El sueño eterno

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Una vez le preguntaron a Howard Hawks sobre “El sueño eterno” y dijo que él tampoco se había enterado de nada. Que por las mañanas le pasaban el guion y él se limitaba a rodar las escenas como un profesional. Perdido en la trama, él intentaba que Bogart soltara sus frases y que Lauren Bacall quedara la hostia de guapa -y para eso tampoco había que esforzarse mucho. Y con eso, el bueno de Howard ya se iba a dormir tranquilo y satisfecho. Lo demás era accesorio y puro blablablá.

Bogart y Bacall -que se habían conocido dos años antes en “Tener y no tener”- eran la pareja de moda en Hollywood y la Warner Bros. decidió juntarlos de nuevo para arrasar en la taquilla. “El sueño eterno” contó con cuatro guionistas para adaptar la novela -ya de por sí enrevesada, casi ilegible- de Raymond Chandler. Pero al parecer apenas se coordinaban entre ellos. Uno de ellos era el mismísimo William Faulkner, contratado para darle al guion más profundidad existencial y más empaque literario. Pero después de leer “Los días perfectos” de Jacobo Bergareche ya no nos extraña que Faulkner escribiera disparates o pasara de cogerles el teléfono a sus colegas, tan ocupado como estaba en beber hasta las trancas y acostarse con su amante de California. Los días perfectos...

“El sueño eterno” tiene una legión de seguidores que disimulan haber perdido el hilo de la trama. Unos se creen demasiado listos y otros se consideran demasiado cinéfilos. Es la solera de los clásicos, que los envuelve como en un aura de santidad. En las mentes de los simples siempre hay una justificación o una ceguera para no reparar en los defectos evidentes. La gente es así... 

No pasa nada por reconocer que “El sueño eterno” es un puro disparate de gángsters y maleantes. Da igual. La queremos lo mismo. Cada vez que Lauren Bacall aparece en pantalla todo cobra sentido de nuevo. No es que entiendas lo que está pasando, pero ella ilumina la escena y justifica las largas esperas. “El sueño eterno” es una metáfora de la vida misma: pasamos por ella sin enterarnos de nada, solo a la espera de que un nuevo amor justifique este rato tan aburrido y embrollado. Yo estoy de nuevo a la expectativa.





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Frasier. Temporada 8

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En España solo se editaron en DVD las cuatro primeras temporadas de “Frasier”. Y a precios desorbitantes, además, como si los mercaderes nos creyeran precisamente psiquiatras estirados con terrazas en el skyline. Y no: “Frasier” también gustaba mucho a los bolcheviques que compraban las series cuando llegaban las ofertas en “El Corte Inglés”: el 3x2 que te ofrecían justo después de subir el precio de los productos... 

Pero en fin: así fui construyendo esta videoteca que algún día será legada al Centro Cívico de La Pedanía, ya que mis herederos no querrán esta morralla en sus apartamentos de 35 metros cuadrados. Y qué harán mis vecinos del pueblo, ay, con todo esto: ¿sembrar los DVDs en el campo a ver si salen lechugas plateadas?.¿Ensartar los Blu-ray en los postes de las tomateras para espantar a los pajaruelos? El camarada Lenin, cuando hablaba de culturizar al pueblo, creo que puso muy altas las expectativas.

A partir de la quinta temporada de “Frasier” tuve que recurrir al mercado internacional, allá en la primeriza tienda de Amazon, pero o los DVD pertenecían a otra región de los reproductores, o venían sin subtítulos en castellano para entender los chistes y las réplicas. “¿Qué hispanohablante puede interesarse por una serie como ésta?”, debían de pensar en los centros de distribución. Y no les faltaba razón: en treinta años de militancia nunca encontré a nadie con quien poder hablar de la arrogancia de Frasier, de la neurosis de Niles, de la belleza impechada de Daphne, la mujer del nombre de semidiosa... 

Solo una vez, a orillas del río Bernesga, en la zona acondicionada para perretes, un chico se acercó para acariciar a mi Eddie, y al preguntarme por su nombre y yo responderle exclamó:

- ¡Hostias!, como el perro de Frasier. Bueno, como el de su padre.

Casi me dieron ganas de abrazarle. Un Hermano, por fin, en esta vasta tierra de los infieles. El único que seguramente ya encontraré hasta el fin de mis días, en la abadía de los recuerdos. 




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El inocente

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Louis Garrel me seguía en Instagram. O eso llegué a pensar -oh, vanidad de vanidades- una mañana de aquel crudo invierno. Un día me desperté y ahí estaba su foto -de tío guapo- y su nombre- de cineasta respetable- poniendo likes a varias películas que yo había colgado en este humildísimo rincón. Solo a las francesas, curiosamente, para darle credibilidad a su aparición. Y dentro de ellas, por supuesto, alguna en la que él mismo figuraba como actor o como director. Un parto bien aprovechado, don Louis.

“Louis Garrel Officiel”, aseguraba la presentación. Y yo pensé: ¿pero qué tiene que ver don Importancia con este chiquilicuatre del extremo norte peninsular? Y yo me respondí: nada, en verdad. Ni la teoría de los seis grados de separación ni pollas en vinagre. Así que entré en su perfil y descubrí que sólo había fotos de Garrel abrazado a Eva Green, de cuando rodaron “Soñadores” y todo en ellos era el esplendor en la hierba, que rezumaba. Nada más: ni rastro de otras mujeres, de otras películas, de otros avatares de su ajetreada biografía... Si era él, allí había una obsesión enfermiza que su jefe de prensa seguro que le afeaba. Y si no era él, estaba claro que un pajillero andante de Eva Green había usurpado su identidad. Y pajilleros de Eva Green, en las redes, habrá como cinco mil tirando por lo bajo, con lo guapísima que es, y el morbo que se gasta.

El perfil se esfumó a los pocos días. Se cansó de mí -pensé por un segundo- todavía jugando con esa imposible posibilidad. Y olvidé el asunto hasta que hoy, después de ver “El inocente”, me dio por buscar aquel perfil y encontré decenas de “Louis Garrel Officiel” pululando en Instagram. Supongo que son cinéfilas que lo aman, cinéfilos que lo desean, admiradores castos de su arte y su presencia... La cuenta que a mí me jipiaba, curiosamente, ya no está en cartelera.

 Puede que el pajillero terminara con todas las fotografías que existen sobre el rodaje de “Soñadores” y decidiera clausurar el chiringuito. No sé. Pero no se clausura así como así la labor de toda una vida, la obsesión de toda una vida. Así que el misterio continúa... Mientras tanto, sigo viendo sus películas.






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Camino

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Vivir enamorado de una mujer llamada María es un peligro para cualquier ateo moribundo. Porque te puede suceder como a la pobre Camino, que enamorada de Jesús, su compañero del colegio, pregunta por él en su lecho de muerte y dice amarlo más que a nadie, confundiendo a esos cuervos del Opus Dei que velan su agonía, y que la toman por santa cuando en realidad ella ya había emprendido el camino contrario antes de su enfermedad: el sendero de la hormona y del deseo sexual.

No quisiera yo que en la UCI del hospital pensaran que estoy invocando a la Virgen María -que Madre nuestra es y tal- cuando yo llamara a María en la última lucidez de mi amor, buscando su caricia y su consuelo. Así que, o nos cambiamos de nombre, o lo elegimos mejor, o empezamos a llamarnos con el diminutivo cariñoso.

Porque además, en los hospitales, con esta mierda del concordato que nunca se deroga, siguen pululando las sotanas a la caza de los últimos alientos, por ver si ganan un alma para la causa. Y yo, para más inri, porque en el fondo soy un comodón y un pequeñoburgués, tengo mi seguro concertado con una clínica privada que pertenece a un consorcio controlado por la Iglesia. Hay mucha monja y mucho curilla rondando por los pasillos cuando voy a hacerme los análisis o a pasar consulta de los achaques. Estos te ven tumbado en una cama diciendo “María, María...” y ya montan allí el tenderete apostólico, a ver si se aparece la Susodicha en forma de pájaro en el alféizar, o de brisa que trae la fragancia de las flores.

En fin, tonterías mías. Miedos muy profundos y particulares. Cualquier cosa con tal de no abordar de frente esta película. Primero porque esta vez -quince años después de su estreno- me ha parecido muy larga, muy ñoña, solo emotiva a ratos y musicada hasta el exceso. Y porque ahora mismo, en la vida real, tengo que vérmelas otra vez con estos fanáticos religiosos que interfieren en mi trabajo. Ocurre que... Pero no, no puedo contar nada. ¡Vade retro! Hasta aquí puedo leer, como decía Mayra Gómez Kemp en el “Un, dos, tres”. 






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El bazar de las sorpresas

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Antes de que los americanos inventaran Tinder o Meetic, los corazones solitarios que no iban a bailar se conocían en las agencias matrimoniales, que eran las oficinas de empleo para el amor. “Hombre formal busca mujer limpia y cariñosa para fines serios...”. 

Recuerdo que en León había una oficina medio clandestina allá por la Gran Vía de San Marcos, que entonces se llamaba Avenida de José Antonio. Nunca entré en aquel portal porque nunca lo necesité: primero porque me casé demasiado pronto, y luego, cuando me descasé, porque la revolución del amor ya había llegado a los ordenadores y a los teléfonos móviles. Ahora es tan sencillo como responder a unas cuantas preguntas, subir una foto y sacar la tarjeta de crédito de la cartera. Tan complicado como encontrar una aguja en un pajar, una media naranja en el limonar, un arquero de Cupido que no dispare borracho hasta las trancas. 

A mi hijo le hablo de aquellas empresas de colocación y todo le suena a chino mandarino, como una cosa analógica y preindustrial. Así que ya no le cuento que antes de las agencias matrimoniales existieron los anuncios por palabras en los periódicos y en las revistas. “Caballero viudo con buenos ingresos busca mujer hacendosa para emprender una nueva vida en común...” Te buscabas un pseudónimo, consignabas un apartado de correos y rebuscabas en “Las 1001 mejores poesías del castellano” alguna que no estuviera demasiado resobada.

Así es como se conocen, por ejemplo, James Stewart y Margaret Sullavan en “El bazar de las sorpresas”, enviándose cartas donde ambos demuestran su sensibilidad y su inteligencia. Y, sobre todo, su disposición para enamorarse. “Llevaré un clavel en el ojal y un tomo de Ana Karenina en el regazo...”. Lo típico, vamos. 

Ellos, sin embargo, no saben que ya se conocen en la vida real. Es más: que son compañeros de trabajo y que se tienen un asco muy educado y distante. Y es que la literatura, como nos pasa a todos, les embellece y les disimula. Cuando escribimos cosas bonitas no estamos mostrando el alma verdadera, sino engatusando al personal.




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Cría cuervos

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“¿Por qué te vas?”, cantada por Jeanette, siempre me pareció la canción más triste del mundo. "Todas las promesas de mi amor se irán contigo...". Que levante la mano quien no haya tenido alguna vez el corazón triste, contemplando la ciudad, y la tonadilla en la cabeza. Un mérito incuestionable del señor Perales, del que tanto nos reíamos cuando escuchábamos a los cantautores malotes, aquellos de la farra nocturna y las titis a gogó. 

Puede que sea el contraste entre la letra -desgarradora- y la música –infantil o de feria. La voz de Jeanette -a la que yo siempre imaginé francesa por su acento y resulta que es nacida en el Reino Unido- ayuda mucho a darle ese tono depresivo. De tarde de domingo sin amor. A mí me gustaba mucho Jeanette en mis primeras mocedades: físicamente, digo, y cantarinamente. Salía mucho en nuestra tele en blanco y negro, amenizando las veladas. “Soy rebelde porque el mundo me hizo así/porque nadie me ha tratado con amor”. Jo: qué maravillosa justificación para ir haciendo lo que nos pete. Para que los psiquiatras y los psicólogos se forren escarbando en los traumas que según ellos explican nuestras desviaciones. 

Volver a “Cría cuervos” es volver una y otra vez a la canción de Jeanette. La niña Ana, la de los ojos que inspiran miedo y ternura al mismo tiempo, la pone todo el rato en su tocadiscos. Pero ella, por supuesto, no echa de menos al hombre que la dejó por otra, sino a su madre, que al morirse la dejó desamparada, en manos de su padre militarote y picaflor. “¿Por qué te vas...?” 

En su tarareo de niña sin mundo, la canción ya no es el lamento del desamor, sino la incomprensión sobre la muerte. Por qué tiene que morirse la gente, se pregunta Ana. Pero nadie se muere del todo -es un consuelo muy pobre- mientras haya alguien que nos recuerde. Y el fantasma de su madre se pasea por las habitaciones para reconfortar a Ana y ayudarla a entender. Geraldine Chaplin lleva siempre el mismo pijama de dos piezas, que suponemos mortuorio, como Bruce Willis llevaba siempre la misma gabardina en “El sexto sentido”. 




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Los Soprano. Temporada 5

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Todos los matarifes de “Los Soprano” llevan en el cuello la medalla de su Primera Comunión. Pero dudo mucho que el dios del Nuevo Testamento los acoja en su seno cuando ellos sean el alimento de los peces, o el festín de los gusanos. O eso, o los curas del colegio mentían como bellacos sobre la naturaleza de la divinidad. Claro que también decían que don Francisco Franco -ese psicópata de las guerras de África y luego de nuestra Guerra Civil- entraría en el cielo aplaudido por los ángeles.

Sin embargo, cuando hablamos de pecados veniales, los compijuegos de Tony Soprano ya son un poco como nosotros. Porque la carne es débil, y la mentira afila nuestras lenguas. Flaqueamos por interés, halagamos por conveniencia, cambiamos de principios si adivinamos un beneficio. Es ahí, en el pecado venial, en la disfunción cotidiana, donde estos sociópatas repeinados se nos vuelven humanos, comprensibles, vecinos de la cola del pan o comensales que zampan a nuestro lado en el restaurante. 

Se podría escribir toda una guía de “Los Soprano” -incluso una tesis doctoral en la Universidad de las Series- siguiendo la pista de los pecados capitales que les impulsan a actuar, y que muchas veces son la causa de su perdición. La gula, por ejemplo, altera sus fisonomías y les provoca malas digestiones; la soberbia les vuelve descuidados y vulnerables a la venganza; la avaricia les empuja a robar más de lo que deben, invadiendo territorios vecinales; la lujuria les despista de sus obligaciones como a sacerdotes entregados al fornicio; la envidia les susurra que se necesitan un coche más grande para acudir a las reuniones y ser escuchados con mayor respeto. La ira -sobre todo la ira- les hace tomar decisiones equivocadas que al final sellan su sacrificio ritual.

La pereza es quizá el único pecado capital que no conocen estos tipos. Es cierto que se pasan la vida jugando a las cartas en el Bada Bing, o tocándose las pelotas en la terraza del Satriale’s, pero cuando hay que coger la pipa o el bate de beisbol no dudan ni un instante. Son muy profesionales en lo suyo. El añorado Pazos derrama lágrimas cada vez que los ve. 





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A la caza

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La primera vez que escuché la palabra “cruising” -que es el título original de e película- fue en “La vida moderna”, aquel programa de radio que conducían Broncano, Ignatius y Quequé, y que luego se deshizo en parte por las censuras y en parte por las derivas personales. 

Cruising quiere decir, por aproximación, “hacérselo en el parque”, o “montárselo en los baños de la estación”. No tiene un equivalente obvio en el idioma de Cervantes. Para insultar y para describir una borrachera no existe un idioma más rico que el nuestro, pero en lo que importa de verdad, que es el progreso tecnológico y la satisfacción de lo sexual, nos quedamos siempre cortos o hablando en perífrasis. Supongo que todo esto viene de la Contrarreforma, que le concedió importancia nula a la ciencia y proscribió cualquier práctica sexual que no fuera heteromisionera, y además dentro de los plazos estipulados.

Hablando de curas, supongo que hubo alguno que en 1980 vio “A la caza” y consideró que el serial killer al que persigue Pacino era un ángel justiciero enviado por el Señor para purgar a los homosexuales. Puede que ese mismo cura luego le metiera mano -y cosas peores- al monaguillo de la parroquia, pero de estas incongruencias las hay a miles en las interpretaciones doctrinales. 

En “A la caza”, los métodos de Yahvé son sanguinolentos, salvajes, muy propios del Antiguo Testamento. Podría haber incendiado los barrios nefandos de Nueva York como hizo con Sodoma, pero en Sodoma todo el mundo estaba en el ajo y aquí un incendio se hubiera llevado por delante a gente inocente que solo servía copas en el garito o recogía los preservativos para el Servicio de Basuras. Así que Yahvé se decantó por un asesino de cuchillo en ristre y vozarrón en la garganta, que también es un recurso muy bíblico.

El otro día contaban en la radio que muchos de los extras que aquí se besan y se tocan en los bares de ambiente murieron a causa del SIDA no muchos años después. Para estos locos de los púlpitos, el virus fue un refinamiento vengador que se acomodaba mejor a la política del Nuevo Testamento. 





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