El fin de la comedia. Temporada 1
¿Qué fue de Jorge Sanz? 5 años después
A no ser que te toque la lotería o que te asalte una
enfermedad incapacitante, cinco años no te cambian la vida ni el talante.
Algunos dirán que cinco años son tiempo suficiente para encontrar el amor
verdadero o reconciliarte con Jesús nuestro Señor. Incluso para viajar a la
India y conocerse a uno mismo mirándose en el Ganges. Pero a partir de ciertas
edades los espíritus, como las venas, se esclerotizan y se vuelven inflexibles para el cambio.
Hace cinco años, por ejemplo, yo estaba más o menos
como ahora: el trabajo, el perrete, la cinefilia, el snooker cuando toca y el
fútbol los domingos y fiestas de guardar. Los amigos de siempre y el hijo por
encauzar. Existe el Dia de la Marmota y también el Año de la Marmota.
Eso sí: estos cinco años han teñido de blanco tres
cuartos de mi cabellera, y me han dejado tres puntos de dolor de esos que
crujen al levantarse y ya nunca se recuperan. Son las abolladuras de la vieja
carrocería. Pero por dentro todo está más o menos igual: los órganos y el
madridismo, y la misantropía, y el desencanto continuo con la izquierda. Quizá
me he vuelto un poco más maniático, lo reconozco, pero son las mismas manías de
siempre y además he comprobado que le pasa igual a todo el mundo.
Cinco años tampoco le cambiaron la vida a este Jorge
Sanz que es un poco el Jorge de Schrödinger, medio real y medio ficticio, en
dos estados superpuestos de la existencia. En esta segunda parte de su Quijote
de los Madriles, Jorge sigue en decadencia artística pero en plena forma
sexual, porque las titis nunca le faltan al muy suertudo: unas por famoso,
otras por medio guapo y otras porque vive en un ecosistema muy favorable al
folleteo. Le ponía yo en mi entorno laboral, a ver qué rascaba el muy galán...
La gracia de esta segunda temporada es precisamente
ésa: que nada ha cambiado, ni Jorge Sanz ni la caterva que le rodea. Se les ve
a todos un poco más gordos, eso sí, un poco más dejados, pero con la misma mala
pata de bobos entrañables. Yo soy de los que niega el cambio al estilo de
Parménides y siempre me río mucho con lo invariable.
Escape
🌟🌟
“Escape” cuenta la historia de un trastornado que quiere vivir en la cárcel a toda costa. Él no nació así, desde luego, pero tras provocar un accidente de tráfico en el que murió su mujer ha decidido renunciar a su voluntad y a su curiosidad por el mundo y vivir ya para siempre como Edmundo Dantés en el castillo de If.
La cárcel, para N., es el paraíso anhelado donde ya no tendrá que tomar ninguna decisión. ¡Al carajo el libre albedrío! La verdadera libertad consiste en no ejercerla: no optar, no elegir, no comerse la cabeza. Horarios estrictos, menús programados, ocios y trabajos marcados por Instituciones Penitenciarias... Y luego, por la noche, lo que pongan en la tele. Y si en las duchas le proponen un borrado de cero, pues bueno, aceptarlo como viene y tomar nota de la experiencia.
Para entrar en la cárcel, N. se pone a delinquir como un bellaco hasta que el juez ya no tiene más remedio que acceder a sus deseos. Todo esto dura más o menos una hora y es la más parte más entretenida de la función. He dicho entretenida, no buena. El resto, hasta el final, es una ida de olla muy grave de Rodrigo Cortés. Un extravío absoluto del oremus. Aunque me ha hecho perder dos horas de mi vida, yo en el fondo me alegro de que “Escape” sea una puta mierda. Estoy un poco hasta los huevos de que Rodrigo Cortés sea tan guapo, tan sensible, tan carismático, tan exquisito... Tan infalible. Pues mira.
Viendo la película me acordaba de Lester Burnham en “American Beauty” cuando decidió dejar su trabajo para dedicarse a cocinar hamburguesas en el McDonald’s. Cero responsabilidades y a vivir. Que manden otros. Yo mismo, el año pasado, me presenté en la agencia de viajes y pedí una excursión por Irlanda en la que no tuviera que decidir nada en absoluto. Dejarme llevar como un borrego por los prados y los pueblos.
El año pasado también me propusieron ser director de mi cotarro y casi me dio un ataque al corazón. Yo tampoco he nacido para tomar decisiones. La compra en el súper y la película diaria, y poco más. Como el N. de "Escape", yo también he encontrado refugio en una cárcel muy confortable y metafórica, construida a mi medida. Tristona, quizá, pero segura.
El Rey
Reconozco que soy un pesimista que siempre escribe que el mundo no cambia, y que las estructuras del poder nunca se mueven. Pero sé que en realidad no es así. En tiempo de los césares, Alberto San Juan y su cuadrilla habrían sido crucificados a lo largo de la Vía Apia como Espartaco y sus bolcheviques con taparrabo, por haber ofendido al emperador con el estreno teatral de El Rey, que es la obra antiborbónica que aquí se presenta en formato de película. En ella se deslizan, se insinúan -¡y hasta se dicen!- cosas tan graves de quien ya es rey emérito y ex cazador de elefantes, ex amante de bellas señoritas y ex huésped sempiterno de las jaimas de la Arabia, que uno, por fuerza, por mucho que despotrique contra la democracia imperfecta y la ley mordaza de los cojones, ha de reconocer que algo se ha movido desde que Suetonio escribiera Vidas de los doce césares vigilando de reojo la entrada de los pretorianos.
Alberto San Juan es un guerrillero simbólico de la Sierra Maestra, pero tiene los pies en el suelo, y la cabeza en su sitio, y sabe que nuestra generación nunca verá los papeles desclasificados, o filtrados por algún Garganta Profunda apellidado Pérez o García. En el país que inventó la Chapuza Nacional, sorprende que el único éxito de la T.I.A. de Mortadelo y Filemón sea éste. Precisamente éste. Manda cojones.
Alejandro y Ana: lo que España no pudo ver del banquete de la boda de la hija del presidente
En el año 2002, cuando España era una marea azul de votantes del PP y el fin de la Historia parecía cernirse sobre nuestros dominios, los izquierdistas menos perspicaces y más derrotistas -entre los que llevo largos años militando- pensábamos que la boda de Ana Aznar iba a ser la fiesta inaugural de un Cuarto Reich que duraría mil años y lo que nos rondaría la morena.





