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El éxito se construye sobre una montaña de cadáveres. Lo que
hay debajo de cada libro publicado, de cada película estrenada, de cada canción
que suena en Spotify es un ejército de fracasados que murieron en el empeño. Algunos
tropezaron y se clavaron su propia espada en el gaznate; otros, en cambio,
fueron alcanzados por los francotiradores de la crítica, en todo el pecho,
desde sus azoteas soleadas. Otros fueron víctimas del fuego amigo, o quedaron
lisiados para siempre, o perdieron la paciencia y terminaron muriendo en el
anonimato de las artes. Tumbas sin nombre. Todas las casas de los triunfadores
se levantan sobre un cementerio de indios, como en Poltergeist. Cuando
yo venda millones de libros y me construya el chalet de la hostia junto al mar,
me informaré muy bien en los registros del ayuntamiento, no vaya a ser que...
Esto del fracaso lo cuentan -a su modo- los hermanos Coen en
“A propósito de Llewyn Davis”. Y cuando digo “ a su modo” ustedes ya me
entienden: nunca sabes si reír o si llorar. Y tampoco vale llorar de la risa, o
reírte de la pena, a modo de terapia. Los Coen son unos narradores muy hábiles
que todo lo dejan ahí, como esbozado, para que tú te montes otra película en
paralelo. Yo les amo, pero otros les odian, y para la mayoría ni siquiera
existen. Si preguntara en La Pedanía por los hermanos Coen no creo que nadie
supiera responderme. Así vivo.
A decir de los entendidos, al pobre Llewyn Davis no le
alcanza el talento. Pero es que la suerte, además, tampoco le sonríe. Todo lo
que podría ser blanco le sale negro; lo par, impar; lo derecho, torcido. Se le
cruzan gatos, se le cruzan tipos raros, se le enredan -o los enreda él- amores
muy poco prometedores. Se le va la pinza, al final, harto de todo. Una vez le
preguntaron al marqués de Del Bosque que cuál era el camino seguro para
alcanzar el estrellato y él dijo, todo calma y mansedumbre, que no había
recetas. Que estaba el talento, sí, pero también la disciplina, y por encima de
cualquier otra consideración, la suerte. “Casi nunca llega el mejor de cada
generación”, decía él, tan sabio. Es el consuelo que nos queda, a los morituri.
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