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Silverado

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Cuando se estrenó Silverado, allá por 1985 -que como estará de lejos Japón que ni siquiera conocíamos a Kevin Costner- los expertos decían que el western era un género muerto, y que la película de Kasdan, lejos de resucitarlo, sólo venía a profanar su tumba.

Ahora que tras varias décadas de remoloneo por fin he visto la película, tengo que decir que hombre, que se pasaron tres huevos con el pobre Lawrence Kasdan. Que Silverado no es desde luego ninguna maravilla, más bien lo contrario, todo tan trillado y tan tontorrón en su planteamiento, y en sus tiroteos, pero que tampoco es el peor western de la historia. Ni de coña, vamos. Está a la altura de decenas de clásicos viejunos que esos mismos puretas calificaban con cinco estrellas en las revistas, o con cinco orgasmos en la radio, acompañando la galaxia o la lefa con su prosa florida y su adjetivismo literario.

El otro día, sin ir más lejos, yo bostezaba lo mismito que hoy con Johnny Guitar, que también empieza con unos mentecatos acodados en la barra del salón, que ni se conocen ni tienen oficio definido, sólo estar allí, mamándose, y diciéndose tonterías de este lado del río Pecos, o de aquel lado del Mississippi, forastero y tal, que yo te conozco, eres hermano de Bill Donovan, y vienes a cobrarte una deuda de sangre, pecador de la pradera, desenfunda si tienes valor y bla, bla, bla..., mientras uno se rasca la cabeza en el sofá y se pregunta quiénes son estos tipos, y de dónde vienen, o a qué se dedican, que ni vacas se ven por los alrededores. Yo creo que el problema es que estos pueblos de las películas siempre los construyen donde no hay agua -al contrario que cualquier civilización heredera de los sumerios- y que por eso van todos como van, lunáticos y deshidratados, o bebiendo whisky a todas horas.

Silverado es aburrida, previsible, como hecha para niños sin bagaje, o cortitos de entendederas. Pero entretiene, como la mano en pene que cantaba don Javier. En realidad es una mierda, pero no sé, había que verla, porque me faltaba, y porque es de Lawrence Kasdan, que una vez dirigió películas maravillosas, y escribió los guiones de las películas de Luke, y las de Indy. Por eso mismo le odiaban tanto, y le siguen odiando, los puretas.





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La caza del Octubre Rojo

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En la ficción bélica de 1990, el Octubre Rojo era el último grito en cuanto a submarinos nucleares se refiere. Y era, por supuesto, con ese nombre tan bolchevique, un submarino soviético. Un cachalote gigantesco, pero silencioso, y muy cabroncete, capaz de salir de Múrmansk, cruzar todo el Atlántico con el sigilo de un fantasma y emerger delante de las Torres Gemelas para derribarlas de un pepinazo, antes de que el siguiente enemigo de la democracia copiara la idea y copara las portadas de los periódicos.

Mientras veía la película en la siesta canicular -bueno, es un decir, porque ahora mismo en la Meseta se está la mar de bien- me acordé de aquel otro ingenio soviético que también era la pera limonensky, el Firefox, el caza a prueba de radares que Clint Eastwood les robaba a los soviéticos dejándolos con un palmo de narices. Y me dio por pensar que los americanos, en el fondo, son como esa mujer guapísima que no deja de envidiar a todas las demás, cuando es ella la inalcanzable, la pluscuamperfecta. Un complejo de inferioridad que en las películas siempre atribuía a los rusos la última tecnología, la más letal, la que era casi alienígena, aunque luego -porque los del politburó eran unos carcas, y los subsecretarios unos arrogantes, y los ejecutores unos psicópatas chapuceros- los americanos siempre salieran triunfantes de todos los enredos.

No había más que ver los Ladas que circulaban por nuestras carreteras comarcales, en los tiempos de la Guerra Fría, para sospechar que los soviéticos, de tecnología, iban más bien justitos, y que su apuesta estratégica era ganar la guerra por aplastamiento, y no por refinamiento, produciendo más misiles y más artefactos que nadie. Y así fue como se arruinaron, claro... Quiero decir que yo mismo, de adolescente, sin ser analista político ni sovietólogo de carrera, podría haber predicho el colapso de la URSS con sólo observar aquellos Ladas que eran como tanquetas cuadriculadas, hostia proof, eso sí, pero lentos, y poco estilosos, nada que ver con los coches americanos, y a siglos-luz de los automóviles alemanes, tan fiables y comodísimos.



 



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El silencio de los corderos

🌟🌟🌟🌟

No sé si a los demás también les pasaba esto, pero yo, de joven, cuando terminaba de ver una película, me levantaba de la butaca y empezaba imitar al personaje que me había seducido o impactado. Desde el malogrado Bobafet e incluso antes... Llevado por la tontuna me ponía a copiar andares, a repetir frases, a adoptar tonos de voz. Como hacen Bob Brydon y Steve Coogan en las películas viajeras de Michael Winterbottom, pero con mucha menos gracia. Un siroco lamentable que nunca anunciaban los telediarios. Si la película terminaba poco antes de ir a dormir, la tontería sólo duraba el rato de las abluciones, de los últimos rituales. Pero si la película había sido de sesión vespertina, el demonio me poseía para toda la jornada, y no había exorcismo que pudiera expulsarlo de mis imitaciones.


    Al final, tras el rapto y la suplantación, siempre prevalecía el Álvaro Rodríguez de gesto contenido y verbo grisáceo. Yo mismo con mi mismidad. Pero todos los demonios que me poseyeron dejaron algo en mi interior: un repertorio inagotable de chistes, de ocurrencias, de frases hechas... No soy un producto original. Estoy hecho de ladrillos manufacturados. Un guión de corta y pega. Un monstruo de Frankenstein escrito con miles de verborreas recosidas.

    Viendo hoy por enésima vez El silencio de los corderos, me he dado cuenta de que tengo mucho material salido de Hannibal Lecter. Más del que yo recordaba. Su espíritu burlón me poseyó con la fuerza de diez Pazuzus del desierto. Es que era muy hipnótico, el hijoputa. Yo soy de los que dice quid pro quo cuando propongo un intercambio de confidencias con la pareja. De los que susurra “fly, fly, fly…” cuando quiero que el pesado de turno se vaya por donde entró. De los que siempre pide “un buen Chianti” para hacer la broma tonta en las tabernas de los pueblos –nadie la entiende, por supuesto. De los que recomienda leer a Marco Aurelio cuando alguien se embrolla en sus razonamientos y no sigue la obvia línea de la simplicidad. 
    Sí: soy uno de esos. De los de Marco Aurelio. De esos irritantes. De esos insoportables.



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