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La caza del Octubre Rojo

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En la ficción bélica de 1990, el Octubre Rojo era el último grito en cuanto a submarinos nucleares se refiere. Y era, por supuesto, con ese nombre tan bolchevique, un submarino soviético. Un cachalote gigantesco, pero silencioso, y muy cabroncete, capaz de salir de Múrmansk, cruzar todo el Atlántico con el sigilo de un fantasma y emerger delante de las Torres Gemelas para derribarlas de un pepinazo, antes de que el siguiente enemigo de la democracia copiara la idea y copara las portadas de los periódicos.

Mientras veía la película en la siesta canicular -bueno, es un decir, porque ahora mismo en la Meseta se está la mar de bien- me acordé de aquel otro ingenio soviético que también era la pera limonensky, el Firefox, el caza a prueba de radares que Clint Eastwood les robaba a los soviéticos dejándolos con un palmo de narices. Y me dio por pensar que los americanos, en el fondo, son como esa mujer guapísima que no deja de envidiar a todas las demás, cuando es ella la inalcanzable, la pluscuamperfecta. Un complejo de inferioridad que en las películas siempre atribuía a los rusos la última tecnología, la más letal, la que era casi alienígena, aunque luego -porque los del politburó eran unos carcas, y los subsecretarios unos arrogantes, y los ejecutores unos psicópatas chapuceros- los americanos siempre salieran triunfantes de todos los enredos.

No había más que ver los Ladas que circulaban por nuestras carreteras comarcales, en los tiempos de la Guerra Fría, para sospechar que los soviéticos, de tecnología, iban más bien justitos, y que su apuesta estratégica era ganar la guerra por aplastamiento, y no por refinamiento, produciendo más misiles y más artefactos que nadie. Y así fue como se arruinaron, claro... Quiero decir que yo mismo, de adolescente, sin ser analista político ni sovietólogo de carrera, podría haber predicho el colapso de la URSS con sólo observar aquellos Ladas que eran como tanquetas cuadriculadas, hostia proof, eso sí, pero lentos, y poco estilosos, nada que ver con los coches americanos, y a siglos-luz de los automóviles alemanes, tan fiables y comodísimos.



 



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