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La trinchera infinita


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Era un título irresistible, La trinchera infinita, ahora que España vuelve a ser lo que nunca dejó de ser: dos trincheras, dos intereses contrapuestos, el de forrarse y el de no dejarse avasallar. Dos bandos que a veces intercambian disparos y a veces, afortunadamente, sólo dialécticas, pero siempre a la greña, desde los tiempos de Fernando VII, porque es una falacia eso de que viajamos en el mismo barco, juntos como hermanos, y miembros de una Iglesia, como cantábamos con los hermanos Maristas… Menuda sandez. Yo tengo más en común con el maestro de escuela francés, o con el estibador de puerto chipriota, que con el ladrón que vive a la vuelta de la esquina y pone un banderolo de España en el mismo balcón donde aplaude a los sanitarios, grita contra los comunistas y se inflama de heroísmo patriótico con el “Resistiré”. Él, precisamente él, que hace sólo dos meses estaba en contra de pagar impuestos, los evadían como podía, o aplaudía al que se libraba, y se negaba a seguir subvencionando a esa panda de vagos que trabagueaban -qué chistaco de fachorros- en el sector público. Sí, esa gente, mis queridos compatriotas…



    Había que ver La trinchera infinita, sí, para recordar quiénes somos, y de dónde venimos, y porque además me habían dicho que la película era cojonuda -y carajo que lo es- y porque cuenta la historia claustrofóbica de un pobre hombre al que Franco tuvo en confinamiento domiciliario no sólo dos meses -o los que nos queden, todavía- sino treinta años, uno tras otro, con sus veranos y con sus navidades, viviendo tras una falsa pared practicada en su domicilio, saliendo sólo para comer y para cenar, con su mujer y con su hijo, con las persianas bajadas, y la cagalera en el cuerpo. Los famosos “topos”, tan mitológicos como reales, que escaparon a las redadas falangistas y sólo abandonaron su madriguera en 1969, cuando se aprobó una Ley de Amnistía para quedar bien ante los turistas extranjeros que venían a tostarse el cuerpamen y no veían congruente mamarse con las sangrías en un país de sanguinarios.

    A los topos, finalmente, no vinieron a rescatarlos los marines americanos, ni los soldados del Ejército Rojo, sino un ejército de suecas que desembarcaron en las playas de Benidorm como si aquello fuera Normandía, pero recibidas con salvas de aplausos.


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