Hace años, en Mallorca, la familia Rodríguez se coló en un
club de golf para ver cómo vivían los ricos, que son esos ladrones que viven
del sobreprecio de las cosas y de la plusvalía de nuestro esfuerzo. En León hay
ricachones, pero no ricos de verdad, como estos indeseables que salen en “Succession”,
y sentíamos curiosidad por conocerlos en su hábitat natural. Corría el rumor de
que allí, hasta las ocho de la tarde, podías tomarte una caña sin ser
discriminado por tu origen plebeyo. Si guardabas unas mínimas normas de
urbanidad -que nosotros manejábamos con cierta soltura- podías sentarte en su
terraza para disfrutar de las vistas privilegiadas de la bahía, y del verde
inmaculado de los greenes. Del aire purificado que se respira donde no hay
pobres pegando voces o dando por el culo.
El rumor era
cierto: aparcamos nuestro Ford Fiesta en el rincón más alejado del parking y
nos adentramos en las instalaciones sin que nadie nos detuviera. Los ricos que
nos topábamos iban a lo suyo, con sus palos de golf, sus polos Lacoste, sus
gafas de sol, y nadie nos dijo ni media palabra ni llamó al segurata. Ya
sentados, una camarera guapísima -de origen escandinavo como poco- nos atendió
con exquisita cortesía sin cuestionar nuestra evidente desubicación. Nuestras
ropas del Carrefour resaltaban como cardos en un campo de rosas, pero las cañas
estaban cojonudas, y sólo costaban veinte céntimos más que en el bareto de la
esquina A nuestro lado, los ricos resudaban
tras patearse los dieciocho hoyos del campo, pero era un sudor muy distinto al
nuestro: una cosa casi floral, sin amoníaco, ecológica y natural. En la terraza
del club se respiraba… dinero. Y bienestar. La mansedumbre de quien tiene las
espaldas cubiertas y el futuro asegurado.
Antes de ser expulsados del Paraíso Terrenal, pasamos dos horas deseando que aquel estatus social alquilado no terminara jamás. Rezando para que no apareciera nadie de nuestra clase social jodiendo la marrana, ahora que éramos ricos por un rato, y queríamos disfrutarlo con tranquilidad. Dos horas más allí sentados y nos hubiéramos convertido en esos cabronazos de “Succession”. Daba hasta miedo.
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