The Young Pope
La última noche de Boris Grushenko
🌟🌟🌟🌟
Uno de los apodos que sopesé cuando entré en los mundos virtuales fue Boris Grushenko. Pero ya estaba cogido. Incluso Borisgrushenko72, que hubiera sido lo propio dada mi fecha de nacimiento. La gente estuvo muy avispada en los comienzos de internet y se llevó todo lo que merecía la pena del expositor. Arramblaron con los mitos del cine y con los iconos del pop, y a los demás nos dejaron el recurso de inventarnos paridas muy personales y muy poco llamativas. A partir de ahí nos tomaron mucha ventaja para llamar la atención y dominar el mundo y aún no hemos sido capaces de recuperarla.
Con Boris Grushenko me une la cobardía infinita y la gafapasta secular. Yo mido veinte centímetros más que él y vivo justo en la otra punta de Europa, pero son detalles bobos y secundarios. Boris y yo somos dos partículas cuánticas entrelazadas. Muy hermanadas. Enfangados en una batalla sangrienta, los dos nos esconderíamos detrás de un árbol a ver si pasa la marea. Si a Boris le importaba un rábano que Napoleón invadiera su patria rusa -es más, lo prefería, porque con Napoleón venía la cultura y el refinamiento- a mí también me importa un pimiento que nos invadan, qué sé yo, los mismos franceses, o los suecos. Ojalá viniera el ejército sueco a poner un poco de orden y a relanzar la Agencia Tributaria... Yo sería el primero en aplaudir a las soldados suecas desfilando por la Gran Vía.
Boris Grushenko es medio bobo, medio listo, muy torpe cuando comparece en sociedad. Un tipo más bien feo y desaliñado. En todo eso me veo muy reflejado. A los dos nos pueden los nervios y las ganas de gustar. Y claro: nos bloqueamos. Nos acomplejamos ante los hombres y nos derretimos ante las mujeres. Nos traiciona el intestino. Si yo hubiera tenido una prima como la de Boris también hubiera metido la pata hasta el corvejón, saltándome los avisos de la genética y los preceptos de la moral.
Frasacas:
Boris: “El sexo sin amor es una experiencia vacía. Pero como experiencia vacía es una de las mejores.
४
Sonja: ¡Claro que hay un Dios! ¡Estamos hechos a su imagen!
Boris: ¿Crees que yo estoy hecho a imagen de Dios? ¿Crees que Él lleva gafas?
Annie Hall
El Padrino III
🌟🌟🌟🌟
En “Polvo de estrellas”, el programa de radio de Carlos Pumares,
estaba muy mal visto que el oyente llamara para decir que le había gustado “El
Padrino III”. Pumares callaba, o soltaba un “pues bueno”, o un “qué le vamos a
hacer”, que dejaban al oyente descolocado, y empequeñecido, porque Pumares era nuestro
oráculo, nuestro monolito de la sabiduría, y contradecirle era como pecar, como
estar fuera de la grey de los cinéfilos.
Algunos oyentes aceptaban la contradicción con serenidad, sin
rebatir al maestro, y pasaban rápidamente a la siguiente película. Pero otros,
incrédulos con la postura de Pumares, aferrados
al dogma de la Santísima Trinidad de Francis Ford, insistían:
-
Pero Carlos... ¿Por qué no te gusta El
Padrino III...?
Y ahí, justo a las dos de la madrugada, cuando yo ya estaba a
punto de dormirme, un chute de adrenalina me tensaba los músculos, y me abría
la sonrisa, y me dejaba un cuarto de hora más con los ojos abiertos. Porque Pumares,
si no le insistías, sólo era un tipo borde, poco complaciente con los oyentes, pero
si le rascabas la moral, si le pedías que explicara las razones de sus gustos, ya
era directamente un tipo hiriente y gritón, que escupía sapos y culebras sobre
la espumilla del micrófono. Por cada oyente que perdía en el exceso, mantenía
la fidelidad de otros cuatro, y ganaba otros tres en el boca a boca del día
siguiente. “Jo, hay un crítico de cine en la madrugada, en Antena 3, que te
partes el culo...”.
Pumares, siglos antes del Me Too, gritaba de “El
Padrino III” que Sofía Coppola era una enchufada, y que no era una actriz, y que
además era muy fea, con la nariz no sé cómo. También decía que Al Pacino estaba histriónico perdido, y que
Andy García estaba “para matarlo”, y que la historia no se sostenía por ningún
lado. Y que ningún arzobispo -y ahí ya empezaban los gritos mezclados con las
carcajadas -iba vestido de arzobispo por su casa, a las tantas de la mañana.
Decía muchas más cosas que ahora no recuerdo: disparates y agudezas que no han
conseguido remontar la corriente mientras yo veía "El Padrino III" casi
treinta años después. Tardé años en hacerme luterano de Carlos Pumares, pero
siempre que veo una película de aquellos tiempos me viene una emoción
incontenible, y le pongo a la película una estrellita de más, de regalo, por
los viejos tiempos.
El Padrino II
🌟🌟🌟🌟🌟
Cuando yo era chaval se decía mucho aquello de “segundas
partes nunca fueron buenas”. La gente mayor se refería a que los afanes
retomados nunca salen bien: un matrimonio, o una guerra, o un empeño
vocacional. Lo que no se consigue con el primer impulso -venían a decir, en su
asentada sabiduría- caca de la vaca. Pero nosotros, los chavales, que aún nos preparábamos
para los primeros afanes, y que todo nos lo tomábamos por el lado del fútbol, o
por el monotema de las películas, añadíamos la coletilla de “... salvo El
Padrino II” , que era una segunda parte tan buena como la primera, e
incluso más, porque era más larga, y salía más tiempo Al Pacino, que era nuestro
actor preferido. Al Pacino era tan canijo y tan cetrino, y sin embargo tan magnético, que era capaz
de arrearte una hostia sólo con la mirada, moviendo una ceja, y de ligarse a la mujer más longilínea de la peli sólo con guiñar el
otro ojo. Una esperanza para los feos del mundo, para los don nadie de la
barriada.
Ahora que estoy viendo los Padrinos de seguido, más con el
ojo crítico más que con el ojo fervoroso, y con el otro ojo bien asentado entre
los cojines, tengo que decir que El Padrino II no es tan buena como la
primera. Es una obra maestra, sí, pero incluso en el reino de las obras
maestras hay condecoraciones diferentes. El Padrino II es más enredosa,
más titubeante. Es como si nada terminara de salir redondo, sino más bien elíptico,
con la casi-perfección de una órbita celeste. Lo que pasa es que nos da un poco
igual, porque todo lo que se cuenta en ella es nutritivo e inmortal, como de
héroes trágicos de la antigua Grecia: la familia y la sangre, la avaricia y el perdón... Hay temas que nunca pasan de moda, como bien
sabía, siglos atrás, el patriarca de los Lannister.
¿He dicho que nada termina de salir redondo en El Padrino
II? Bueno, exageraba... La última media hora de la película, cuando Michael
Corleone desata su venganza sobre los justos y los injustos, es, no sé, quizá
el mejor rato de la historia del cine. Pacino ya no necesita ni mover la ceja
para desatar toda su furia: le basta con sentarse en el sofá, abismar la mirada
y cagarse en todo Cristo mientras hace la digestión carnicera con una menta
poleo.
El Padrino
Yo nunca he creído en la astrología. Una vez la mujer amada me leyó la carta astral y me dijo: “Algún día te dejaré”. Y me dejó, pero no porque hubiera leído ningún futuro, sino porque ya había tomado la decisión, la muy piruja, meses antes de ejecutarla. Así cualquiera... No creo en esas pamplinas de los planetas alineados, de las constelaciones que marcan el derrotero. Yo veía Cosmos de niño y me hice discípulo racional de Carl Sagan. Qué tendrá que ver la estrella Sirio con el destino de mi novela, o con las copas de Europa del Madrid, que también forman parte de mi peripecia.
Sí, creo, en cambio, en algo llamado peliculogía, que es una
ciencia infusa que ahora está de moda en los círculos artísticos, y que dice que la película que se estrena el día de
tu nacimiento marca tu destino como si te aplicaran un hierro candente sobre la
piel. Yo, por ejemplo, que soy un adepto de esta creencia, llevo la marca de El
Padrino en la posadera izquierda: el tatuaje esquemático y sombrío de
Marlon Brando con su flor en el ojal. La vida no me hizo mafioso, ni católico, ni
dueño de un casino en Las Vegas, pero sí un cinéfilo de provincias que aguanta
clásicos de tres horas impertérrito, con el culo pelado en mil batallas
estáticas.
Yo nací el 16 de marzo de 1972, a las cuatro de la mañana, y a
esa misma hora, pero en la Costa Este -o sea, no a la misma hora, sino a las diez
de la noche- se estrenaba El Padrino en cinco cines muy escogidos de Nueva York. La première
había tenido lugar el día antes, a todo lujo, organizada por la Paramount, que
estaba cagada de miedo: El Padrino todavía no era el fenómeno, el clásico,
la película sagrada a la que siempre regresamos. Hoy he vuelto a verla con el
relajo de quien ya recita los diálogos de memoria y me he quedado, por
ejemplo, boquiabierto con la primera media hora. En la boda de
Connie Corleone están todos los personajes, decenas de ellos, y es imposible
perderse en las presentaciones. Es más: en esa boda, ya que hablamos de futurologías,
están descritos todos los finales que llegarán. Porque el carácter es el
destino, como decían los griegos, y cumplida esa media hora ya sabemos de qué
pie cojean todos los personajes: la ira y la avaricia, la estulticia y la frialdad, la traición y la lealtad.
Shoot the moon
🌟🌟🌟🌟
Mi inconsciente -al que he bautizado Freud Jr. en homenaje al abuelo Sigmund-
ha vuelto a hacerme de las suyas con la descarga de una película. Ante Shoot the moon yo
ya tenía el estómago lleno, la luz apagada, las piernas estiradas, los cascos
ajustados, el teléfono en silencio... Una naranja amarilla y muy ácida puesta al
alcance de la mano por si me entraba la gusa a media película. Y Eddie ya dormitando
en su esquinita, también cagado y meado, antes del toque de queda. Ni una gana tenía
yo de levantarme en las dos horas que iba a durar Shoot the moon, esta
película olvidada de Alan Parker que citaban el otro día en la revista de cine
con mucha reverencia, y que yo ni pajolera idea, la verdad.
Pero empieza la película -que tenía en un USB enchufado al televisor- y descubro, para mi fastidio, y casi para mi berrinche,
que el subtítulo que Freud Jr. ha bajado para seguir estos desamores no está en
castellano, sino en el mismo inglés que hablan los personajes, como si esto
fuera una película de Speak Up para gente que de verdad domina el idioma,
y no como yo, que soy un fulano de “nivel medio” que casi no se entera de nada.
¿Aplazar la película para otro día? Ni de coña. ¿Levantarme para buscar otra
cosa en la estantería? Ni hablar. No quiero mover ni un músculo en el sofá. Además,
tengo el capricho obtuso de ver esta película hoy mismo, sin tardanza, más bien
para quitármela de encima, porque presiento que su historia me va a hacer daño,
y que va a rozar una pequeña llaga que todavía escuece en la tripa. En el “diodenar”,
que diría Chiquito de la Calzada.
Deduzco que Freud Jr. ha bajado este subtítulo para
disuadirme del empeño, maniobrando a mis espaldas para cuidarme como un ángel laborioso
y metepatas. Pero una vez descubierto su truco, decido no hacerle caso, y me lanzo al subtítulo en inglés como un
suicida, como un tipo de “nivel alto”, confiado en que lo que no entienda por vía
oral lo entenderé por vía escrita, y si no, lo adivinaré en los gestos de estos
dos intérpretes prodigiosos, Albert Finney y Diane Keaton, que bordan el drama desgarrador
de dos personas que ya no se quieren y sin embargo no pueden dejar de quererse.
Misterioso asesinato en Manhattan
En su libro de memorias, Woody Allen -antes de enredarse en el morboso asunto que nos llevó a comprarlo-, cuenta anécdotas muy divertidas sobre cómo era su vida de niño, en Brooklyn, en una familia de currantes y buscavidas que parece sacada de un cómic de la época. Como la familia Trapisonda, la de aquí, la que dibujaba Francisco Ibáñez en el Pulgarcito y cuyas desventuras yo leía sin entender la crítica social que traía loca a la censura.
Aquí, en los asesinatos de Manhattan, y en otro montón de películas por el estilo, todo el mundo trabaja en artes creativas que satisfacen el ego y ensalzan el espíritu, y no hay nadie que se gane la vida limpiando retretes o conduciendo taxis mugrientos. Todos estos urbanitas de Woody Allen son escritores, o fotógrafos, o críticos de cine, o profesores de universidad. Pero lo más maravilloso es que nunca se les ve trabajando, como si estuvieran de vacaciones perpetuas, o fingiendo una baja laboral, o como si sus empleos fueran de ocho a diez de la mañana para poder pasar el resto del día yendo al Madison Square Garden, o a la ópera, o a tomarse un cóctel en el último bareto de moda.
O persiguiendo criminales en excitantes aventuras que ponen un poco de picante en sus vidas, y que estimulan el sexo en las camas matrimoniales que ya van quedándose algo frías.
Manhattan
Si Manhattan es el homenaje de Woody Allen a la ciudad –más bien al barrio- en el que vive, ¿cómo sería el homenaje de un cineasta leonés, también neurótico y gafapasta, a su Invernalia natal, tan pequeñita y escondida en el mapa? Para empezar, León saldría mal retratada en blanco y negro, porque yo me la imagino más bien sepia, arrugada, desleída... La música de Gershwin no pegaría ni con cola en ese trasfondo de imágenes decadentes, con la catedral milenaria al fondo. Quedaría mejor un cuarteto de cuerda, o una jota de la tierra, que también las hay, interpretada en tono melancólico por un grupo folk con pandereta y castañuelas.