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La explicación a lo que sucede en Dos hombres y medio
-que el Harper guapo se acueste a todas
horas con mujeres hermosas, y que el Harper feo, el menos afortunado en la
lotería genética, tenga que conformarse con las mujeres que otros rechazan, y a
veces ni eso- viene en una novela de Michel Houellebecq que leí hace muchos
años. Uno de esos libros que deberían estar prohibidos por la autoridad -y por
la Iglesia, como en los tiempos de la decencia- porque terminas de leerlo y preferirías
no haberlo comenzado jamás. Justamente como uno de esos amores del Harper desheredado,
que sólo dejan un rescoldo de frustración y baja autoestima, mientras su
hermano, en la habitación de arriba, retoza con otra rubia, o con otra morena, o
con la pelirroja del patinete, que conoció esa misma mañana paseando por la
playa.
Aquel libro de Houellebecq -su primera novela en realidad- se
titulaba “Ampliación del campo de batalla”, y el campo de batalla era, por
supuesto, el mercado del amor. Houellebecq establecía un paralelismo entre el
liberalismo económico y el liberalismo sexual. En las “utopías” socialistas -escribía-
todo era gris y mortecino, pero todo el mundo tenía su hueco en el mercado
laboral. Daba para muy poco, para un piso compartido, y para un televisor en
blanco y negro, pero nadie se quedaba realmente en la indigencia. Del mismo
modo, en las sociedades conservadoras, donde el matrimonio era indisoluble y el
adulterio un anatema, todo el mundo tenía su hueco en el mundo del amor. Quien
más quien menos encontraba su pareja, y tenía garantizado el polvo del sabadete
para celebrar la alegría de vivir. En una sociedad neoliberal, desregulada en lo
económico, unos pocos acaparan grandes fortunas y otros muchos sobreviven en la
indigencia, o trabajando como esclavos. En una sociedad de amor libre -como la
que rige en Malibú- algunos se cepillan a todo lo que se mueve y otros, la inmensa
mayoría, se resignan a la masturbación mientras escuchan los jadeos al otro
lado del tabique.
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