Los que se quedan

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“Todo el mundo es salvaje de corazón y además raro”. Lo decía Lula Pace en “Corazón salvaje” y yo firmo debajo. De hecho, es la frase que adorna el frontispicio de mi Facebook -ahora que Facebook, como el Partenón, ya es una ruina de la Antigüedad. 

La moraleja de “Los que se quedan”, por el contrario, viene a decir que todo el mundo es raro, sí, pero que guarda un corazoncito achuchable en su interior. Y yo, aunque no lo suscribo, porque sé que en el fondo todos tenemos un alma de pedernal, la película me parece cojonuda y casi suelto alguna lagrimita cuando termina.

Es la magia del cine, que no solo te hace creer en galaxias lejanas habitadas por midiclorianos, o en fantasmas de pasillo, o en amores imposibles, sino también en la naturaleza roussoniana de los seres humanos, donde la culpa siempre es de la sociedad o de los otros –“porque nadie me ha tratado con amor”- y nunca de uno mismo, porque la evolución nos hizo así y no nos da la gana de aceptarlo.

Viendo la película me acordé de un profesor que tuvimos en los Maristas de León, el hermano X., que nos daba matemáticas. El hermano X. era despiadado, burlón, inflexible. Exigente como si estuviéramos en un Harvard provincial. Un “old school” al estilo del señor Hunham, también calvorota y falto de sexo para desestresar. Para nada el profesor Keating de “El club de los poetas muertos”, cuyo espíritu, por contraposición, también flota en el ambiente de esta película. 

Pero el último día de nuestra convivencia, porque ya nos íbamos todos al preuniversitario, el hermano X. nos llevó a la sala de audiovisuales, y cuando ya pensábamos que allí escondía los potros de la tortura, nos mostró su colección completa de rock and roll de los años 50, y nos confesó que aquella era la pasión de su vida, tan alejada de los cálculos matriciales. Y nosotros, aunque flipábamos en colores, y nos sentíamos como en el final de una película de Hollywood, sabíamos que allí había gato encerrado, tanto postureo y tantas ganas de enrollarse, aunque luego, la verdad, al minino jamás le vimos los bigotes ni las tres patas. También porque nos daba un poco igual y ya solo queríamos olvidarle.  





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Bronca

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Si el aleteo de una mariposa puede causar un tornado en la otra punta del mundo, una puñeta sacada por la ventanilla puede, desde luego, arruinar la vida de dos conductores que se cruzan en un centro comercial. “Bronca” podría haber durado, qué sé yo, tres minutos, si la coreana pija o el coreano currela hubieran sacado un pistolón de la guantera y a tomar por el culo la discusión. En la Corea de sus antepasados, por ejemplo, la cosa se hubiera alargado más tiempo porque allí, como en Europa, tiran de mamporro limpio o como mucho de tenedor de plástico si justo venías del Burguer King. Pero en Estados Unidos... jo. Cualquiera le saca la puñeta a un zopenco que viene a toda hostia por la carretera, como cantaban "Los Ilegales".

Es lo malo que tiene el estrés, que no te deja contar hasta cinco antes de puñetear. Es lo malo de ir quemado por la vida, aunque las quemazones sean en este caso muy diferentes: la pija porque aspira a cotas más altas de pijotería y el autónomo porque apenas llega a fin de mes entre chapuzas domiciliarias y desvaríos autobiográficos. Su pelea, claro, no es más que una espoleta de retardo. El primer aleteo de la mariposa... El primer episodio de “Bronca” apunta a la lucha de clases y a mí eso me gusta mucho. Me predispone a continuar. Perdida la guerra global se pueden ganar algunas batallas puntuales, de esas que elevan los corazones. 

Pero luego la serie, ay, no tira por ahí. Es más: se vuelve plomiza, discursiva, “íntima”. La vida misma y tal... Cada uno luchando por sus sueños y eso...  Uno, claro, comulga más o menos con las penurias del trabajador, pero el personaje de la muchacha se nos hace insoportable y no queda claro por qué tenemos que simpatizar. ¿Cómo se dice “to er mundo e güeno” en coreano-americano? No me lo quiero ni imaginar. 

(Entre tres minutos de discusión y una serie de 10 episodios innecesarios cabía un término medio, digo yo. La cosa mejora al final, pero hay que cruzar mucho desierto para alcanzarla. El negocio de Netflix no es captar nuestra atención, sino atornillar nuestro culo al sofá).




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Perfect Days

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Mientras veía al señor Hirayama limpiando los retretes de Tokio me acordaba mucho de Lester Burnham, el hombre que al otro lado del océano, en “American beauty”, decidió dejar su maletín de ejecutivo y dedicarse a servir hamburguesas en el McAuto, liberado de responsabilidades, entregado a una rutina sin sobresaltos y más feliz que una perdiz. Porque lo que mata, más que la clase social, es el estrés. Y si bien es verdad que cuanto más abajo más atajo -hacia la muerte-, a veces, en los trabajos más chungos, uno puede encontrar un nirvana de armonía ya que no de monetario. Que a tu lado no haya un emprendedor, un liberaloide, un hijo de la gran puta hecho a sí mismo gritándote al oído también ayuda mucho a limpiar los retretes con mansedumbre.

En un momento de “Perfect Days” se da a entender que el señor Hirayama proviene de otro estrato social, o al menos de otra capacitación profesional, y que ha elegido voluntariamente este empleo que otros consideran más propio del lumpen o del desesperado. Pero el señor Hirayama parece contento, para nada resignado. También me recordaba un poco a mí, la verdad, que yendo para ministro -como creía mi madre- o al menos para subsecretario -como creían mis amigos- decidí bajarme de la vida y trabajar en esto mío tan modesto y tan poco cualificado, pero que me deja mogollón de tiempo para mis cosas. Si el señor Hirayama saca tiempo para sus fotografías, sus lecturas y sus sueños de seductor, yo lo saco para ver películas extrañas en las que sale, por ejemplo, el señor Hirayama, y luego escribir las reflexiones que se me ocurren, también muy alejadas del sector productivo de la sociedad.

El señor Hirayama es mayor que yo y ha aceptado plenamente su decisión. Se nota en que deja los servicios públicos como los chorros del oro sin ninguna necesidad. También es verdad que él vive en Tokio, y no en Madrid, donde el velero llamado “Libertad” lo ha puesto todo perdido de meados de borrachos. Yo, en cambio, todavía estoy en proceso de aceptarme. Cuando me quiera dar cuenta me habré jubilado sin haber alcanzado ese nirvana que fabrica los “perfect days”, absolutamente limpios de conciencia y de sueños raros.





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Que nadie duerma

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Que tire la primera piedra quien no haya soñado alguna vez con un amor inalcanzable. Un amor matemáticamente imposible, de posibilidades infinitesimales. De todo punto ridículo visto desde fuera. Tan ridículo que no puedes ni confiarte a tus mejores amistades, para que no te tomen a pitorreo y duden muy seriamente de tu salud mental. Un amor silencioso, ultrasecreto, pero no doloroso en realidad, porque siempre hay un rinconcito de la conciencia, aunque amordazado, que se hace cargo de la situación.

Y no hablo de enamorarse locamente de la actriz de Hollywood o del cantante de la tele. Hablo de la vida cotidiana, de cuando conoces a Fulanita o Menganito por las esquinas de la realidad y las mariposas del estómago, contra toda lógica, contra toda obviedad, porque tú eres un chiquilicuatre y ella vive en el último eslabón de la cadena trófica, se empeñan en revolotear de un modo improductivo. O -como le sucede al personaje de Malena Alterio- cuando tú eres como mucho la princesa de Bekelar y el maromo es el actor de moda más  buenorro de los teatros madrileños. Y además con barbita de comechochos gourmet incorporada.

Yo sufrí una vez este enorme desvarío. Tan desvariado que es el único amor secreto que nunca le he contado a nadie, ni siquiera una vez que me preguntaron y yo me vi con demasiados licores espiritosos en el coleto. No, nunca, jamás. El pitorreo hubiera sido histórico. Quién sabe si alguno de los presentes, sin pedirme permiso, hubiera tomado mi historia para construir una película sobre un gilipollas integral.

Pero el personaje de Malena Alterio está hecho de otra pasta más comunicativa que la mía, o quizá es que conduciendo el taxi se aburre mucho y suelta lo primero que se le ocurre, por aquello de crear un clima de confianza con la clientela. O que está un poco pirada, que eso también. Por la boca muere el pez, y por la bocaza la taxista, y como además hay mucho hijo de puta suelto por ahí, y también mucha hija de puta, al final salió esta tragedia costumbrista que no es que parezca escrita por Juan José Millás, el maestro moderno de las tramas kafkianas. Es que lo está. 





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El viejo roble

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Dicen -o lo ha dicho él mismo- que ésta es la última película de Ken Loach. Así que se nos va el viejo guerrillero. La clase obrera británica se queda sin su único diputado: el honoris causa. Ya no tenían a nadie en el Parlamento para defender sus intereses -como no lo tenemos nosotros en las cortes de Madrid- pero al menos, con Ken Loach, ellos tenían un cineasta peleón que mostraba sus miserias y proponía sus soluciones. De hecho, gracias a Ken Loach, aquí conocíamos mejor los barrios deprimidos de Newcastle que los barrios chungos de Albacete.

Ahora ya ni eso. Vendrán otros cineastas, supongo, a coger su relevo, pero tardaremos mucho en descubrirlos. O quizá ya ni les dejen rodar, a fuerza de no financiarles. Y si ruedan, gracias al crowdfunding, o al atraco nocturno del tren de Glasgow, les proscribirán, les cerrarán los mercados, les señalarán como a rojos muy peligrosos. No creo que los fachas que ahora gobiernan Movistar + -por poner un ejemplo- toleren semejante propaganda comunista. El nuevo Ken Loach puede que haya muerto antes de nacer. 

Al viejo combatiente le retira la edad, pero también la indiferencia de la gente. Lo que cuenta ya no le importa a nadie. A los ricos se la pela y a los pobres se la bufa. Los pobres ya no quieren remedios para salir de la pobreza: quieren ser ricos directamente. Si los pobres ficticios de Ken Loach aspiran a alcanzar la clase media en un Estado del Bienestar, los pobres reales votan al PP y a cosas peores porque piensan que así les lloverá del cielo el yate, el Rólex, el club de golf compartiendo puro con el alcalde. 

Ken Loach se mata por la clase obrera, pero la clase obrera ya no merece sus matamientos. Nos hemos convertido, mayormente, en gentuza. Yo, aunque funcionario, también soy clase obrera porque mi padre lo fue, así que me conozco el percal. Ahora lo que se estila es votar al facherío para que el moro que vino de Siria -como estos pobres de la película- no pase por delante en la consulta del médico. Yo tenía a las 9 y cuarto y este hijo puta a las 9. Es intolerable. ¿Qué pasa, que en Damasco no atienden en urgencias..? 

Y así todo. Ya digo: escoria. Si el abuelo Karl levantara la cabeza...





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Saben aquell

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De niños, en León, también hablábamos catalán en la intimidad. O al menos lo entendíamos en parte. Y no como ese fascista de José Mari, que solo lo dijo para arañar votos en Barcelona. 

Pero tampoco nos pongamos estupendos: en realidad solo sabíamos dos frases de catalufo, aunque encerraran mundos completos de referencias. La primera, claro, era “Tot el camp és un clam”, que entonaban los culés en el colegio las raras veces que tenían algo que celebrar: que nos ganaban en los duelos directos, mayormente, porque luego, de títulos, no se jalaban ni una rosca, siempre que si el árbitro, que si las lesiones, que si el sursuncorda... Igual que ahora, vamos. 

La segunda frase de nuestro acervo catalán era “Saben aquell que diu...”. Era la muletilla con la que Eugenio siempre comenzaba su show cuando salía por la tele. Y nos descojonábamos, claro, por su acento cerrado de Barcelona, y porque ya anticipábamos el chiste genial que iba a venir justo después. Lo suyo era humor inteligente, y no como el de otros. “Un esqueleto entra en un bar y pide una cerveza y una fregona...”. Yo era mucho de Eugenio, de su semblante y de su distancia, y no tanto de Arévalo o de Bigote Arrocet, que no eran más que dos tolais repetitivos. Los tres eran los reyes de la casete de gasolinera y salían mucho en el “Un, dos, tres”. Y si salías en el “Un, dos, tres” ya te llovían los contratos y te forrabas. Y follabas cantidubi, supongo.

En eso, la película de Trueba es un poco tramposa, porque Eugenio compareció por primera vez en el “Un, dos, tres” cuando ya era un hombre viudo y depresivo. La gran fama de la tele le llegó después de que se muriera Conchita, el gran amor de su vida, con la que empezó haciendo dúo musical y acabó teniendo un dúo de retoños. “El gorrino y la mujer, acertar y no escoger”, que decía Marcial Ruiz Escribano. Y Eugenio acertó el pleno al quince en la quiniela. Conchita, si hacemos caso del biopic, le regaló los mejores momentos de su vida, aquellos en los que su carácter autocorrosivo encontró un descanso y una cura temporal. Hay tipos con suerte, aunque la suya, ay, fuera una suerte con fecha de caducidad.





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La Tierra según Philomena Cunk

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Philomena Cunk es una auténtica tolai que no ha leído un libro de historia en su vida. Una ignorante de primera división que de chavala, en el instituto, cuando se impartía la asignatura, se dedicaba a mirar a los guaperas y a dibujar flores en el cuaderno. O sea, que de historia, ni flowers. Y de sesera, lo justito.

Ésa es la broma recurrente que plantea este absurdo nockumentary: hacer una versión de "Érase una vez el hombre" desde el desconocimiento más absoluto, con una presentadora que mete la pata por doquier y enmienda la plana a los catedráticos más sabios de la universidad, que uno se imagina, tras el “¡corten!”, partiéndose el culamen con el despropósito. 

Philomena Cunk, afortunadamente, es un personaje de ficción, un monstruo de ignorancia construido con mucha gracia por esta actriz llamada Diane Morgan. A mí me parece incluso guapa, con esos ojazos de dibujo japonés y esa coleta tan pizpireta que pasea por los paisajes. Pero seguro que mi amigo, el de La Pedanía le saca diez defectos evidentes y otros tantos rebuscados. En fin: él es así. 

(No quiero olvidarme de lo que iba a decir: que con algunas cosas de Philomena te ríes mucho y con otras te ríes menos, pero el caso es que no dejas de sonreír. Y eso se agradece. He capturado, incluso, algunas cachondadas para luego ponerlas en el Instagram, a ver si alguna mujer medio culta y medio guapa se anima a sonreír).

Pero claro: yo me río con Philomena porque tengo unos conocimientos básicos de Historia y sé dónde está el dato chorra y la tontería descojonante. No es que yo sea un catedrático ni nada parecido, pero es que... joder. Hablamos de 3º de Primaria. La serie está muy poco valorada en internet y tiemblo al pensar que no sea por su humor tan peculiar, sino porque muchos espectadore no entienden dónde está la gracia y piensan que esto es una cosa muy seria e intelectual de la BBC. Así, a bote pronto, y solo entre la peña del trabajo, se me ocurren como veinte personas que tomarían a Philomena Cunk por una experta en la materia. Lamenteibol.




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True Detective: Noche polar

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Escena 1: Un empleado del matadero agrede a una compañera de trabajo. Otra compañera, para defenderla, le atiza al tiparraco con un cubo de metal. Lo derriba, pero el tío es un cavernícola, un borracho pendenciero, y cuando se levanta para seguir soltando hostias es reducido por una mujer policía que en sus tiempos mozos mataba osos con las manos.

Subtexto: ojito con la poli, que aunque sea mujer es de armas tomar. 

De momento, nada que objetar. Pero...


Escena 2: Los policías entran en la misteriosa estación científica, abandonada sin explicación. Un televisor encendido no deja de dar la matraca. El poli joven no es capaz de averiguar cómo se apaga. No hay mandos, enchufes, nada... Su jefa, Jodie Foster, le suelta una patada a un panel y allí aparecen los cables escondidos. Hay una mirada de suficiencia. 

Subtexto: qué lejos quedan los tiempos del mansplaining, muchacho, cuando teníais que explicarnos incluso cómo se programaba un vídeo.


Escena 3: Solucionado el tema de la tele, otro policía enciende un ordenador y hace lista de los científicos desaparecidos que trabajaban en la estación.

- ¿Todos hombres, eh? -suelta el personaje de Jodie Foster con una retranca muy podemita.

Subtexto: el puto patriarcado. Seguro que había mujeres científicas igual de preparadas a las que han marginado del proyecto y han dejado en casa fregando los platos.


Escena 4: en su recorrido por la estación, los policías descubren un sándwich abandonado. Jodie Foster y su subalterno discrepan sobre el tiempo que puede llevar allí ateniéndose al estado de la mayonesa y del embutido. Para zanjar la cuestión, Jodie Foster le suelta:

- ¿Tú no eres de esos padres que hacían sándwiches, verdad?

Subtexto: mientras tú te emborrachabas en el bar con los amigotes o veías fútbol repantigado en el sofá, seguro que tu mujer, la pobre, se encargaba de la crianza completa de los chavales.


Cuatro zascas y aún no hemos llegado al minuto 15 del primer episodio... El misterio de “True Detective 4” no es encontrar al asesino, sino dar con un hombre en Alaska que no sea un agresor, un machista o un inútil integral. No me siento aludido, pero no me interesa. Ya sé de qué va esto. Es un poco cansino.







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