El planeta de los simios

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Hostia, no sé... Si después de un viaje interestelar de 200 años aterrizara en un planeta donde los monos hablan en inglés, montan a caballo y persiguen a unas mujeres de nuestra especie en taparrabos, yo, desde luego, le daría una vuelta al asunto. O el viaje ha sido circular y he caído en el mismo sitio -pero en algún tiempo extraño del calendario- o resulta que una educadora de monos se fugó de la Tierra y ha creado un colegio Montessori en las inmediaciones de una estrella lejana, allá por la constelación de Orión. 

Por cierto: ¿y las estrellas en el cielo? A Cristóbal Colón, con sus astrolabios y su ciencia básica del siglo XV, no se le hubiera escapado lo que sí le escapa al astronauta Heston: que si miro al cielo nocturno y veo las mismas constelaciones que en la Tierra, son su estrella Polar, y su estrella Sirio, y su Venus brillante en el horizonte, tal vez, eh, sólo tal vez, exista la posibilidad de que el cohete hiciera pum p’arriba y luego pum p’abajo, como si lo hubiera lanzado la Agencia Astronáutica Española desde la base de Minglanillas. 

(Pero claro: quizá juego con ventaja porque en el año 2023 ya conocemos el final de la película y te anticipas a la ceguera científica de Charlton Heston. El Capitán a Posteriori es un cabrón intergaláctico que nos perturba el pensamiento).

Pero da igual: para revisitar "El planeta de los simios" no me importaba el qué, sino el cómo, la pura curiosidad de ver la película. Y la verdad, vergonzosa para mí, es que no le he encontrado ninguna mística ni clasicismo. Esto no tiene ni pies ni cabeza y además es cutre hasta el sonrojo. Las persecuciones en ese poblado de los Picapiedra son como de Chiquito de la Calzada perseguido por Lucas Grijander: “Noorl”, “quietorrr”, “cuidadín”, “te voy a hacer pupita”...

Te quedas, eso sí, con la esencia filosófica del asunto: que los monos, cuando nos suplanten, serán tan hijos de puta como nosotros, sádicos y pueriles. Y no solo eso: la corrupción de su almas será bendecida por unos curas inevitables que aspirarán no a ser cardenales primados, pero sí cardenales primates.





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El chip prodigioso

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Para nuestra generación, “El chip prodigioso” fue una divertida introducción al mundo de la nanotecnología. En 1987, de chavales, llegamos a pensar que cuando fuésemos mayores –o sea, más o menos como ahora- los médicos nos recibirían en las consultas, nos harían un par de preguntas protocolarias sobre nuestro achaque y luego -como Dennis Quaid en la película- se meterían en una máquina miniaturizadora para hacerse chiquititos, casi microscópicos, y así poder hurgar en nuestras entrañas después de que una enfermera cañón -por lo menos tan guapa como Meg Ryan- inyectara la nave espacial en el torrente sanguíneo o nos la metiera por el culo gracias al amable excipiente de un supositorio. 

Ese era el futuro que imaginábamos a cuarenta años vista: los médicos como navegantes de nuestro espacio intercelular, casi más espeleólogos que facultativos. Más parecidos a Miguel de la Quadra-Salcedo que al doctor Beltrán que poco después se haría famoso en Antena 3 televisión. La de chistes que hicimos, con la tontería de los médicos moleculares, o de las doctoras jibarizadas, ahora ya irreproducibles porque las ciencias políticas han avanzado mucho más deprisa que las ciencias medicinales. De hecho, si no fuera por el desarrollo de la tomografía axial computerizada, estaríamos más o menos como en 1987, sondeando el interior de nuestros organismos casi con la misma tecnología que desarrolló el matrimonio de los Curie en su laboratorio.

“El chip prodigioso” muestra otro avance de la ciencia que no tiene visos de cumplirse ni siquiera a medio plazo. Otra estafa futurista de Hollywood, aunque a ratos resulte muy entretenida. La nanotecnología, al final, resultó ser una cosa de máquinas biónicas tan pequeñas como las moléculas: robots hacendosos cortando tejidos muertos o empalmando cadenas de ADN. Una ciencia muy útil, y a su modo también muy fantasiosa, pero muy poco peliculera para hacer un éxito de taquilla con rubias guapísimas y hostiazos a gogó.





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Men in Black

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¡Me lo van a decir a mí!, que existen los extraterrestres, y que pululan por nuestras calles, yo que llevo en el teléfono las cinco notas musicales de “Encuentros en la tercera fase” como tono de llamada. Re-mi-do-do-sooool... 

“Uy, qué música tan rara”, me dicen los que no vieron la película o la vieron pero ya no la recuerdan. La Pedanía entera. Pues escuchad, majos: ésta es la tonadilla que servía de saludo entre los terrícolas y los extraterrestres. Las cinco notas de John Williams que ya son el H.E.G. (Hola Estándar de la Galaxia) que usamos los iniciados en el misterio de la astrobiología. 

Hará cosa de cinco años que llegué a la conclusión de que todo el mundo que me llamaba procedía de otro planeta: las mujeres del amor, los hombres de la amistad, los familiares que viven allende los mares... Y, por supuesto, las gentes del trabajo, que parecen salidas de un planeta donde las decisiones se toman del revés y los pasillos se recorren por los techos.

Todo esto, por supuesto, es medio en broma medio en serio, pero juro que el re-mi-do-do-sooool suena en mi teléfono cuando contacto con estos seres provenientes de otros mundos que se afincaron en la Tierra. La música me sirve de advertencia: prepárate para una conversación no siempre fácil ni fluida. 

Todo esto lo cuento para advertir a la gente que “Men in Black” no es una película de ciencia-ficción, aunque lo parezca. Porque es verdad que hay aliens por nuestras calles y que los picoletos del SEPRONA se encargan de supervisarlos. Yo, en mi vida cotidiana, también los tengo muy calados. De hecho, trabajo en secreto para los Hombres de Negro. Cuando recibo una llamada en el teléfono y suenan las notas de John  Williams, ellos la escuchan al mismo tiempo en su comisaría ultrasecreta. Lo digo por si algún día vas a llamarme y escuchas un click sospechoso al otro lado de la línea, un susurro, un acople... Que sepas que sabemos. 




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Ex Machina

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Hay tantas lecturas posibles en “Ex Machina” -filosóficas, científicas, sexuales incluso-que no sé ni por dónde empezar. Mi Inteligencia No Artificial (INA) se aturulla ante tal avalancha de asociaciones. 

Lo primero que se me ocurre -por hacer la típica chanza del gilipollas- es argumentar que ese tunante de Oscar Isaac no se dedicaba al diseño de robots, sino a la fabricación de muñecas sexuales muy sofisticadas. Creo que ahora hay unas muñecas japonesas que son la monda lironda, muy reales y excitantes. Lo sé por un amigo que tengo. Pero tampoco quiero denunciar al científico loco. ¿Quién no haría lo mismo en su lugar? Ya puestos a desarrollar inteligencia artificial en lo alto de una montaña, pues mira: le diseñas una carcasa para satisfacer tus expectativas sexuales: las fenotípicas, las posturales, las frecuenciales... 

Todas las expectativas menos la calidez humana -el amor. Y eso es lo que Oscar Isaac, en esta interpretación mía de la película, busca obsesionado: una mujer cibernética con conciencia de estar echando un polvo. Y si no enamorada, si al menos atraída por él. Oscar Isaac es un racionalista científico, pero también sabe que la comunión del cuerpo y del espíritu consigue los orgasmos más inolvidables. ¿Romanticismo? Tampoco jodamos: cuando decimos espíritu queremos decir neuronas espejo y cosas así. 

(Supongo que el Ministerio de Igualdad podría subvencionar un remake en el que una mujer científica, aislada en el desierto de Almería, diseñara unos maromos cibernéticos muy parecidos a Chris Hemsworth con la excusa de estar desarrollando un software muy poderoso. Un pequeño polvo para la mujer y un gran paso para la humanidad). 

“Ex Machina”, por supuesto, tiene otras lecturas menos rijosas y más trascendentales. Y más ahora, que la Inteligencia Artificial ya avanza que es una barbaridad. ¿Hay inteligencia sin conciencia de la propia inteligencia? A mí siempre me ha parecido una pregunta muy prepotente. Muy de ser humano subidito. Muy de creernos la cúspide la Creación. Creer que somos “conscientes” de algo, extramateriales en cierto modo, no deja de ser una presunción de divinidad. Una chulería evolutiva.




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Terapia alternativa

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La venden como una serie de Gastón Duprat y Mariano Cohn pero no lo es. Ellos figuran como “creadores” en los títulos de crédito, pero luego ni escriben los diálogos ni se ponen tras la cámara. Y se nota: a “Terapia alternativa” le falta su mala baba y le sobran siete pueblos de metraje. La serie no está mal -porque al final son argentinos verborreando sobre el amor- pero tiene un punto muy molesto de publicidad engañosa.

"Terapia alternativa" tiene, además, un error de casting a mí me dificulta mucho su seguimiento. Yo presto atención, sí, pero se me van los ojos detrás de esta chica ideal y me paso gran parte de la función comparándola consigo misma, a ver si está más guapa con el pelo suelto o recogido, con el traje de noche o con el casual de trabajar, como Dios la trajo al mundo o con los rasgos sutilmente maquillados. 

La culpa es de Max, mi antropoide interior, que llevaba meses invernando y de pronto ha sentido que comenzaba la primavera. Porque esta mujer, Eugenia Suárez, “la China”, es algo así como la mujer más hermosa del mundo, y nadie en su sano juicio, nadie, ni siquiera ese idiota que la tiene por amante, acudiría a terapia de pareja para desprenderse de su compañía. Ni por salvar su matrimonio -que tampoco es nada del otro mundo- ni por evitar que tras la muerte le aguarde el fuego de las calderas. Yo entendería a este boludo si ella, Malena, estuviera loca, o fuera imbécil del culo, o votara a Milei aunando ambas cualidades. Y aun así ya veríamos... Pero es que tampoco lo parece.

Por lo demás, cuando por fin centro la atención, me topo con la figura de la terapeuta que en realidad es el personaje principal. Como Max vive varado en nuestra  juventud, no se da cuenta de que ella, Carla Peterson, es realmente la mujer que nos convendría para remontar. Por su edad, y por su belleza sostenible. Por su carácter coñón pero agrio como las naranjas. Selva, su personaje, es una psicóloga del amor que ya no cree en el amor; o sí, pero sólo a ratos. En eso es como los curas que ya no creen en Dios, o como los maestros que ya no creen en la educación. Almas gemelas, ella y yo, ya digo.



 


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Anatomía de una caída

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El personaje del que nadie habla en las críticas es el abogado defensor de Sandra, el tal Vincent Renzi. Y a mí me sorprende porque me parece el más ruin -y a la vez el más retorcido- de todo el plantel. Todo por un polvo. Los demás personajes, culpables o no de sus ruindades, son emotivos, sinceros a su modo, dignos de lástima o de comprensión. Ya sabemos cómo son las relaciones conyugales cuando entran en putrefacción: incluso los seres más civilizados sacan lo peor de sí mismos. Y aquí no hay malos absolutos: sólo gente herida, dañada, que desea escapar de la jaula y ya no sabe cómo.

Érase una vez un abogado Renzi a un pene pegado. Se le nota mucho en la mirada. Un aprovechategui de la situación. A Renzi le importa tres pimientos que Sandra sea culpable o no de asesinato: lo que él quiere es librarla de la cárcel para luego tirárselacomo un héroe. Le mueve el prestigio profesional, claro, pero mucho menos que lo otro. “Yo de joven estaba enamorado de ti”, le dice a Sandra en un momento de la pelicula, y se lo dice con la misma cara de panoli que hubo de tener en la adolescencia. Mientras se lo dice, fuera de plano, se adivina un estremecimiento bajo su entrepierna que es la rúbrica infalsificable de los enamorados con paciencia. Ella, por su parte, no parece darse por aludida. Parece pensar: “Tú sácame de ésta y luego ya veremos...”

¿Usted, querido lector, se acostaría con una mujer acusada de asesinar a su marido en tan extrañas circunstancias? Pues depende de sí está buena o no, me responderá con una lógica masculina implacable. Por otra parte, es lo mismo que respondió Michael Douglas en “Instinto básico” cuando le preguntaron por Sharon Stone. Y aunque Sandra Voyter es, para mi gusto, una mujer de rasgos demasiado teutones y quizá un poco abotargados, es obvio que tiene un morbo de mujer inteligente y vivaz, con mucha vida recorrida. Quizá demasiada... 

Al señor Renzi tampoco le importa que ella confiese en el juicio haber sido una mujer infiel que se acostaba con el primero -o incluso con la primera- que pasaba por allí. Él también parece pensar: “Primero nos acostamos y luego ya veremos...”.




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Brokeback Mountain

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Los rudos vaqueros de Wyoming fueron los últimos en caer. Vale que se vayan volviendo mariquitas los funcionarios del Gobierno o los tiburones de Wall Street -pensaban resignados los temerosos de Dios- Incluso los deportistas, jolín, todo el día viéndose desnudos en los vestuarios, o los marines de la Armada, con esas largas travesías por el océano en busca de asquerosos comunistas. La carne es débil y Dios -cuando le da la gana- es misericordioso. ¿Pero los hombres Marlboro? ¡No, nunca jamás!  Ellos son el último reducto de nuestra virilidad, prietos los esfínteres y encogidos los falos ganaderos.

Por eso, cuando Ennis del Mar y Jack Twist se dejaron llevar por el instinto en la tienda de campaña, muchos se llevaron las manos a la cabeza y temieron que por fin hubiera llegado el fin del mundo, cinco años después de la llegada del segundo milenio ¿Y si la orden ejecutiva del Apocalipsis fue dada el año 2000 como anunciaban las Escrituras pero tardó cinco años en cruzar el mar de las estrellas y llegó justo cuando Ennis enfilaba el esfínter relajado de su compañero...? 

Pero pasaron los minutos, y los meses, y viendo que el cielo seguía sin caer sobre sus cabezas, los cabezacuadradas de la sexualidad inventaron chistes muy chuscos sobre “te voy a broke la back, vaquero”, o sobre “este es mi territorio vedado y yo cariñosamente te lo concedo”, para sublimar sus propias inquietudes con la risa. Un deshueve, sí...

Este escándalo de vaqueros dándose por el culo fue mayúsculo porque además, los vaqueros, se enamoraban. Lo suyo ni siquiera era un apretón, un desfogue, una traición pasajera de la carne. No: era amor, de manzanas con manzanas -o de peras con peras, que ya no recuerdo bien- y eso sí que era intolerable. Nos quisieron tumbar la película con anatemas de curas y críticas de pseudocinéfilos, pero la mayoría de nosotros, entre que “Brokeback Mountain” es una película cojonuda y que nos importa una mierda entre quiénes brotan los amores verdaderos, lo pasamos de puta madre -es decir, sufrimos de lo lindo- viéndola en la gran pantalla y luego, con el tiempo, recobrándola de vez en cuando en la intimidad de los hogares. 





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Sentido y sensibilidad

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Sólo existe un -ismo verdadero, que es el clasismo. El clasismo explica todo lo que sucede a nuestro alrededor: la conducta de la gente y la política del Parlamento. La tontería y la crueldad. “Sentido y sensibilidad” es una obra maestra porque está muy bien hecha y además acierta con la enseñanza primordial. Jane Austen no conoció a Carlos Marx pero también sabía que los demás -ismos se subordinan al clasismo o se inculcan para despistarnos.

Lo que pasa es que Jane Austen era una burguesa agraria, conservadora por naturaleza, y no predicaba un mensaje revolucionario. Sus novelas eran románticas, sí, pero de un amor conveniente o resignado. Tuvo que ser el abuelo Karl quien nos enseñara que la única guerra verdadera es la lucha de clases, en vertical, y hacia arriba, y no estas batallas horizontales donde nos matamos entre nosotros como si fuéramos imbéciles o niños irredentos. El racismo solo es aporofobia; el nacionalismo, una histeria dirigida; la guerra de los sexos, un puro despiste que nos divide exactamente por la mitad. 

El romanticismo también es otro -ismo subordinado al clasismo. En unas épocas más que en otras, claro. A principios del siglo XIX, por ejemplo, las normas matrimoniales eran más estrictas que ahora. El amor entre clases antagónicas, si existía, se cortaba de raíz. Se trataba de mantener las haciendas o de ampliarlas, no de compartirlas con los piojosos. El romanticismo no tenía nada que ver con los matrimonios, que eran simples contratos comerciales. A veces una mera trata de ganado. El amor verdadero, en las clases altas, se reservaba para las amantes que vivían como reinas en un piso amueblado en la ciudad.

Ahora, por fortuna, gracias al cine de Hollywood que ha hecho reverdecer nuestros corazones, el amor sin interés económico ha encontrado un pequeño ecosistema para sobrevivir. A veces se producen ascensos sociales gracias a él. A veces incluso descensos... Somos espectadores criados en el romanticismo, aunque al confesarlo quedemos un poco ideales y tontorrones. No es lo más habitual, pero a veces canta el pajarillo.







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