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Love, death & robots... Amor y muerte... Eros y Tánatos...
Los dos dioses que rigen nuestro destino, según el abuelo Sigmund de Viena. Y
según Woody Allen, que desarrolla este binomios en todas sus películas, con
personajes zarandeados entre el deseo y el miedo a morir. Amor y odio es lo que
llevaba Robert Mitchum tatuado en su dedos, love and hate, mientras predicaba
el terror en La noche del cazador. Amor, y miedo, y muerte...
Y no hay mucho más, la verdad: corazones y calaveras. La
concepción y el fallecimiento; la búsqueda y la rendición. En cualquier origen
está el polvo, y en cualquier desenlace, el polvo que vuelve al polvo. Y entre
medias, la literatura, la floritura, los artes barrocos, como cantaba Javier
Krahe. Pasatiempos. La cháchara que nos entretiene hasta que llegan los
momentos culminantes, donde uno se juega el pellejo, o se afana en procrear un
pellejo nuevo.
La vida es una pugna contra las leyes de la
termodinámica, que tienden a disgregarlo todo en una nada mineral y sin
conciencia. El silencio cósmico. Bill Shankly, que además de entrenador de
fútbol fue un altísimo filósofo, añadió a este binomio primordial la pasión por
el fútbol, que según él está más allá de la vida y de la muerte. Por encima de
ellas, incluso, en trascendencia. Pero en fin: el de Shankly, aunque yo me lo creo, y lo
subrayo todas las noches, es un evangelio difícil de entender, y más todavía de
predicar a los gentiles, así que es mejor no airearlo demasiado. Sólo diré que
existe un único dios verdadero y que es redondo, como un balón de fútbol, como escribió
san Juan Villoro en otro evangelio de mucho aprovechamiento.
La serie de animación apadrinada por Tim Miller y David
Fincher añade, al amor y a la muerte, los robots. Porque dentro de unos siglos,
a más tardar, con tanto amor desamorado y tanta muerte consumada, aquí ya no
quedará ni el Tato. Sólo ellos: los cacharricos, recogiendo la basura, y tratando
de entendernos. A nosotros, sus creadores.
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