta, y ya desde la infancia, en un carrusel  de privilegios que nunca conocerá el final, obtienes los mejores sitios en los restaurantes, y te hacen más caso cuando hablas, y te atienden primero en las consultas de lo privado. Por obra y gracia de una combinación de genes afortunados, te son aliviadas todas las pequeñeces de la vida, que son molestas como chinas en el zapato, y te son facilitadas todas las grandezas del existir, que al final te dan de comer y te procuran el confort.

Pero Delphine, aunque tiene el culo bonito, también lo tiene inquieto, eternamente insatisfecho, y no es capaz de pasar más de tres días en los destinos que sus admiradores la van ofreciendo: Cherburgo, y los Pirineos, y las playas de Biarritz... Donde otros mataríamos por tener un apartamento con vistas a la playa o a las montañas, ella solo encuentra el marasmo de la vida y la insatisfacción de los instintos. Lo único que sabe a ciencia cierta es que no quiere pasar el verano en París, pero lo demás es una incógnita flotante que va cambiando de paisaje y paisanajes.

Hasta que un buen día, en esos encuentros casuales que también son privilegio de la gente guapa, Delphine conoce a un apuesto veraneante con el que poner a prueba la teoría sentimental del rayo verde, en el marco incomparable de un atardecer en San Juan de Luz. Contemplar el rayo verde confiere el superpoder de clarificar tus propios sentimientos, y de adivinar los sentimientos de los demás.





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El hombre del norte

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Pues sí, queridos amigos, y queridas amigas: ustedes están como yo. Por un lado está la película y por otro el misterio que la sobrevuela: comprender cómo estas bestias del Norte, que en el siglo IX eran poco más que primates con espada, pecadores irracionales de la tundra y de la taiga, llegaron, con el tiempo, a construir las civilizaciones más avanzadas que jamás ha conocido la humanidad. Ese milagro escandinavo que es la envidia cochina de todos los votantes socialistas del sur, que siempre introducimos la papeleta soñando con noches eternas y trenes que llegan a la hora.

Qué cambió, qué genes se modificaron, qué conquistas se produjeron, cuáles fueron los vientos benévolos de la historia, para que los descendientes de estos borrachos impenitentes, de esos carniceros profesionales, crearan un Edén próximo al Círculo Polar donde los  impuestos son altos pero las prestaciones cojonudas. Donde las calles han sido tomadas al asalto por las bicicletas y las flores. Donde ya se da la inexistencia práctica de hombres y mujeres a no ser para negociar los asuntos de la cama, porque ya nadie pregunta por ese detalle vital a la hora de pagar o de contratar.

Ay, los nórdicos... Confieso que yo vivía enamorado de ellos mucho antes de saber lo que era la socialdemocracia, porque antes de las ideas políticas estuvieron los cómics de “El capitán Trueno”, y allí -al principio en blanco y negro, pero luego ya a todo color- vivía la novia eterna del capitán, Ingrid de Thule, con su cabello rubísimo y su piel blanca como la leche de las cabras. Una mujer todo belleza y todo valentía, que amaba al capitán como todos querríamos ser amados alguna vez. Ingrid era la princesa de las nieves y la reina de las brumas. Y, al mismo tiempo, el calor que te protegía de todo escalofrío. Ay, Ingrid... De aquellos sueños infantiles vinieron luego estas fascinaciones, y estos apostolados de lo nórdico. Me ponen una de vikingos y ya me quedo turulato. Cuanto más sangre ponen a chorrear, yo más me adentro en el misterio.





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West Side Story

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A los treinta minutos nadie se atrevía a decirlo, pero nos estábamos aburriendo como ostras. Cuando la película nos mola hay comentarios, suspiros, movimientos continuos de piernas. Un baile estático en el sofá. La mente se concentra, pero el cuerpo queda vivo, absorbiendo las emociones para convertirlas en energía cinética. Pero cuando la función no es de nuestro agrado cae un silencio tenso, de cuerpos reposados o paralizados, en el que nadie se atreve a decir nada por no meter la pata. ¿Y si al otro le está gustando y le rebajamos el entusiasmo con un comentario negativo?

Pero eso era al principio, cuando apenas nos conocíamos. Ahora ya sabemos, ya intuimos, aunque siempre sea T. la primera en romper el silencio. Ella es más espontánea, más atrevida, mientras que yo, meseteño del gesto estoico, sufro las hemorroides en silencio, por aquello de la cinefilia gafapasta, y del compromiso con el arte, y todas esas zarandajas que me roban tiempo de vida.

Esta vez, sin embargo, los dos protestamos al mismo tiempo: yo la miré, ella me miró, y en los ojos nos leímos el mismo mensaje: “Pues será todo lo West Side Story que sea, pero jolín, me estoy durmiendo...”. Un muermo, la verdad. Nos rehicimos un poco cuando Tony canta a la belleza de María en el callejón, “I've just met a girl named Maria”, que es una canción preciosa que nunca pasará de moda. T., además, se llama María, y también tiene el pelo negro, y largo, y una voz prodigiosa de americana nativa, mientras que yo, falseando un poco la arquitectura, podría pasar por un yanqui bien estirado y alimentado. Quiero decir, que la canción parecía escrita un poco para nosotros, y eso nos emocionaba.

Pero después volvía el conflicto callejero, la cruz de navajas, y justo antes del baile más famoso decidimos aparcar la película para otro día. El aplazamiento de T. se hizo, con los días, definitivo; pero yo, ayer, con su permiso, me asomé a hurtadillas para ver al menos el número de “América”. Y tengo que decir que vale por la película completa. Una pura gozada. Un prodigio. Desde ahí, hasta el final, aun queda otra hora larga de ejercicio tan virtuoso como plomizo.





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JFK: Caso revisado

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“JFK: Caso revisado” no es una película, sino un prolijo documental. Tan prolijo, que confieso haberme saltado partes con el mando a distancia, mareado con los nombres, los intrigantes, los mil y un documentos falseados por la comisión Warren. Están los agentes de la CIA, y sus enlaces, y sus agentes encubiertos, y sus agentes por cubrir, y los delegados territoriales, y los tipos del FBI, y los confidentes del FBI, y los civiles que trabajan para el Pentágono, y los militares que trabajan para los civiles... Pululando alrededor del asesinato de Kennedy están Bill, John, Sam, Jack, Bob, Fred.., todos esos norteamericanos monosilábicos que es imposible retener en la memoria. Qué distintos son los magnicidios en España, con nombres como Vellido, y Mateo, y Buenaventura, distinguibles para los espectadores de cualquier país que quiera conocer nuestra historia.

El documental de Oliver Stone es bienintencionado, pero extenuante: te hablan de la “bala mágica” y salen veinte fulanos que la tuvieron en la mano para emitir sus dictámenes; te hablan de la autopsia de Kennedy y salen otros veinte menganos que pulularon alrededor del cadáver para mangonear los informes, unos en Dallas y otros en Bethesda... Yo entiendo a Oliver Stone: él quiere que comprendamos, que nos indignemos con esta cascada de chapuzas y ocultamientos. Pero querido Oliver: no hacía falta. Ya sabíamos. No dices nada que no hubieras dicho ya  en “JFK: Caso abierto”, que era aquella obra maestra donde Donald Sutherland le contaba al juez Garrison las verdades del barquero. Los motivos que mueven la rueda del mundo.

No sé dónde he leído que “JKF: Caso revisado” ni siquiera es un documental, sino una especie de archivo histórico que habrán de consultar las generaciones del futuro. Un verdadero lío incluso para los que venimos con esta carrera terminada. Un posgrado de la hostia. Un máster del copón. Así que no te digo nada, si caes aquí por casualidad, con tu cuaderno en espiral y tu boli Bic, todavía creyendo que hubo un único tirador en Elm Street llamado Lee Harvey Oswald.





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Frasier. Temporada 3

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Además de que te ríes mucho, ver una temporada de “Frasier” convalida una visita trimestral al psiquiatra. Te ahorras una pasta en tratamientos, y a estas alturas todos necesitamos un tratamiento más o menos ortodoxo, más o menos en profundidad. A según qué edades, el que esté libre de torceduras que lance la primera piedra. Yo, por ejemplo, en este brotar de las canas y de los pelos insospechados, todavía estoy ordenando mis prioridades y luchando contra los fantasmas de la noche. Todavía estoy buscándome a mí mismo y tratando de hacer comedia sobre mí mismo. Porque en la risa, queridos hermanos, está la salvación.

Yo, en tiempos, me dejé buenos dineros en la compra de los DVD de “Frasier”, que en España no pasaron de la cuarta temporada porque nadie los compraba. Ni siquiera en Las Rebajas de El Corte Inglés, donde valían lo mismo que en cualquier época del año porque justo el día antes de los descuentos esos mamones inflaban el precio hasta el absurdo. Daba igual: todo el mundo alababa la serie pero nadie la veía. Aun así, he salido ganando con el negocio. Lo que disfruto en el sofá de mi casa me lo ahorro en divanes alquilados a 120 euros la hora, para contar unas penas que además tienen muy poco remedio. Cualquier psiquiatría exitosa pasa por un esfuerzo personal. Por una travesía del desierto sin más brújula que el sol.

Y no es que “Frasier” vaya del rollo “tú me cuentas tus penas y yo te aconsejo como terapeuta”. No es, para nada, un psicoanálisis virtual protagonizado por los hermanos Crane. La terapia de la serie va implícita en la trama. Consiste en comprobar que nadie, ni siquiera el terapeuta de los locos, está libre de la neurosis o de la manía pasajera. De la soberbia puntual o de la depresión traicionera. De la lujuria que te vuelve ciego o de la envidia que te vuelve malvado. “Frasier” te enseña que la salud mental nunca es completa, como no lo es tampoco la salud del cuerpo. Y esa sabiduría, qué quieren que les diga, reconforta. El mal de muchos es el consuelo de los tontos. Pero es que en este caso el mal es universal, y no sirve de nada disimular. 





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