Todas las mujeres

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Hace cuatro años, en el canal de pago TNT, Mariano Barroso estrenó una serie titulada Todas las mujeres que solo vimos el Tato y yo. La serie era cojonuda, extraña, muy alejada de cualquier culebrón de los que copan el prime time. Un experimento ideal  para los paladares exquisitos de quienes apoquinamos un servicio. Pero la audiencia, al constatar que no había ni tiros ni persecuciones, ni psicópatas ni tías en bolas, decidió pasar del asunto. La serie pasó por TNT con más pena que gloria. Creo que luego la echaron por los canales convencionales, a altas horas de la madrugada, para hacerle la competencia a los adivinos tronados y a los anuncios del Whisper XL. El año pasado, en un intento de reflotar el invento, Mariano Barroso refundió los seis episodios en una película de estreno en salas comerciales. Le salió un largometraje de hora y media que ganó por fin varios premios y alabanzas, pero que se dejó en la sala de montaje otra hora y media de espectáculo actoral, y de diálogos impagables.


             Todas las mujeres cuenta las desventuras laborales y sexuales de Nacho, un veterinario que decide robarle cinco novillos a su suegro para venderlos de extranjis, y sacarse una pasta gansa para los vicios. Descubierto en el empeño, y antes de enfrentarse a la justicia de los picoletos, Nacho, que es un tipo solitario y sin amigos, tira de agenda para solicitar ayuda a las mujeres de su vida. Por su cabaña en el campo desfilarán esposa y amantes, madre y abogadas. Eduard Fernández se come las escenas a bocados, en una representación patética del cuarentón venido a menos, del macho hispánico que se descubre derrotado por la vida. Fernández es un actor bestial, brutal, de los que se vacía en cada película. De los que te crees a pies juntillas en cada gesto y en cada palabra. Yo he fundado un club de admiradores heterosexuales en este pueblo y de momento, conmigo, ya somos uno. 

    Las actrices que acompañan a Fernández en Todas las mujeres también le dan una réplica contundente. Hay entre ellas, además, para satisfacción del antropoide que ve conmigo la televisión, unos cuantos bellezones que alegran mucho la función. Aquí descubrí a Michelle Jenner teñida de morena antes de que las marujas interesadas en la Historia la conocieran teñida de rubia. Ahí conocí a esta actriz llamada Marta Larralde que siempre anda en series que no veo, y en películas que no descargo, como si los dioses de la cinefilia hubiesen decidido mantenernos en la distancia y en la incomprensión. Max, mi antropoide, al que muchos recordarán de otros romances anteriores, se lo ha pasado pipa con el espectáculo de Todas las mujeres. Al final de la función hemos aplaudido al unísono, pero creo que no hemos valorado las mismas cosas en la película de Barroso.




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La mujer invisible

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Charles Dickens tenía 46 años cuando una buena mañana entró sin llamar en los aposentos de su esposa Katherine y la descubrió desnuda en mitad de sus abluciones. No era costumbre, en la época victoriana, que los esposos se conocieran el cuerpo sin ropajes. Incluso los ayuntamientos carnales se hacían con los camisones puestos, interponiendo capas de lino entre las pieles pecadoras. Así que Dickens se quedó de piedra cuando descubrió aquellas lorzas desparramándose por los costados, unas sobre otras, como jardines grasientos de un zigurat babilónico. Katherine le había dado diez hijos en sus muchos años de matrimonio, y últimamente abusaba de las pastas y de los puddings en el té con las amigas. Esta Katherine descomunal se había comido a la dulce Katherine de los otros tiempos, de cuando eran jóvenes y se perseguían por los jardines; de cuando se rozaban las manos en la intimidad del dormitorio y un escalofrío de amor les obligaba a superponerse sobre el colchón para consumar el casto acto de la procreación. 

         No es que Dickens fuese precisamente un Adonis de las letras británicas, con esas barbas de orate y ese aspecto desaseado de los hombres decimonónicos, pero él era un hombre afamado al que sus lectoras agasajaban por doquier. Y así, de entre sus múltiples seguidoras, Dickens hizo pito pito gorgorito y convirtió en su amante a la joven Ellen Ternan, actriz de teatro aficionada que bebía los vientos por su literatura. En los retratos de la época, Ellen aparece como una mujer de rostro afilado, rasgos delicados y boca de fresa. No es una mujer fea. No, al menos, el monstruo que uno siempre espera en estos retratos del siglo XIX, con jóvenes que ya eran viejunas a los veinte años y maduritas que ya eran cadáveres antes de morir. Pero aquí, en La mujer invisible, que es la película que narra estas aventuras románticas de Charles Dickens, los productores prefirieron una belleza más rotunda, más moderna, que asegurase un mínimo en taquilla por si al final salía un muermazo de dormir a las ovejas. Como casi ocurrió... La actriz elegida para el papel se llama Felicity Jones, y no se parece en nada a la Ellen Ternan verdadera: sus gracias son los pomulazos, los ojazos, los labios voluptuosos. Véase que estoy hablando de una belleza superlativa, sobresaliente, de las de quedarte sin palabras en un blog. De las de quedarte, otra vez, enamorado de un holograma.




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Big Bad Wolves

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En algún sitio leí que Big Bad Wolves era, para Quentin Tarantino, la mejor película del año pasado. Y hoy, traicionado por este domingo sin fútbol que me devoraba el ánimo, me dejé llevar por la compulsión del cinéfilo y navegué por la costa de los bucaneros para robar una copia ilegítima. De haberme parado a pensar cinco segundos, sólo cinco segundos, me habría ahorrado este mal rato de aburrimiento argumental, y de snuff movie asqueante. Se me pasó, una vez más, que Tarantino es el hombre que come mierda y caga pepitas de oro. El hombre de la gran quijada siempre alimentó su cinefilia con el cine de peor calidad, con el más cutre, con el más desquiciado, con el que no tiene ni pies ni cabeza pero sirve para echarte unas risas con los colegas, o para achuchar a la novia en los momentos de gran susto. El aparato digestivo de Tarantino es único en el mundo, colocado del revés por un capricho genético irrepetible: lo suyo es comer mierda y luego defecarla en forma de platos exquisitos. A Quentin hay que seguirle en sus películas, que son casi siempre enjundiosas, y en las entrevistas, donde es un tipo original y divertido. Pero no, ay, tonto de mí, cómo pude olvidarlo, en las recomendaciones que hace para la peña.







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THX 1138

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En la sociedad futurista que George Lucas imaginó para THX 1138, los humanos son como abejas obreras encerradas en un inmenso panal. Todo el mundo viste con túnicas blancas, lleva el pelo rapado y vive en minúsculos apartamentos cerca del trabajo. No tienen más objetivo en la vida que trabajar, y que reponer fuerzas y energías para seguir trabajando. 

    Para que nadie caiga en la tentación del sindicalismo y pida un día libre a la semana, o una jornada laboral de ocho horas, las fuerzas del orden mantienen a la población drogada con pastillas. Los obreros han de seguir un régimen obligatorio a la hora de las comidas, y están controlados por funcionarios que cuentan las píldoras y monitorizan las ingestas. Es así como los mantienen en un estado ficticio de placidez, en el que nada se anhela ni se desea. Luego, por si las moscas, para detectar a los cripto-comunistas que se las guardan bajo la lengua y las escupen en el retrete, los obreros son electroencefalogramados en controles rutinarios o sorpresivos, para saber quién lleva las ondas cerebrales acompasadas y quién tiene la cabeza en otro sitio, imaginando liberaciones de la clase obrera y asaltos a los palacios de invierno. 

     Las relaciones sexuales están prohibidas con severísimos castigos. El sexo confunde y atonta; crea vínculos afectivos, ensueños idiotas, y la economía se resiente con tanta mandanga del corazón. Si la ciudad produjera pañales o chupetes ya sería otro cantar.  Los capataces cambiarían las pastillas por otras para que los obreros follaran como locos y dieran salida al stock de productos, produciendo clientes pequeñitos. Pero en esta colmena futurista sólo se fabrican robots-policías, que van armados con picanas y tienen un andar muy torpe. Unos auténticos inútiles con cara de metal y corazón de plutonio. 

            THX 1138, el personaje, es un obrero especializado que vivía feliz en su distopía laboral hasta que es expulsado del paraíso terrenal. LUH, que así se llama nuestra Eva del futuro, le cambia unas pastillas por otras para dejarlo turulato y poder acostarse con él. LUH va ciega de hormonas, quién sabe si por un error en su medicación, o si por un defecto genético en su cerebelo, aí que pito-pito-gorgorito, decide liar al pobre de THX para frotar carne contra carne, y pelo contra pelo. Nuestro héroe se lo pasa pipa en el primer revolcón, porque además LUH es una mujer hermosa de piel blanquísima y un mar infinito de pecas. Justo la mujer que a mí también me vuelve loco en esta distopía real del siglo XXI, donde uno vive igualmente drogado y esclavizado por el trabajo, y el pito tambièn se arrastra melancólico y mustio. 






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Lenny


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Hace cincuenta años, en Estados Unidos, y ya no te digo nada en nuestra España nacionalcatólica, los humoristas sólo podían contar chistes sobre suegras o sobre gangosos. Ninguna palabra soez estaba permitida en las ondas o en los escenarios. El sexo, como mucho, era eso, y las partes anatómicas, esto y aquello. En España bastaba con que aludieras al tema, sin mencionarlo siquiera, para que te agarrasen un par de guardias civiles, te soltaran un par de hostias en el calabozo, y luego te enviaran al cura castrense para ser recibido en sagrada confesión, ser absuelto de los pecados y volver al redil de los hijos de Dios. A la mañana siguiente regresabas a la vida civil con el ojo morado y el alma blanca lavada con Ariel. 

En Estados Unidos la libertad de expresión era mayor: podías usar eufemismos, circunloquios, sustituir los términos problemáticos por palabras inventadas. Pero si mencionabas la palabra prohibida, te podían caer meses e incluso años de cárcel. Un tipo como Louis C. K. llevaría varias cadenas perpetuas consecutivas. Antes que él, en los años 60, hubo un cómico pionero en violar estas normas que ahora nos producen la risa y la perplejidad. Se llamaba Lenny Bruce, y no se cortaba un pelo cuando salía a los escenarios. Hoy en día, sus monólogos serían apropiados incluso para los monaguillos, o para las amas de casa, pero entonces escandalizaban a las autoridades y a los comités de buenas costumbres. Lenny decía chupapollas, y coño, y hay que joderse, y el público, en los garitos nocturnos, se partía el culo mientras esperaba que la policía irrumpiera en cualquier momento. En Lenny, que es la película que Bob Fosse dedicó a su figura, asistimos al auge y caída de este peculiar personaje. De cómo saltó a la fama y de cómo arruinó su suerte en los enfrentamientos con la ley, y en sus problemas con las drogas. Lenny Bruce era un tipo impulsivo y libertino, de una lengua mordaz y de una inteligencia punzante. No era un simple provocador, ni un simple malhablado. 





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Bonnie and Clyde

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Detrás de un gran delincuente a veces hay una mujer que lo jalea y lo comprende. Mientras otros construyen puentes para llamar la atención de las mujeres, o meten goles, o escriben blogs en internet, ellos, los criminales, roban bancos, o matan gente, o evaden dinero a cuentas secretas de Suiza. La vida de los machos es un continuo pavonearse ante las mujeres, y cada uno luce las plumas que los dioses le otorgaron. Todo Hitler conoció a su Eva Braun. Todo mafioso italiano tiene a Francesca cocinando espaguetis en la cocina. Todo corrupto del PP tiene a su rubia con mechas jugando al golf con las amigas. Todo Clyde Barrow tiene a su Bonnie Parker, y viceversa, porque en este caso Bonnie era una mujer que ya buscaba emociones fuertes junto a machos pendencieros. Clyde, encoñado hasta las cejas, hizo todo lo posible para que ella nunca le dejara por otro pistolero más salvaje. De las gasolineras pasó a los bancos, de las amenazas a las agresiones, de los tiros al aire al tiro al policía. Un buen polvazo bien vale un crimen, o dos, o siete, porque ya puestos en el galanteo lo mismo le daba. La pena de muerte o la emboscada en la carretera iba a ser exactamente la misma.


            Esta comunión sexual entre los criminales y las estúpidas es una cosa que viene de lejos, de los tiempos prehistóricos, de cuando el más bestia de los trogloditas cogía la cachiporra y mataba a cinco rivales para hacerse con la gacela o con la fuente de agua. En el mundo de los Picapiedra no había sitio para los hombres con escrúpulos, para los poetas del verso, para los inválidos de la existencia. Yo no hubiera durado ni dos veranos en aquel duelo de garrotazos. La única manera de atraer a las hembras era golpearse el pecho, rugir en voz alta y cargarse a un pichafloja que pasara por allí. Y esta predilección sigue ahí, larvada en los genes, transmitida de generación en generación por las abuelas y por las madres, dentro del ADN nuclear, o del mitocondrial, que habría que estudiarlo. Incluso nuestras contemporáneas más cultivadas sienten temblar el pecho cuando conocen a un hombre que no le teme al peligro. Tardan mucho más de lo que confiesan en desecharlos como candidatos sexuales. De ellos emana un magnetismo salvaje que las envuelve como un perfume, y las deja turulatas. Resuenan viejos tambores orgásmicos en lo más profundo de sus cuevas. Algunas lo apuestan todo y ganan millones. Se levantan una buena mañana y se encuentran un Jaguar en el garaje.  




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Michael H.

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Entrevistador: Puede decirse que esta película [La cinta blanca] es tu primera película de época, tu primera película histórica. ¿Por qué?
Haneke: Ocurrió así. Supongo que... [se ríe incómodo, y hace aspavientos] Error, error. La pregunta deja entender que mi propósito en esa película era tal. Pero no me interesa. En Cannes tampoco quiero contestar a preguntas así.
Entrevistador: Intento encontrar un punto de partida para luego...
Haneke: Ya, pero si es así, no puedo evitar caer en la trampa.
Entrevistador: [Insiste] Te preguntaré si querías sorprender a los que conocían tu trabajo con una película...
Haneke: Tampoco. No fue el caso... [Vuelve a sonreír molesto] No quiero contestar a preguntas que me obliguen a autointerpretarme. Si explico que tengo un propósito y por qué hago una película, caigo inmediatamente en ese debate.
Entrevistador: Pero la película casi podría llamarse "Una historia alemana". Habla de estigmas de antaño, de la historia...
Haneke: No, no, no vamos a ningún sitio, estamos... No, en serio. Si empiezas hablando de una historia alemana, entramos inmediatamente en el tema del fascismo, etc., etc., y quiero evitarlo.

[Silencio incómodo]


            Este diálogo para besugos se produce a los doce minutos de comenzar el documental Michael H., que prometía ser una incursión abisal en las profundidades de Michael Haneke, ese director de las películas incómodas y los significados ocultos. Yo me había colocado en posición expectante, con las luces apagadas, la cena terminada, el sueño contenido, esperando que este hombre me iluminara las meninges y me agigantara el pensamiento. Una clase magistral impartida por este tipo con cara de profesor hueso. Pero lo que prometía ser un gran polvo se ha quedado en un gatillazo tan propio de nuestras edades, septuagenaria la suya, cuarentona la mía. Tras este diálogo sé que me voy a quedar como estaba, y que las grandes preguntas que tenía guardadas van a seguir igual, incontestadas, guardadas en el cajón. El resto de Michael H. sólo es el making off previsible de los actores cantando las virtudes, y del director orquestando alguna escena en el plató. 


    Haneke ha preferido no desvelar, no confesar, preservar el aura enigmática de sus películas, y de su propia alma. Quizá prefiere, como buen profesor, que sigamos discurriendo sus películas para encontrar la verdad por nosotros mismos. Quizá se tira el rollo para mantener una pose y un prestigio entre los culturetas. O quizá, quién sabe, ese día le dolía la cabeza, o le caía mal el entrevistador, o perdió su equipo favorito por goleada y no le apetecía explayarse en consideraciones. Haría falta otro documental que explicara este documental: Michael H. II: las nuevas preguntas. Y que lo vayan acelerando, que el profesor se nos está quedando en los huesos, y con la barba ya toda nevada.





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Malditos vecinos

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Hoy tendría que escribir sobre Malditos vecinos, la comedia gamberra con la que termina este lunes anodino y melancólico, pero estoy vacío de ideas, y harto de que nadie se pase por aquí. Los interesados en la película habrán de buscar en otros foros. Los hay muy divertidos, de mucha cuchipanda y mucho rollo juvenil, que vienen al pelo para debatir sobre este desmadre de los universitarios y los porretas. Yo me he quedado en blanco, y estoy más que  negro. Ninguna chispa de humor va a salir esta noche de mis dedos, que cada vez son menos eléctricos y menos hábiles, si es que algún día lo fueron. 

       Hay trescientos días al año en que tal soledad me la trae al pairo, porque uno está aquí, frente al ordenador, para entretener las horas mientras escucha música clásica o música de jazz. En eso soy como Charles Bukowski, salvando las oceánicas distancias. Si me tumbara en el sofá con los auriculares puestos me dormiría al instante. Tengo un cuerpo traicionero que aprovecha cualquier quietud para traspasar la frontera del sueño. Es un Houdini muy hábil, y muy hijo de puta. Te despistas unos minutos y de repente ya te ha metido en el otro lado, viviendo historias absurdas, saludando a los viejos fantasmas. Una pérdida de tiempo lamentable, porque mis sueños son muy entretenidos, pero nunca ofrecen la clave de nada. Son como martillos que vuelven una y otra vez sobre los mismos clavos.




            Yo no escribo: muevo los dedos sobre el teclado para que la realidad no se apague. Prefiero la vida al sueño, como cantaba Serrat, y lucho, a todas horas para contener sus ataques. Sentado aquí construyo diques, y cavo trincheras. Soy un soldado holandés de la Primera Guerra Mundial. Sin esta ocupación del diario, me pasaría la vida durmiendo, o dormitando, o soñando que duermo. Nací cansado y estéril. Solo en las largas vacaciones saboreo el bienestar de los hombres despiertos, porque en ellas mato el sueño de tanto dormir. Lo aburro con su propio aburrimiento. Duermo tantas horas que él mismo me pide despertar, para tomarse un respiro. Pero luego, cuando  regresa el tiempo del trabajo, el muy mamón resurge de sus cenizas, como el Freddy Krueger de las películas de terror, Y es como un polluelo que no cesa de piar, como una mujer que no para de hablar, como un niño malcriado que no para de dar por el culo con el tambor de hojalata. Así que escribo, y escribo, en las horas más derrumbadas del día, cuando el cansancio traidor abre portezuelas en la fortaleza. No escribo para ser leído, sino para ordenar las ideas mientras escucho música, pero hay sesenta y cinco días al año en que me gustaría no pasar más de largo, y servir para algo, como cantaba Serrat. 


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The kings of summer

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Si hacemos caso de las películas, los adolescentes españoles, cuando se fugan de casa, apenas tardan dos días en regresar al hogar. Cualquier castigo es bueno si por la noche aguarda la habitación de siempre con la cama querida. Mejor la esclavitud confortable que la libertad incierta. Los adolescentes americanos, en cambio, se piran de casa y ponen a la policía en jaque durante semanas, o durante meses. Algunos no regresan nunca, y terminan enrolados en la marina mercante, o tirados en las esquinas de Nueva York, o fumando porros en las playas de Indonesia. Ellos tienen la cultura del colono, del aventurero, del tipo seguro de sí mismo que se va a comer el mundo sólo por llamarse Tim y llevar la gorra puesta del revés. Pero la diferencia fundamental con los españolitos es que ellos, además, aprenden desde muy jóvenes a manejar herramientas, y eso les permite enfrentarse al mundo con una autosuficiencia desconcertante. Mientras nuestros chavales juegan al fútbol y matan gatos a pedradas, los pequeños yankees aprenden las destrezas indispensables de la supervivencia. No es casualidad que allí se crearan los dibujos animados de Manny Manitas, un chavaluco de primaria que después de hacer los deberes se dedica a hacer chapuzas en el vecindario, y que mientras trabaja habla con sus íntimos amigos, el serrucho y el martillo. 

            En The kings of summer, que es la película que americana  nos ocupa en este Día de la Raza Española, un trío de adolescentes inadaptados deciden pasar el verano en un claro del bosque, aislados de las familias que los mangonean, de los compañeros que se pitorrean, de las chicas que nunca les besan. Como son americanos de Ohio y no españoles de Moratalaz, mangan unas maderas y unos clavos y construyen una cabaña funcional en un periquete. Una vez instalados, todo es coser y cantar: ellos saben encender fuego, cazar conejos, proveerse de agua, afeitarse los cuatro pelillos de la barbilla con los cuchillos. En realidad viven a pocos de kilómetros de su pueblo, pero como la película va mitad en serio y mitad en broma, los policías son un par de tontainas que siempre siguen la pista falsa. Tampoco sus padres se toman con mucha histeria la situación. Es obvio que ningún psicópata ha secuestrado a sus hijos, porque con las herramientas y las latas de conserva han desaparecido, también, los dólares que guardaban en el tarro de cristal cuando decían córcholis y mecachis. Así que los chavales tienen todo el tiempo del mundo para hacer el indio, para hacerse hombres, para fortalecer la autoestima que los hará triunfadores de la vida.  Hasta que la chica de turno averigüe su escondite y se presente allí cual manzana con dos peras de la discordia. De nuevo Eva, terminando con el paraíso. Con serpiente incluida…




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Cotton Club

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Tenía doce años cuando vi por primera vez Cotton Club. Recuerdo que fue en León, en el cine Abella, que era propiedad de la empresa Fernández Arango donde mi padre trabajaba. Los empleados recibían un sueldo de miseria, pero disponían de pases gratis que podían regalar a familiares y conocidos. Los pocos amigos que hice en la infancia los conseguí gracias a estos pases gratuitos, que además eran dobles. Otros tenían piscinas, vídeos VHS, balones de reglamento... Más tarde, en la época de las chavalas, ninguna de ellas quiso acompañarme. Mis cinefilias eran extrañas; mi conversación, lamentable; mi apariencia, de gilipollas. Pero nada de eso era innegociable. Yo lo hubiese cambiado todo por un beso. Hasta de nombre me hubiese cambiado, si ella me lo hubiese pedido. Treinta años después seguimos igual, pero ya sin empresa Fernández Arango, sin cines de León, sin invitaciones dobles que compartir. Sin chicas guapas a las que camelar. Sin padre.



M amigos y yo flipábamos con Cotton Club porque habíamos visto los afiches en las vitrinas de Próximos Estrenos, y allí salían gángsters del sombrero borsalino repartiendo tiros a mansalva desde los coches Ford. Éramos muy jóvenes para saber quién era Francis Ford Coppola. Si nos hubiesen preguntado en aquel momento, hubiésemos respondido que el inventor de los coches, seguramente. Nada sabíamos de El Padrino ni de Apocalypse Now. Nos interesaba la película porque se veían tiros y muertos, escorzos y metralletas. Éramos así de primarios y de salvajes. Luego nos llevamos un chasco morrocotudo: Cotton Club era un musical de los locos años 20, con tipos bailando el claqué, orquestas de jazz alocadas y cantantes negras desgañitándose las cuerdas vocales. Y entre canción y canción algún tiro, algún taco, muchos besos entre la pareja protagonista. Nuestra decepción fue absoluta. Los afiches nos habían engañado por completo. Fue, quizá, nuestra primera experiencia de consumidores estafados. Éramos tan que ni siquiera salimos del cine enamorados de Diane Lane, que vista ahora, con estos ojos de viejo verde, es una de las mujeres más hermosas que uno recuerda. Ni un estremecimiento del escroto lampiño sacamos de aquella tarde amarga. Creo que luego nos fuimos al videoclub, a alquilar una de Chuck Norris, para matar el gusanillo. 




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Guerras sucias

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Había leído en algún sitio que Guerras Sucias era un documental con grandes revelaciones sobre las acciones secretas del ejército estadounidense. Jeremy Scahill es un periodista de investigación que se juega el pellejo en las guerras más peligrosas, y prometía dejarnos patidifusos con sus pesquisas sobre el JOSC (Joint Special Operations Command), un secretísimo cuerpo de élite que desayuna Navy Seals por la mañana y usa a los Rangers de mayordomos en sus campamentos. Unos soldados de la hostia que se dedican a realizar acciones encubiertas por todo el mundo, fulgurantes y silenciosas. En sus mapas no existen las fronteras ni los acuerdos internacionales. Tampoco los límites morales: son capaces de asesinar a una pandilla de adolescentes sólo porque en ella va el hijo de un muyahidín, o de cargarse a dos mujeres embarazadas en las montañas de Afganistán porque comparten tienda con el hombre objetivo. Para qué hacer distingos, si con la misma bomba, o con la misma ráfaga de metralleta, podemos acabar antes para subirnos al helicóptero y ver la Superbowl vía satélite.





            El problema de Guerras Sucias es que todo esto ya lo sabíamos o lo sospechábamos. Es como si repitiéramos curso por segunda vez. No es ningún secreto que los americanos son los dueños del mundo, los macarras del barrio, los chulos de la fiesta, y que siempre hacen lo que les viene en gana. Y que si alguien protesta y les pone un petardo bajo la ventana, pronto recibe la visita de unos matones superentrenados que llevan trajes de un millón de dólares y son capaces de arrancarte la cabeza de un pollazo. Scahill nos cree ignorantes de una verdad que hasta los más lerdos ya conocen. Nos pone músicas, nos enseña crímenes, nos señala a los responsables con el dedo. "¡Indignaos!", parece gritar. Pero los espectadores ya estamos hartos de indignarnos. No sirve para nada. Sólo queremos que nos entretengan, y que nos dejen tranquilos. A Scahill le agradecemos el esfuerzo y la valentía, pero nos hemos quedado como estábamos. Se ha jugado el pellejo en esos países misérrimos para nada. 
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The normal heart

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Hubo un tiempo, a principios de los años ochenta, cuando los primeros enfermos empezaron a morir en los hospitales, que el SIDA carecía hasta de nombre oficial. Era una enfermedad nueva, extrañísima, nunca vista en el occidente civilizado. Ni siquiera estaba muy claro su origen o su vector de transmisión. La expansión de la enfermedad cuadraba con la hipótesis de un virus contagioso, pero más allá de eso, todo eran hipótesis y tinieblas. Dentro del despiste generalizado, en Estados Unidos hizo fortuna el acrónimo GRID: Gay-related immune deficiency, una cosa de maricones, vamos, aunque los investigadores ya sospechaban que el virus podía transmitirse igualmente por vía heterosexual.

    Los médicos sabían que en África pululaba un virus similar que provocaba una muerte indistinta entre hombres y mujeres, pero tardaron varios meses en atar cabos. Unos meses fatales para la comunidad gay. El "cáncer rosa", anunciaba la prensa americana en sus titulares más truculentos. Porque además, para más inri, a los enfermos les salían unas manchas sonrosadas en la piel que eran como una burla y un estigma, y los homófobos, y los sacerdotes, y los telepredicadores, y las amas de casa que presidían los comités de buenas costumbres, aprovecharon la coyuntura para cargar contra el pecado nefando. Llevaban siglos esperando una oportunidad así, desde los tiempos de las plagas de Egipto, y no la iban a desaprovechar. Luego, para no parecer demasiado inhumanos, decían que se compadecían de los enfermos, que rezaban por ellos, que una cosa era el justo castigo y otra la caridad cristiana que ellos exudaban por cada poro. Pero no podían evitar un brillo maligno en los ojos que delataba su íntima satisfacción. Se les veía orondos y satisfechos. Ni un brote de verdadera humanidad crecía en sus discursos impostados. 


      The normal heart es la película, premiadísima, pero muy aburrida, que cuenta ese grito desesperado de la comunidad gay en los primeros meses de mortandad. Corre el año 1982 en Nueva York, y ya es muy raro el hombre homosexual que no tiene un amigo enfermo, o moribundo, o directamente muerto, con muchos kilos de menos y unas ronchas malignas en la piel que los especialistas llaman sarcoma de Kaposi. Los médicos no saben qué hacer con estos pacientes, más allá de administrarles aspirinas y cuidados paliativos. Unos opinan que hache y otros que be. Para aislar el virus y empezar a trabajar en una vacuna se necesitan muchos millones de dólares, que los políticos del momento no están dispuestos a soltar. Todos quieren ganar las próximas elecciones, en el ayuntamiento, en el condado, en el Estado, y saben que dedicar dinero a la enfermedad de los maricas les hundirá en las encuestas. Los americanos decentes, como los españoles decentes, son los que nunca faltan a votar. La chusma progresista siempre se queda en casa, quejándose de la lluvia, del frío, de la inoperancia de la democracia. En eso no hemos cambiado nada.

            Meses después, cuando los muertos ya se contaban por miles, y la epidemia acojonaba incluso a los cristianos más castos de la comunidad, fueron los científicos franceses del Instituto Pasteur los que dieron con el virus. Los franchutes devolvían a los americanos el favor de las playas de Normandía.



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Alabama Monroe

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En la guerra sin cuartel que desde hace siglos enfrenta a los pobres contra los ricos, nosotros, los desheredados, sólo hemos podido combatir con las armas de la revolución violenta. Los derechos que hemos adquirido con el tiempo, y que ahora tratan de arrebatarnos estos mamones que nos gobiernan, se lograron en el cuerpo a cuerpo de la huelga o de las barricadas. Ni una sola concesión importante fue arrancada en las conversaciones civilizadas o en los parlamentos de los burgueses.  Todo se logró asaltando palacios de invierno o tirándose al monte con las guerrillas. Como no disponemos de más medios que la cabezonería y la fuerza bruta, nosotros, el lumpen, hemos emprendido batallas que se diferencian muy poco de aquella de 2001, cuando los monos luchaban por el agua de la charca golpeándose el pecho y blandiendo el hueso.




            Los ricos, en cambio, son mucho más sofisticados a la hora de asesinarnos. Le quitan un tanto por ciento a los presupuestos de Sanidad y ya se cargan a unos cuantos de miles de revolucionarios en potencia. A ellos la sanidad pública les da lo mismo, porque tienen sus hospitales privados para los achaques cotidianos, y los hospitales de Estados Unidos para cuando las cosas vienen muy jodidas. Para darle continuidad a este holocausto silencioso, han emprendido una guerra paralela contra los avances científicos. Los tipos de las batas blancas, dejados a su libre albedrío, y dotados de fondos suficientes, acabarían con los malestares del proletariado en el plazo de unas pocas décadas. Y eso no lo pueden permitir. Pero tampoco quieren, claro está, perderse las ventajas de los nuevos tratamientos que van surgiendo. Son ricos, pero también son humanos, y más tarde o más temprano enfermarán de los mismos males. Es por eso que de puertas afuera berrean contra la ciencia, porque aseguran que va en contra de la voluntad de Dios, pero luego, entre bambalinas, incorporan las terapias a sus hospitales privados y pagan un huevo por ellas. Entre otros asuntos problemáticos está el de la terapia con células madre. Hablan de asesinato de embriones, de genocidio de nonatos, de crímenes horrendos cometidos en la cárcel de las probetas. Pero eso lo dicen cuando el enfermo es pobre. Cuando el afectado es rico y poderoso, apelan al derecho inalienable de la curación personal. Pro-vida de los demás, en el primer caso; pro-vida de uno mismo, en el segundo. Son, como ya dije, unos auténticos hijos de puta. 


            En Alabama Monroe, que es la película que nos ocupa, la hija de la pareja protagonista enferma de un cáncer precoz que sólo las células madre podrán curar.  Aunque es hija de dos desclasados, tiene la suerte de haber nacido en Bélgica, que es territorio europeo y civilizado, y podrá acceder a la terapia sin que las tablas de la Ley caigan sobre el tejado del hospital. Pero el tratamiento será costoso, incierto, problemático, porque los avances verdaderos se cuecen en Estados Unidos, y allí, amenazados por los legionarios de Dios, los científicos sufren una zancadilla tras otra. El destino de esta niña, y de otras miles como ella, está en manos de estos pirados que blanden la Biblia como si fuera una ametralladora. De hecho, asesina con la misma eficacia. 
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La vida inesperada

🌟🌟🌟

Uno pensaba que La vida inesperada -porque la anunciaban como una película de españoles perdidos en Nueva York- iba a ser la versión moderna de La ciudad no es para mí, aquella de Paco Martínez Soria en la que el pueblerino desembarcaba en Madrid y se enredaba con los semáforos y con los pasos de cebra. Uno esperaba a tipos perdiéndose en el metro, chapurreando inglés ligando torpemente con las americanas del pelo rubísimo. Uno esperaba, para entendernos,  una segunda parte de La línea del cielo, aquella película de Antonio Resines buscándose la vida en Nueva York confundiendo a las churras con las churris. 

    Pero las cosas, finalmente, no han seguido esos derroteros de la comedia. Los españoles que ahora hacen las Américas ya no son como los de hace treinta años. Están mucho más allá del jauaryú y del aidón anderstán. El más tonto tiene un máster en empresas o una labia andaluza que te cagas. Ya no lucen los mostachos celtibéricos de Antonio Resines, ni ponen caras de panolis cuando se enfrentan al amor gélido de las anglosajonas. En La vida inesperada todo es muy serio y muy maduro: treintañeros y cuarentones que renuncian a sus sueños, que piensan en el matrimonio, que descubren las primeras canas y se plantean la seguridad financiera del futuro. Los españolitos de La vida inesperada son tipos que hablan un inglés perfecto, que conocen las costumbres locales, que se desenvuelven por la Quinta Avenida como me desenvuelvo yo por la plaza de mi pueblo. La comedia de equívocos y chascos apenas dura cinco minutos, lo que tarda el personaje de Raúl Arévalo en comprender cuatro idiosincrasias de manual. A partir de ahí ya da lo mismo que la película transcurra en Nueva York o en Vladivostok. Hombres y mujeres se buscan durante el día para follar por la noche y luego mentirse al despertar. Todo transcurre en el interior de los apartamentos o de las cafeterías. Los rascacielos de Nueva York podría haber sido londineses, o ucranianos.  Es una película de Woody Allen sin demasiada gracia ni mordacidad.


 





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Freaks and Geeks reloaded

🌟🌟🌟🌟

Uno pensaba que A., mi hijo, cuando se perdiera en el mundo de sus colegas, reservaría tiempos compartidos para seguir viendo películas. Pero no me ha dejado ni las migajas del segundero. La semilla del cine, que uno creía arraigada en él, está desecada, o hibernada, o yo que sé. Unos días por esto y otros días por lo otro, A. se escaquea del sofá para refugiarse en su habitación, a meter goles con el Ronaldo del FIFA, a matar soldados en paisajes desolados, a contar por WhatsApp que se está rascando el huevo izquierdo y ha dejado tranquilo el otro derecho. 

    Lo cuento con un poco de acritud porque llevo encima la decepción del cine solitario, pero en el fondo lo comprendo. Que tire la primera piedra el que no renegó tres veces de sus padres antes de que cantara el gallo, y comenzara la edad del pavo. Son las putas hormonas, que parecen una pandilla de motoristas drogados recorriendo las carreteras del sistema circulatorio. Allí donde entran todo es músculo y bronca, machoterío y poca sesera. Luego hay chavales que se recuperan de la tontería y vuelven a ser reconocibles y cercanos; otros, en cambio, que ya venían tarados de serie, se quedan para siempre en el mundo de los descerebrados, y nunca vuelven a hablar como personas normales, ni a razonar como miembros de la especie. Uno, mientras tanto, en la tensa espera de los años, cruza los dedos y reza salmos en noruego a los dioses de los nórdicos.




            Hoy, sin embargo, por causas que todavía no me han sido reveladas, A. ha solicitado permiso para sentarse en el sofá de los cinéfilos. Quería ver los primeros episodios de Freaks and Geeks, que tantas veces le ponderé en los buenos tiempos. Algo le ha sucedido en sus convivencias del instituto que quiere verlas reflejadas en la serie de los chavales americanos. Me dio como un subidón, como una alegría, pero tuve que confesarle, antes de tenerlo atado en corto, que Freaks and Geeks, en la República de España, sólo existe en versión subtitulada. Y que él, que no ha leído un subtítulo en su vida,  podía renunciar libremente a la serie. Para mi sorpresa, se encogió de hombros y dijo que bueno, que vale, que así practicaba el inglés de sus estancias en la pérfida Albión. Está irreconocible de nuevo, pero esta vez para bien, o al menos para mi bien. 

   Con la serie ya en marcha le he visto enchufado, atento, sonriente cuando tocaba y pensativo cuando era menester. En los planos más cortos de Linda Cardellini se podía cortar la tensión sexual en el ambiente, ambos enamorados de esta chica majísima y con cara de ángel. Le han gustado las andanzas inocentonas de los freaks y de los geeks, pero flota en el aire la incógnita del retorno. Habrá un tercer episodio, pero no sé dónde, ni cuándo. Quizá mañana mismo, quizá dentro de unos meses. Para él, atrapado en el tiempo  de la juventud, serán como años; para mí, embalado en el descenso hacia la nada, serán como segundos. 


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Antes del atardecer

🌟🌟🌟

Nueve años más tarde, en el atardecer romántico de París, Julie Delpy sigue siendo la francesa más hermosa que pasea junto al Sena. Está más delgada que en el amanecer apasionado de Viena, más mujer, más contenida. Cuando sonríe, o cuando finge que se enfada, le salen unas arrugas en el entrecejo que delatan sus treinta y tantos veranos sobre la Tierra. Temo que en la tercera película, la del anochecer en la costa griega, Julie ya no sea la mujer que siempre amé. Quisiera equivocarme, pero esas arrugas anuncian los tiempos venideros....


     Mientras yo me solazo en la belleza de Julie Delpy, los dos amantes siguen parloteando, incansables y verborreicos, sobre los avatares de la vida. Ahora tienen treinta y tantos años, viven con parejas estables, han sufrido las primeras decepciones que no tienen solución. Han conocido mundo, y se han conocido a sí mismos. Pero siguen siendo, en el fondo, los mismos triunfadores de la vida. Se mantienen guapos, en forma, optimistas. No conocen las canas, las lorzas, las primeras averías del quirófano. Se han llevado los batacazos inevitables, pero ni uno más. Ni han parado de follar ni han dejado de viajar por el ancho mundo, él promocionando sus novelas, ella fomentando el desarrollo sostenible. Son esbeltos y guays, atractivos y resolutos. No sueltan ningún taco cuando hablan, ni un triste córcholis, ni un inocente cáspita, y eso sólo se consigue desde la paz interior que produce envidia. 

    Uno, derrumbado en el sofá, entiende sus problemas y sus inquietudes: el tiempo que se acelera, el matrimonio que se fosiliza,  la batería que se agota. Pero no siento empatía por ellos. Jesse y Celine son demasiado ajenos a mi mundo, a mi experiencia. Yo soy plebe, y vivo con la plebe. Aquí, en la provincia, vemos fútbol, trasegamos cañas, cultivamos la barriga, decimos "hostia" y "mecagüen la puta" a todas horas. Nuestras mujeres no se parecen a Julie Delpy. Ningún hombre se parece a Ethan Hawke ni en la rabadilla. Jesse y Celine, vistos desde la penumbra de mi salón, parecen extraterrestres, seres humanos de otro planeta, de otra existencia.




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Antes del amanecer

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La primera vez que vi Antes de amanecer yo tenía la misma edad que sus protagonistas, y atendía sus diálogos como quien está compartiendo un café interesante con los amigos. Me sentía partícipe de una película escrita para la gente de mi generación, aunque Ethan Hawke y Julie Delpy fueran guapos, cosmopolitas, plurilingües, viajaran por el mundo en trenes que pagaban sus papás millonarios. Yo, mientras tanto, en la sala de cine de Invernalia, seguía siendo feo, provinciano, y sólo hablaba castellano, y nunca había viajado más allá de Barcelona.


     Mientras duró la proyección mantuve los ojos bien abiertos, y las orejas bien estiradas. Quería aprender los secretos de estos triunfadores que estudiaban en universidades cojonudísimas, tenían examores de altos vuelos, y eran capaces de superar cualquier contratiempo con una sonrisa en la cara y un morreo a orillas del Danubio. Hawke y Delpy, en su recorrido nocturno de la Viena enamorada,  filosofaban sobre el compromiso, sobre el arte, sobre el tránsito de la vida, y yo apuntaba mentalmente algunos diálogos para luego soltarlos en mis círculos ibéricos, mucho menos sofisticados. De lo que contaba el personaje de Hawke me iba enterando más o menos, pero de lo que decía ella, Julie Delpy, no entendía realmente ni papa, porque Julie era la mujer más hermosa que yo había visto jamás, la traducción exacta de mis sueños, y yo sólo tenía sentidos para su belleza sin par.

       Hoy, casi veinte años después, he vuelto a ver Antes de amanecer. Hawke y Delpy siguen teniendo veintitrés años y toda la vida de la gente guapa por delante. Uno, en cambio, atrapado en la corriente nauseabunda de la realidad, ha superado ya los cuarenta años y sigue siendo feo, y provinciano, e incapaz de entender dos frases seguidas en inglés. Esta incapacidad auditiva, o quizá mental, de comprender cualquier idioma que no sea el castellano, me impide aventurarme más allá de los Pirineos, o más allá del río Miño, por temor a hacer el ridículo, o a morirme de hambre a las puertas de los restaurantes. Podría viajar a México, o a Sudamérica, a parlotear con mis primos lejanos de la lengua cervantina, pero son países donde siempre hace calor, y sobrevuelan los mosquitos, y procesionan las vírgenes y los cristos, y sólo tal vez en la Patagonia se sentiría uno como en casa, abrigado por el frío y solitario en la sociedad. 





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Shutter Island

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Uno, de adolescente, en los viajes más disparatados de la imaginación, a veces pensaba que la vida era un teatrillo montado por mis conocidos, Como aquel show televisivo que inventaron para el bueno de Truman, o como este sainete de psicópatas que le montan a Leonardo DiCaprio en Shutter Island. En mis largos períodos de aburrimiento, derrotado sobre los libros de textos gordísimos del bachillerato, yo salía flotando del mundo real e imaginaba otro, también verosímil, en el que un actor hacía de mi padre, una actriz de mi madre, y una niña que era actriz prodigio, de mi hermana. Imaginaba que alguien les pagaba por interpretar sus papeles cuando yo estaba presente, y que cuando desaparecía en el colegio, o en los partidos de fútbol, ellos regresaban a sus vidas reales para gastarse el sueldo y mantener a sus parientes verdaderos. Lo mismo pensaba yo de mis compañeros o de mis profesores: que eran actores que fingían estar allí haciendo exámenes, y explicando temarios, y proporcionándome enseñanzas y experiencias, pero que luego, cuando yo regresaba a casa, asistían a una escuela de verdad con notas verdaderas y castigos no fingidos. 



            Mi fantasía, que es anterior a las películas que luego me la recordaron,  no era ser protagonista de un programa televisivo con cámara oculta, ni estar encerrado de remate en el psiquiátrico perdido. Yo era un caso muy especial, muy secreto: un proyecto del gobierno, un experimento científico, un expediente X de los adolescentes de mi tiempo. Un bicho raro al que habían construido un entorno normal, con familia de suburbio, colegio de aluvión y amiguetes de andar por casa. Científicos camuflados entre el profesorado y el vecindario -tal vez el kiosquero de la esquina, o el viejo cascarrabias que se quejaba de los balonazos- hacían periódicos informes de mi comportamiento que luego enviaban a Madrid, o a Houston, para que los psicólogos de bata blanca evaluaran mis progresos adaptativos. Mi excepcionalidad, según el humor con el que yo urdiera la ensoñación, podía ser una tara genética, una procedencia alienígena, una configuración aberrante de la estructura cerebral. Un muchacho único sobre el que la ciencia terrícola había posado sus ojos curiosos, y sus instrumentos de medición más precisos. Así era como yo, el adolescente más gris de Invernalia, el más tímido con las chicas, el más apagado de las fiestas, el más  insustancial de las anécdotas, le daba de comer a su raquítica megalomanía.




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Guillaume y los chicos, ¡a la mesa!

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Guillaume y los chicos, ¡a la mesa! es una extravagancia francesa imposible de definir en estas páginas. Guillaume Gallienne, que es el creador y director de esta función, cuenta, en lo que supongo que es un relato autobiográfico (y digo supongo porque no sé leer la Wikipedia en francés) su tránsito tragicómico por una homosexualidad adolescente que él creía incuestionable, con burlas en los internados, y humillaciones sangrantes en los vestuarios, hasta que se enamoró perdidamente de una  mujer y sus esquemas sexuales se vinieron abajo. 


            Pero ojo: Guillaume y los chicos no es la parábola de un sodomita arrepentido que un buen día, cabalgando sobre su amante, vio a Jesucristo proyectado sobre la pared y se cayó de la cama con el gusto ya virado hacia las mujeres que procrean. No es la fábula moral de un julandrón que se salvó por los pelos del pubis de caer en las llamas del infierno. Les aseguro que Guillaume y los chicos nunca será proyectada en 13 TV, o en el canal ultracentrista que lo suceda en la batalla por el poder. Guillaume Gallienne, en su película,  juguetea con su homosexualidad sin ningún tipo de rubor. Lo que ocurre es que él mismo no tiene muy claro si se trata de una preferencia libremente desarrollada, o si finge ser gay por agradar a su madre, que es una mujer muy dominante que no quisiera compartir a su chiquitín con ninguna otra rival. La película es una mezcla muy particular de excéntrica mariconada con tratamiento psiquiátrico del complejo de Edipo. Podría haber sido un drama de aúpa, si Gallienne hubiese enfocado el asunto como un relato amargo, como una denuncia dramática de la homofobia y la incomprensión. Pero este tío, al parecer, es un cachondo mental, y ha preferido reírse de quienes no le entendían al mismo tiempo que se reía de sí mismo. La película es demasiado extraña y particular para resultar redonda, pero él, Guillaume, el personaje, y él, Guillaume, el autor, bien merecen el ratito.



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Carmina y amén

🌟🌟🌟

Mientras veo Carmina y amén, que es la continuación que hubiesen firmado los mismísimos Azcona y Berlanga para Carmina o revienta, vuelvo a extrañarme de que sean los catalanes los primeros españoles que se consideren tan distintos del resto como para proclamar su independencia. Vistos desde Invernalia, los catalanes no parecen muy distintos del resto de peninsulares norteños. Tienen su propio idioma, es cierto, y su propia cultura, y al Barça como ejército desarmado que les va ganando las batallas, pero en cuestiones de carácter y de idiosincrasia, un habitante de Tarragona y uno de León podrían intercambiarse los papeles y sentirse tan ricamente en su nuevo hogar.

Los andaluces, en cambio, vistos desde la distancia de dos mesetas interminables, sí que parecen habitantes de un país diferente. La dominación secular de los musulmanes forjó allí un modo de ser diferente y difícilmente exportable. Más arriba del Tajo, la morisma sólo se aventuraba en la rapiña; más arriba del Duero, apenas quedan vestigios de su presencia. Para bien o para mal, nosotros, los del norte, seguimos siendo unos visigodos de tomo y lomo.
 

            Ni mejores ni peores, los andaluces parecen regirse por una filosofía distinta de la vida. Uno recuerda, de los tiempos que vivió en Toledo e hizo amistad con gentes de Granada igualmente exiliadas, que a veces coincidíamos con Los Morancos puestos en la televisión y mientras ellos se partían el culo de risa, y celebraban los chistes con grandes aspavientos, uno, desde su pose de castellano viejo y adusto, les miraba con cara de palo sin comprender nada. "Hostia, tú, es que lo clavan", me decían. Los Morancos clavaban la idiosincrasia, claro, pero es que yo, esa idiosincrasia, jamás la vi en mi terruño de Invernalia. Los Morancos, para mí, eran como humoristas venidos de otro planeta que contaran y parodiaran las cosas particulares de allí. Ahí empecé a comprender que siendo compatriotas del mismo pasaporte, pertenecíamos, en realidad, a dos países muy distintos. Lo de Los Morancos, obviamente, sólo es una anécdota que yo cuento aquí para hacerme entender. Pero ustedes, que los conocen, y que también conocen las aventuras y desventuras de Carmina, me entienden.




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Apocalypse now

🌟🌟🌟🌟🌟

Llegan las ocho de la tarde y no me veo capaz de llegar al final del día. Un cansancio que no sentía desde hace meses se apodera de mis músculos y me hace razonar cosas disparatadas. Los fantasmas se cuelan bajo la puerta aprovechando que esta semana he dormido menos, que he descuidado el ejercicio, que ha regresado el tedio de las jornadas laborales. Vuelvo a ser el funcionario que llega a casa no cansado -porque eso es en la mina, o en la obra- pero sí mal dormido, mal encarado, con la libertad del verano esfumada en jirones de niebla coloreados. Y eso que ya no hace calor, y que las nubes alivian de vez en cuando esta puta insolación. Benditos sean los cielos encapotados, y los fríos venideros, que me librarán de esta tortura tropical, de este microclima de los cojones que vive instalado en los cielos como un OVNI portador de la catástrofe.


Son las ocho y desearía no seguir despierto, apagarme como hacía C3PO cuando quería refrescarse los circuitos. Pero no quiero dormir, tampoco. Aún me quedan cuatro o cinco horas de vida, y ya soy demasiado mayor para desperdiciar estos ratos concedidos. En el fondo estoy sano, no me duele nada, no puedo quejarme de una vida que otros menos afortunados soñarían. No quiero tumbarme en la cama para dejarme atrapar por unos sueños que esta semana se han vuelto maniáticos, muy pesados, devolviéndome a los seres queridos con los rostros desfigurados y a los seres odiados con todo lujo de detalles. Podría leer, pero me dormiría; podría venir al ordenador, pero me dejaría la vista; podría bajar al bar, pero allí no hay nadie con quien hablar.  Así que sólo me queda el cine. Paso el dedo índice por la estantería de los DVDs buscando una película larga, larguísima, de contenidos muy densos que me dejen noqueado en el sofá, no del todo vivo, pero tampoco del todo muerto.  Apocalypse Now… La he visto cuatro o cinco veces, pero eso no importa. Leo en la carátula que esta versión del director, la Redux, se va a las tres horas y media de metraje, y eso es justo lo que necesitaba. Con ese empujòn en el reloj podré sobrevivir a este día que nació torcido, y que quizás, quién sabe, acabe en un gran éxtasis cinéfilo. 

La vida es remontar los ríos, y los días.








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Gangs of New York

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Mientras los burgueses de La edad de la inocencia se ponían gotosos de tanto comer viandas y viajaban por Europa para curarse el estrés cuando bajaban las acciones, unos pocos barrios más abajo, en el mismo Manhattan, los inmigrantes irlandeses y los desclasados nativos se disputaban la comida de los basureros a mamporro limpio. Aunque ellos mismos revestían sus peleas de odio religioso -católicos los primeros, protestantes los segundos- en realidad, como en todas las guerras de religión, lo que allí se dirimía era el exterminio mutuo de la clase trabajadora, para ahorrarle balas al ejército de los ricos y remordimientos de conciencia a quien tuviera que dar la orden de disparar. 

    El lumpen que se proclamaba originario de América no volcaba su odio contra los políticos que los mantenían en la miseria, sino contra los irlandeses que bajaban de los barcos huyendo de la hambruna, y les disputaban los mismos chuscos de pan. O contra los negros, que venían huyendo del trabajo esclavo y se encontraron con un Norte soñado donde ni siquiera existía el trabajo, o uno tan mal pagado que no daba para garantizar las dos comidas diarias que siempre tuvieron en el Sur.


            Hubo, sin embargo, en aquellas revueltas del Nueva York decimonónico, un momento mágico en el que los pobres dejaron de matarse  unos a otros para mirarse a los ojos y reconocerse ratones en un mismo laberinto. Moscas en un mismo montón de mierda. Cuando Abraham Lincoln proclamó el alistamiento forzoso en los ejércitos de la Unión, los desheredados, que habían de pagar 300 dólares de la época para librarse de la muerte en las trincheras, dijeron hasta aquí hemos llegado. Los barrios bajos de Nueva York ardieron en julio de 1863, y la marea violenta se extendió a los barrios ricos para hacer, por fin, un poco de justicia. Mientras nativos e irlandeses se clavaban los cuchillos en el mísero barrio de Five Points, el ejército yanqui cargaba contra todo bicho viviente que caminara sucio, fuera mal vestido o tuviera pinta de famélico. Mientras los fusileros avanzaban por las calles y los barcos bombardeaban desde el puerto,  los ricachones huían de la ciudad en sus carruajes de varios caballos de potencia. 

    Es justo en ese momento, en la refriega total de todos contra todos, cuando Gangs of New York, que hasta entonces sólo era otra película de mafiosos, adquiere un tono poético y comprometido. Antes de lanzarse las cuchilladas decisivas, El Carnicero, líder de los nativos, y Amsterdam Vallon, líder de los irlandeses, se miran a la cara y sonríen casi imperceptiblemente: se han reconocido víctimas de la misma opresión. Fueron segundos decisivos, quizá, en la historia de Estados Unidos. El germen fallido de una confabulación proletaria que hubiera convertido al joven país en el líder del socialismo mundial. Quién sabe. Pero El Carnicero y Amsterdam Vallon, tan primitivos, tan pasionales, enzarzados además por los favores sexuales de Cameron Díaz, prefirieron seguir apuñalándose en mitad de la calle. Una lástima.




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