Borgen. Temporada 1

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Si nuestras antípodas geográficas están en Nueva Zelanda, nuestras antípodas políticas caen más bien por Dinamarca. La primera temporada de “Borgen” ya tiene quince años y estamos cada vez más lejos de su ideal. Puede que a los daneses -y a sus hermanos escandinavos- se les haya quedado viejuna en algunos planteamientos. Son sociedades que progresan adecuadamente, en todas las evaluaciones, mientras que nosotros, los europeos con retraso curricular, necesitamos mejorar en las asignaturas más importantes. También jugamos en Europa, sí, pero en Tercera División.

Es posible que a un danés del año 2025 le parezca que los personajes de “Borgen” ya pertenecen a un pasado vergonzoso o superado, como cuando nosotros vemos una película de Paco Martínez Soria o de Alfredo Landa en bañador. Para nosotros, sin embargo, los bárbaros del sur, los europeos analógicos, “Borgen” sigue siendo una utopía política inalcanzable, a veinte años vista, o a veinte siglos de distancia. Y lo peor de todo es que nos da igual: aquí pensamos que los daneses son unos desgraciados porque no tienen el sol cancerígeno sobre sus cabezas y en el fondo nos reímos de sus cmportamientos ejemplares.

Cuando entramos en la Unión Europea, allá por 1986, nuestros políticos clamaron: “Aún estamos lejos, pero convergeremos...”. Y sin embargo, estamos todavía a tomar po’l culo. Y no solo por la corrupción política, sino por el atraso en las costumbres. Fuera del Palacio de Christiansborg las bicicletas son las reinas del asfalto y nadie va dando voces por la calle. No es baladí. Hace frío sí, pero es un frío sano y cordial, que además puede combatirse con un café bien calentito. Los daneses son hasta más guapos, jolín, y ya no te digo nada las danesas... Si algún día cayera un meteorito que nos dejara al borde de la extinción, espero que caiga cerca de aquí y no en Copenhague, para que sean ellos, los protas de “Borgen”, tan sexys y civilizados, los que repueblen el mundo con polvazos dignos de una saga mitológica. 



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Daniela Forever

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Si Jim Carrey, en “¡Olvídate de mí!”, se sometía a una terapia neurológica para extirpar el recuerdo de su amada, este hombre malayo, en “Daniela Forever”, se somete a otra terapia parecida para borrar a su añorada Daniela de los sueños. Pero lo tiene más jodido que Jim, porque los sueños, por su naturaleza, son más insidiosos y dañinos que la realidad. 

El problema de Jim Carrey con Kate Winslet estaba en la vigilia, y la vigilia, dentro de unos límites, resulta más tolerable o manejable. Despiertos, al menos, tenemos la ilusión del libre albedrío, y podemos distraernos con otras cosas o incluso darnos de bofetones cuando el recuero nos asalta. En los sueños, en cambio, estamos indefensos, a merced de lo que el subconsciente quiera perpetrar para nosotros: el recuerdo de sus ojos, o la negación de su cuerpo, o la sonrisa malvada que al final nos destripó.

En “Daniela Forever”, unos psiquiatras misteriosos suministran a nuestro protagonista una pastilla que le permitirá tener sueños lúcidos y dentro de ellos manejarse con autoría de guionista. (Y quién tuviera, ay, sueños lúcidos, y no deslucidos como los míos, donde no soy más que un galeón zarandeado por los elementos. Una víctima recurrente de los ojos verdes de Nefernefernefer). Se supone que los sueños lúcidos permitirán al malayo borrar la presencia de Daniela cada vez que aparezca para joderle la marrana. Y es urgente, porque el recuerdo de Daniela le está quitando la inspiración musical y las ganas de vivir. 

Pero nuestro héroe, a la hora de la verdad, es un tipo débil que prefiere tomar la pastilla azul y convertir los sueños en un paraíso artificial donde Daniela es su amante inmortal y está siempre disponible. Justo el revés de la trama; el efecto secundario y muy nocivo de la terapia. Y además, una trama no muy creíble del todo, dado que Daniela nos deja un poco indiferentes a los espectadores. Teniendo a Aura Garrido en el reparto, uno no termina de entender que el personaje de Daniela no fuera para ella. Por Aura Garrido sí que cualquiera preferiría huir del mundo y refugiarse en su recuerdo.





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Warfare

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Ron Kovic o el teniente Dan también quedaron inválidos después de pelear en las guerras coloniales de los norteamericanos. Pero no me los imagino, a su regreso a casa, participando en una película que recreara la batallita donde cayeron heridos. Ron Kovic porque tenía dignidad y el teniente Dan porque, teniendo dignidad, era un personaje ficticio que salía en “Forrest Gump”. 

La bala que les condenó a vivir en una silla de ruedas actuó al mismo tiempo de despertador de sus conciencias. Comprendieron, en el dolor, o en la resaca del dolor, que su guerra patriótica no era más que una invasión del Tercer Mundo para regular los mercados y allanar el camino de las finanzas. Los marines, en el mejor de los casos, son la carne de cañón que desbroza los senderos económicos. Y en el peor, una pandilla de asesinos que fuera de Arkansas o de Oklahoma ya poseen licencia para matar. 

En cambio, estos inválidos muy reales de “Warfare” -cuyos nombres podría buscar en internet si no fuera porque este sol justiciero, casi de desierto iraquí, me deja asténico y desmotivado- participan como consultores en esta recreación de la batalla de Ramadi que a punto estuvo de enviarlos al cielo de las fuerzas democráticas. Si “Nacido el 4 de julio” y “Forrest Gump” eran dos alegatos antibélicos, “Warfare” es todo lo contrario: un recordatorio de que en Irak combatieron unos machotes para llevar la paz y la prosperidad a los comunistas mesopotámicos. La película es una celebración de la camaradería, del arrojo en batalla, de las ametralladoras de la hostia... En resumen: una mierda pinchada en un palo. Aunque luego, eso hay que reconocerlo, resulte la mar de entretenida. 

“Warfare” es como “Black Hawk derribado” pero sin helicópteros estrellados. Aquí la fuerza aérea pasa a toda hostia sobre el campo de batalla y levanta un polvo de maldición bíblica que confunde a los buenos y a los malos. 




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Black Bag

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Todo el mundo miente. Lo decía el Dr. House cuando no acertaba con el diagnóstico. Podía sonar a excusa pero tenía razón. Somos capaces de mentirle incluso al médico, aun a riesgo de dejarnos la salud. La vergüenza a veces es más poderosa que el instinto de sobrevivir. Cómo serán, entonces, las mentiras que le soltamos al cliente o al simple conocido: a esos podemos freírles si somos unos canallas o nos pillan en un aprieto. Incluso al amigo del alma, o al amor verdadero, les modificamos de vez en cuando la verdad para hacerla más divertida o digerible. 

Ni siquiera el mundo de la pareja se libra de las mentiras. Es más: en ese ecosistema las mentiras se vuelven más refinadas y necesarias todavía. Más... adaptativas. “Estás muy guapa, cariño”, o “Me ha encantado tu regalo, cielo”. En sus variantes más veniales -que son la mentirijilla y la mentira piadosa- las mentiras son imprescindibles para superar el día a día de la convivencia. Ningún amor resiste diez minutos de verdades soltadas sin tamizar. Una buena amistad podría sobrevivir unos pocos minutos más.

Todos los personajes de “Black Bag” son mentirosos profesionales. Se ganan la vida trabajando para el MI6 y no pueden revelarle a nadie sus secretos. Cada vez que sus parejas le preguntan que a dónde van, o por qué llegan tan tarde para cenar, ellos, y ellas, simplemente responden que “Black Bag”: cartera negra, asunto ministerial, top secret de acceso restringido. Y fin de la conversación. Sus parejas tuercen el morro, sí, pero tampoco mucho, porque también trabajan para el MI6 y tienen sus propios Black Bags en la agenda para corresponder. 

“Black Bag” es un mundo endogámico de gente muy inteligente que se traiciona todo el rato. Todos son al mismo tiempo infieles y cornudos No lo pueden evitar. La inmunidad profesional es una tentación muy difícil de resistir. Si la cartera es negra, la carta es blanca, y goza de la protección del mismísimo gobierno. La mayoría de la gente no miente porque no quiera: sucede, simplemente, que no puede, o que no sabe. Los personajes de "Black Bag" viven en otra órbita de la realidad y no están sujetos a esas restricciones.





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La historia de Souleymane

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Hace unos meses llegaron a León varias decenas de Souleymanes. Los enviaba el gobierno central en función de los acuerdos territoriales. Llegaron en autobuses y los alojaron en un hotel medio funcional de las afueras.

Hubo, por supuesto, alarma social. En la prensa local apareció una asociación de vecinos que se había organizado en un santiamén con portavoces y secretarios. La verdad es que es la hostia: luego hace falta una sucursal bancaria o un consultorio médico y la mitad de estos paisanos no se presentan porque han votado a quien lo va desmantelando todo y les da como vergüenza. Hablo de esa gentuza, sí.

Los paisanos, y las paisanas, divididos a partes iguales entre gentes de orden y analfabetos funcionales, se quejaban de la presencia de los negros y de no haber sido escuchados por el gobierno. Los Souleyamanes aún no habían hecho nada pero ya habían sido quemados en efigie, como en los tiempos medievales. Me imagino que cerca de allí, en algún chalet adosado, estos ciudadanos esconden a tres precogs del crimen como aquellos que imaginó Philip K. Dick en “Minority Report”.  

Una parte más amable de la prensa -la que no está mangoneada por el obispado o por las constructoras- se acercó al viejo hotel para hablar con los Souleymanes. Todos eran hombres jóvenes y negrísimos, con sonrisas envidiables. Aunque solo fuera eso: la sonrisa. De castellano, o no tenían ni idea, o manejaban cuatro palabras de supervivencia. Pero se les entendía de sobra: solo querían trabajar. De lo que fuera. Ganarse un dinerillo para sobrevivir y otro poquito más para enviar a las familias.

La alarma social se diluyó en cuestión de semanas. Las hijas no fueron violadas y las joyas no fueron robadas. No hubo atracos ni tirones. Las asociaciones se evaporaron y los Souylemanes dejaron de aparecer en la prensa. Supongo que poco a poco fueron encontrando aquellos trabajos que pedían con humildad: de friegaplatos, de barrenderos, de limpiadores de retretes o de porteadores de comida. Los mismos vecinos que se quejaban ahora se benefician de su explotación. Como empleadores, o como clientes. Es el ciclo de la vida.




  

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Shoah

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Roger Ebert recordaba en “Las grandes películas” que “La lista de Schindler” levantó ampollas entre los supervivientes del Holocausto porque, según ellos, Spìelberg había diluido la tragedia hasta hacerla digerible para el gran público, buscando un equilibrio inadmisible entre el relato descarnado y el rédito comercial. Pocos de ellos mencionaban que Spielberg, al rodar su película en blanco y negro, había demostrado que esta vez le importaban muy poco los porcentajes. 

Para los desencantados con “La lista de Schindler”, Roger Ebert recomienda en su libro ver “Shoah”, que es como un tour por el infierno con 0% de glucosa. Pero él mismo advierte: hay que tener un culo bien entrenado para aguantar sus casi diez horas de duración. Con “Shoah” no queda otro remedio: o la paciencia infinita, o verla como siempre la hemos visto los provincianos, repartida en las cuatro sesiones que propone su edición en DVD. Da un poco igual porque nunca pierdes el hilo. Es imposible. La historia no necesita presentaciones y los relatos te dan vueltas en la cabeza durante días.

Lo más terrible de “Shoah” no es el testimonio de los supervivientes ni el cinismo de sus carceleros, sino la indiferencia de esos paisanos que vivían cerca de las “zonas de interés”. Lanzmann rodó “Shoah” a finales de los años setenta y aún quedaban muchos parroquianos que recordaban la llegada de los trenes a la estación, el desfile de las víctimas, los ruidos de muerte que venían de los campos y luego el humo nauseabundo que salía de las chimeneas. 

“Fue muy triste, sí, pero nosotros éramos católicos, nos dedicábamos a lo nuestro y tampoco nos iba tan mal”. O: “Yo no recuerdo bien, no me meto en política, eso son cosas para la gente estudiada...” 

La gente común es lo peor de todo, ahora y siempre. Todo les da igual mientras no afecte a su huerta o a su negocio. No son todos, pero son demasiados. La gente común simpatiza con cualquier barbarie que le aporte un beneficio: o la vota, o la aplaude, o la consiente. 

Un oficial de las SS acojona a cualquiera y es comprensible que nadie interviniera para ayudar. Pero a muchos les delata un brillo en los ojos cuando Lanzmann les sonsaca...





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Antes del atardecer

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“Antes de amanecer” nos llegó al corazón porque Ethan Hawke y Julie Delpy viven por encima del percentil 95 de la belleza. Y la belleza siempre nos cautiva y nos arranca la sonrisa. Aquella noche de Viena fue el encuentro mítico entre dos dioses griegos o dos actores de Hollywood. Hablo sobre todo de Julie Delpy, por la parte que me toca, que nueve años más tarde sigue siendo la francesa más hermosa que pasea por el Sena. Cuando sonríe, o cuando finge que se enfada, a Julie le salen unas arrugas en el entrecejo que a mí me dejan muy estupefacto, o turulato, y reconozco que pierdo un poco el hilo de su conversación. ¿La cosifico? No, para nada, porque yo soy su caballero enamorado.

En los trenes de Viena, como en los trenes de León, el flechazo sólo puede darse entre los campeones indudables de la belleza. Se necesitan espejos muy agradecidos y muy persistentes en el tiempo para estar seguro de que uno va a decir “Hi!, how are you?” y no va a recibirte una mirada de rechazo o una no-mirada de desdén. O un gesto internacional de ayuda dirigido al revisor... En cambio, por debajo del percentil 50 de la belleza, en los trenes sólo hay miradas furtivas y complejos que afloran con tintes de rubor. Nosotros, los desheredados del fenotipo, frecuentamos los cines o los sofás de nuestra casa para huir de la realidad y ver cuántos colorines tiene el amor de los bendecidos.

Pero es justamente eso, la belleza exultante de sus protagonistas, la que estropea el artificio romántico en “Antes del atardecer”. Sus conversaciones son el puro lamento de quien no tiene suerte en el amor: matrimonios fracasados, y rollos sin enjundia, y un hartazgo progresivo del amor.  Hora y media de quejumbres que producen más vergüenza ajena que interés en el espectador. Porque si ellos, que pueden escoger básicamente a quien quieran e ir desechando candidatos hasta encontrar por fin la felicidad, no paran de afirmar que el amor es una mierda decepcionante o una aspiración imposible, qué tendríamos que decir entonces nosotros, y nosotras, los que veníamos a esta función para soñar un rato con ser como ellos.





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Un método peligroso

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El abuelo Sigmund fue el primero en comprender que el sexo reprimido era un veneno muy tóxico para la salud. Sin duda un medicamento indispensable para la convivencia y para la salvación del alma, pero fatal para el equilibrio de la mente recién descendida de las ramas.

En su consulta de Viena, el abuelo descubrió que era el sexo no resuelto quien causaba los conflictos interiores que enloquecían a sus pacientes. Al principio debió de quedarse boquiabierto y abochornado como un niño que irrumpe en el dormitorio de sus padres mientras hacen el amor. Pero lejos de arredarse, el abuelo tiró para delante con sus teorías y esperó a que saliera el sol por Antequera. Fue tal el escándalo y la conmoción que el abuelo corrió el riesgo de perder el abono en la Ópera de Viena y sólo evitó la deportación a Madagascar porque sus libros, en realidad, los leían apenas cuatro gatos que seguían sus enseñanzas. 

Sigmund metió el telescopio de Galileo por nuestras fosas nasales y descubrió que por las circunvoluciones del cerebro -que son el laberinto mitológico de nuestra mente- pasea un bonobo que se pregunta todo el rato cuando llega el momento de follar. ¡Era el bonobo!, y no el Minotauro, el que provocaba el ruido que no dejaba dormir a sus pacientes. Era el mono de Darwin -y no Belcebú- el vecino de arriba que no paraba de dar golpes o de jugar con las canicas. La gente de Viena sólo era feliz si daba rienda suelta a su bonobo y follaba sin parar. O si lograba amordazarlo y dejarlo encerrado en el sótano más inmundo de la vivienda.  

Carl G. Jung fue durante algún tiempo el discípulo amado de mi abuelo, pero era demasiado remilgado para asumir las consecuencias impepinables de la doctrina. Demasiado cínico también. Demasiado mujeriego... Jung era más proclive a las monsergas parapsicológicas y a los consuelos de la religión, así que terminó haciendo apostolado entre los crédulos y los mentecatos. Lo mismo que hubiera hecho Jesús si hubiera vivido a orillas del lago Zúrich y no al lado del reseco Tiberíades.



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