Coco

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Hubo un tiempo en que Pixar fue una verdadera religión en este salón. Mi hijo y yo éramos Pixaritas, o Pixarianos, de la rama provinciana, y hacíamos proselitismo entre nuestras amistades, las pequeñucas y las adultas, como mormones que llevaran el pin de un flexo en la solapa. Éramos tan coñazos como ellos, cuando veíamos el último estreno y salíamos a predicar el evangelio en los patios del colegio, y en los bares de la pedanía. Aquí, entre estas cuatro paredes, que antes eran nido y ahora se han quedado en nido vacío, se levantó una iglesia muy modesta, pero robusta, que adoraba al dios con forma de lámpara. Sus películas estaban en el altar más accesible de la estantería, y casi no había ni que estirar la mano desde el sofá para elegir la película que veríamos por quinta, o por sexta vez, después de haberla visto en el cine, y de haberla revisto en el Canal +, como feligreses obsesionados con las sagradas escrituras. 

    Durante unos cuantos años de creatividad desbordada, un conjunto de genios dieron con la fórmula exacta que juntaba al padre y al hijo en las butacas del cine, y en el sofá del hogar, sin que el padre rechistara jamás, ni mirara el reloj, a veces incluso más divertido que el propio chaval, que no se coscaba de un doble sentido o de una sexualidad implícita. Una vez, recuerdo, vino a juntarse con nosotros el Espíritu Santo, que andaba de peregrinación a Santiago para completar la Santísima Trinidad de los espectadores, y se sumó a la fiesta aprovechando un hueco muy estrecho que quedaba en nuestro sofá, él que es ingrávido, y tan poquita cosa, y apenas necesita espacio material para comulgar con las películas.

    Ahora mi hijo tiene diecinueve años, vive en otra ciudad, y la iglesia de Pixar ha sido desmontada para dejar las paredes mondas y lirondas, a la espera de un nuevo dios al que adorar. Las películas las tiene él, en alguna caja, o en alguna estantería poco visitada, y he sentido una punzada de melancolía al recordar todo esto, hoy que anunciaban Coco en el Movistar + y yo andaba tan disperso como un mono aburrido. Me he puesto muy tonto, nostálgico, medio lloroso, y he visto Coco hasta donde he podido aguantar, porque aquí ya no hay magia, y ya no hay retoño, y la película, además, más allá de los oropeles y los barroquismos, es una película infantil, plana, tontorrona, ya sin guiños para el adulto, a no ser la osamenta parlanchina de Frida Kahlo, la pobre, que la sacan en cualquier película que trate de México o de mexicanos, que qué topicazo, joder, y qué hartica, la pobre, debe de andar, dondequiera que esté.




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Planet Terror

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Del mismo modo que casi no percibimos cómo crecen nuestros hijos porque los vemos día tras día, también nos cuesta reconocer los cambios sociales hasta que vemos una película de hace años, o recuperamos un viejo programa en la televisión, y comprendemos que en realidad, en términos evolutivos, las cosas están mejorando a una velocidad acelerada. No, por supuesto, en el terreno económico, ahora que ya no hay izquierdas ni derechas, sino empleadores y empleados, como toda la vida de Dios, pero sí en el terreno de los derechos y las tolerancias. De las igualdades que no pretenden tocarles ni un solo duro a los ricos, que son las únicas permitidas para un debate serio y fructífero.


    Abrimos los periódicos -viejuna expresión, porque ya nadie “abre” un periódico en realidad- y al leer las páginas de sociedad nos indignamos mucho con la discriminación que siguen sufriendo las mujeres, y los homosexuales, y los sudsaharianos que sobreviven como pueden... Nos parece que nadie hace nada, que nada se mueve, que existe un statu quo que los malvados que habitan en las sombras nunca van a romper. Pero no es cierto. O, al menos, no del todo. Aun queda mucho hijoputa suelto por ahí, es verdad, pero también hay gente que trabaja, que se moja, que va moviendo los pedruscos a pequeños empujones para que las carreteras se despejen. Manifestaciones y proclamas, colectivos y valientes.

    A lo mejor es una chorrada esto que voy a decir, pero hace diez años, sólo diez años, que es como quien dice anteayer para muchas cosas, ver a una mujer como Rose McGowan disparando a los malotes con su ametralladora incrustada en la pierna, todavía producía cierta... perplejidad. Como si de algún modo le hubiera “robado” el papel al maromo protagonista. Y eso que ya habíamos conocido a otras women with guns con mucha mala hostia y mucha destreza con el gatillo, desde la princesa Leia a la teniente Ripley pasando por Sarah Connor en Terminator 2. Pero ellas eran, ciertamente, habas contadas, rara avis, en el lejano año de 2007. 

En las películas de estos últimos diez años, además de salir muchas más mujeres haciendo de personajes influyentes -políticas de altos vuelos, o ejecutivas de grandes empresas- también hemos visto a muchas más pistoleras empuñando las armas mortíferas que buscaban la justicia y la venganza. Que está muy mal, si abogamos por la no violencia, pero que está muy bien, si hablamos de que ellas también saben defenderse a tiro limpio.





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El lado oscuro del corazón

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El “¿estudias o trabajas?” que antes usábamos para ligar ya era, en sí mismo, un pequeño poema. Uno muy sencillo, sí, de un sólo verso, o de dos, si separábamos los verbos en dos renglones imaginarios. Todos poetas, en el inicio del amor... En realidad, “¿estudias o trabajas?” era el primer verso de un poema mucho más largo que no sabíamos escribir, o no nos atrevíamos a soltar, por vergüenza, o por parálisis poética, enamorados ya sin remedio de la chica a quien le preguntábamos. Salvo los ligones que disparaban a todo bicho viviente con una ametralladora muy poco selectiva -pero muy eficiente, en su barrido de balacera- los demás sólo reuníamos el valor ante chicas muy especiales, que entreveíamos en la penumbra de las discotecas, o distinguíamos en los tumultos del instituto.

En El lado oscuro del corazón, Oliverio Girondo utiliza poemas mucho más sofisticados para seducir a las bonaerenses que beben solas en los bares de alterne. Poemas bellísimos, irresistibles, que trae memorizados de casa, leídos en los grandes maestros de la seducción a ese lado del mundo: Benedetti, que nos ha jodido, y Juan Gelmán, que yo desconocía en mi vasta incultura, y el propio Oliverio Girondo, que es el poeta real al que se homenajea en la película. Poemas devastadores, extraños, de los que a veces no se entiende muy bien la intención ni el sentimiento, pero que se quedan resonando en los intestinos como si nos aludieran y nos explicaran. 

Las bonaerenseses, claro, caen rendidas ante la labia alquilada de Oliverio, y van pasando por su cama hasta que aparece el amor verdadero en forma de mujer que sabía volar (que es otra bonita metáfora para hablar del éxtasis del amor). Pero yo creo que el éxito de Oliverio se debe más bien a que el tipo está de muy buen ver, guapetón, apuesto, descarado, con mirada de seducción instalada de serie, con esos abrigos negros y flotantes que parecen de un letrista mod paseándose por las márgenes del Río de la Plata. Oliverio también dejaría patidifusas a las mujeres si les recitara la lista de la compra, o los ingredientes de la lata de Coca-Cola, porque no hay ninguna mujer que se deje seducir por un poema si no está predispuesta a dejarse seducir por el poeta.



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La vida y nada más

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Siempre me ha sorprendido el empeño que nosotros, los pobres, seguimos teniendo en perpetuarnos. Ahora que disponemos de los medios para derramar la semilla sin fruto, y que ya tenemos el culo pelado con las promesas falaces de un mundo mejor, seguimos, sin embargo, procreando ejércitos de siervos que sostienen el sistema y luego se van de vacaciones en agosto a la montonera de las playas.

    Tras terminar una de sus batallas con terribles pérdidas, Napoleón dijo que bastaría una sola noche de amor en París para restituir a tanto muerto y tanto mutilado. Del mismo modo, una sola noche de amor en los barrios del proletariado sirve para que los ricos puedan seguir contando con su mano de obra y pagarse las piscinas con las plusvalías. La verdadera revolución social, más radical que la comunista de 1917, sería, simplemente, no procrear, hundir la demografía, y que les dieran por el culo, a ver cómo se las apañaban sin nosotros. 

    Hace un siglo que nos vieron llegar con la bandera roja y la cara de mala hostia y se cagaron por la pata abajo. Nos concedieron vacaciones, sanidad pública, seguros de desempleo... El mundo fue mejor durante unas décadas que ahora recordamos casi con nostalgia, aunque en realidad fueron batalladas palmo a palmo y derecho a derecho, como quien conquistara una isla del Pacífico a los japoneses. Luego cayó el Muro, llegó el fin de la Historia, y los pobres fuimos hipnotizados como indios arapahoes con el HD de los partidos de fútbol. En las aldeas galas todavía hay valientes que resisten, que no se conforman, que escriben manifiestos o ruedan películas. Pero se equivocan de estrategia: la guerra está perdida. El fantasma que recorría Europa -y supongo que el resto del mundo también, incluidos estos suburbios afroamericanos de La vida y nada más- hace tiempo que finalmente se instaló en el más allá de la utopía.




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La casa Rusia

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A un hombre que a los sesenta años, después de recorrer mundo y de vivir muchas aventuras, decide afincarse en Lisboa para entregarse a la saudade, no se le puede confiar una misión tan delicada como ésta de la La casa Rusia. Una incursión en la Unión Soviética casi al estilo de James Bond redivivo, con magnetófonos de Mortadelo y Filemón en la cintura y tintas invisibles para escribir en documentos muy secretos. Y una chica Bond, aunque más modosita y bajita de lo habitual, que le haría perder el sentío a cualquiera, incluso a los pitopaúsicos que ya se han librado del deseo, y viven tan tranquilamente la jubilación de las conquistas. 

    Barley, el editor de libros, el personaje de Sean Connery, ya no está para estos trotes. Él estaba a la melancolía, al vino en la tasca, al atardecer sobre la desembocadura en el río Tajo. Un poco a la vida que llevaba Fernando Pessoa por aquellas calles, o cualquiera de sus heterónimos. El librito, la buena música, el apartamento con vistas al mar, para ver llegar los barcos... Quizá algún romance otoñal para apagar las últimas brasas que caldean. Poco más. Lisboa está justo a medio camino de los rusos y de los americanos, en tierra de nadie, seguramente fuera del alcance de cualquier misil balístico. En el punto ciego donde se habla portugués y se come el bacalao, que es una combinación perfecta para adormecer el alma y entregarse a la vida muy reposada.

  Yo creo que se equivoca mucho el disidente ruso que le confía los planos de la Estrella de la Muerte. Al señor Barley, británico de nacimiento y ruso de simpatías, le importa un carajo quién lleva la delantera armamentística o moral en la Guerra Fría. Se la sopla. Y más cuando conoce a Michelle Pfeiffer haciendo de eslava, porque entonces ya se pasa las ojivas por el ojete, y decide tirar por la calle de en medio y no dejar a nadie contento en aras del amor. Barley en el fondo es un cínico, un descreído. La sonrisa socarrona le delata. Él es un tipo leído, viajado, que ha estado varias veces en Rusia y ha conocido sus miserias y sus chapuzas. Sabe de sobra que el país no va a resistir mucho tiempo. Los americanos cultivan dólares en unos árboles ubérrimos que crecen cerca de Alabama, y a los rusos, por contra, se les congelan las cosechas en ese frío cabrón de las estepas. Es una guerra perdida de antemano.

    La casa Rusia es una película que no se entiende muy bien porque en realidad su personaje central es un tipo fuera de lugar, perdido en la Perspectiva Nevski por mucho que Connery le ponga el porte, y la distinción, y alguna frase para apuntar en el cuadernillo del hombre de poca vida.



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Guía del autoestopista galáctico

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La vida no tiene sentido. El número 42 que escupe el superordenador en La guía del autoestopista galáctico es el ejemplo perfecto de una respuesta sin pies ni cabeza. Un chiste genial. El oráculo también pudo haber dicho “sopa”, o “3/4”, o un relincho en arameo. Cualquier tontería. Llevamos con este tema de la trascendencia desde los filósofos griegos y lo único que hemos conseguido es marear la perdiz, la pobrecica. Los seres humanos sólo somos un accidente bioquímico que ha llegado demasiado lejos. Nada más. Aminoácidos implumes que piensan cuando tienen el estómago lleno y el techo asegurado. Cuando no dan fútbol por la tele o no estamos en precampaña electoral. Pensar en el sentido de la vida solo es un pasatiempo que nos ocupa mientras se hacen las tostadas o sale el agua caliente.

 Da postín, pensar en esas cosas, y a veces salen hasta reflexiones muy chulas, y muy profundas. Recordamos nuestros tiempos de la clase de filosofía, en el Bachillerato, cuando éramos jóvenes y soñadores. Nos ponemos nostálgicos... Pero son pensamientos que no van más allá, que naufragan al poco tiempo de partir. Más allá de la física y de la química hay un tajo por donde desaguan los océanos, como en los mapas antiguos, y las grandes preguntas son Terra Incognita que nadie ha visto ni visitado. Sólo relatos de viajeros muy sospechosos, que traen noticias de mundos muy fantásticos e inverosímiles.


    Somos las carcasas que los genes construyen para seguir viajando por el espacio-tiempo. Nada más. Les servimos para amortiguar los golpes, los meteoros, la radiación ultravioleta... En cierto modo, somos sus naves espaciales. Y no deja de ser bonito este pensamiento, aunque nos reduzca a poca cosa e instrumento. Los genes nos construyen en los astilleros del útero para navegar por la vida y luego buscar afanosamente otro útero en el que volver a construir el nuevo modelo, antes de que al actual lo desguacen en el crematorio o en la tumba. Ellos son los verdaderos autoestopistas galácticos, y no los seres humanos, que somo actores secundarios en esta historia tan simple y tan compleja de vivir. Habría que preguntarles a ellos por la trascendencia y por el sentido último del universo. Quizá sepan algo. Son unos supervivientes de la hostia. Se agarran tanto a la vida, en tantas especies, en tantas naves espaciales, en condiciones extremas, con tanto ahínco, incluso en los cometas que cruzan el espacio desolado, que da qué pensar. Es posible que ellos estén en el secreto. Esos umpalumpas silenciosos a los que Richard Dawkins desmontó.



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Morir

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Y aquí andamos, a los cuarenta y tantos años, con la barba que encanece y la próstata que hace ruidos. Las manchas en la piel, y las varices en la corva. La dentadura que amarillea y el pelo que se suicida. El culo atrapado en un campo gravitatorio. Pechos más grandes que los de algunas señoras de muy buen ver. 

    Quiero decir que me miro al espejo por las mañanas y veo a un pre-viejo que se ha instalado por aaquí. Ya doy un poco de miedo con los desperfectos, y con los cabellos destemplados. Además me salen pelos en las orejas, como a los abueletes. Dan un poco de grima... Son brotes verdes -en este caso negros, e incluso canos- que no anuncian el final de una crisis, sino que anticipan su llegada. Un desastre biológico que se va desarrollando a cámara lenta, como esas heces que no terminan de desprenderse del culo. La decadencia, sí. Una razonable, de todos modos, sin grandes enfermedades ni grandes cicatrices. Chapa y pintura. El cambio de aceite cada cierto tiempo y una pieza que sobraba que acabó en el quemador de un hospital.

    El sueño se ha vuelto más ligero y el dolor de espalda más molesto. Una pereza que emana de esta disfunción contamina cualquier voluntad de actuar: todo cuesta un poquito más cada día. Varios quejiditos físicos y mentales surgen al emprender esfuerzos que antes eran la mar de tontos. Y no te digo nada, ahora en verano, los repechos en la bicicleta... Su puta madre. Ancianos fibrosos que llevan toda su vida yendo y viniendo de la huerta, con sus lechugas y con sus calabacines, me adelantan como gregarios afanosos del Tour de Francia. Cada pedalada que trata de seguirlos es un recordatorio; cada golpe de riñón, una advertencia. Yo también llevo en el manillar a un esclavo diminuto que me recuerda que soy mortal, como los Césares de Roma.

    Me quejo de la vida, sí, pero qué cojones: lo hago con la boca pequeña. Es una quejumbre rutinaria, funcionarial, nada más que para dejar constancia. Estoy vivo, ¡vivo!, y ssupongo que lo seguiré estando al terminar esta entradilla. Otros, a esta edad mía, que es como de mediados de septiembre, ya no pueden decir lo mismo. Se me han ido dos coetáneos que yo sepa, de enfermedades traidoras y aleatorias. Tipos que seguramente también se quejaban de esto y de aquello, a lo bobo, por dar la castaña, sin mayor intención. Y mira tú...

    He pensado en ellos al ver Morir, esta película que en realidad no va del que se muere, sino de quien le acompaña. De quien asiste al triste espectáculo del adiós, velando, cuidando, soportando, llorando a escondidas. Morir, en realidad, es una película sobre ver morir, que es la experiencia que nos une a todos los que andamos por aquí, y no la muerte en sí, que por fortuna no la hemos experimentado. Y cuando la experimentamos, ya no estamos. Lo decía Epicuro. 




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Gracias por fumar

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Existen tres tipos de trabajos: los que mejoran el mundo, los que lo limpian y los que lo llenan de mierda. 
Los primeros son los que curan el cáncer, los que construyen puentes, los que hacen reír... Los que meten goles memorables o salvan ballenas en lanchas inestables que zarandean las olas. A mí me hubiera gustado trabajar en algo de esto, pero me faltó el talento, o me pudo la pereza. O daban fútbol por la tele. Me quedé en la segunda categoría, que es amplísima, y universal, donde estamos la mayoría de los currelas y los funcionarios, los autónomos y los esclavizados. Ni estropeamos el mundo ni lo mejoramos: sólo lo gestionamos, lo adecentamos, le quitamos el polvo. Cuidamos de personas, de cosas, de animales, atendemos al público. Barremos las calles o entregamos el pan. Servimos copas y limpiamos culos. Apagamos fuegos y archivamos documentos. Nadie se acordará de nosotros cuando hayamos muerto, como decía la otra película, pero al menos nadie podrá achacarnos nada. Lo hicimos como pudimos. 

    Conseguimos, al menos, no pasar al lado oscuro donde están los que ensucian el mundo con sus oficios de mierda. Los que viven de sembrar la desgracia ajena, la muerte y el dolor. La destrucción de la naturaleza y la aparición de enfermedades. Tipejos como Nick Naylor, el simpático rubiales a sueldo de las tabacaleras, que cobra una pasta gansa por salir en la tele defendiendo que fumar no es tan malo como lo pintan, y que al final es un acto de responsabilidad individual, no una extorsión del fabricante que figura en la cajetilla. Hay que tener una jeta como de aquí a Lima, claro, y unos escrúpulos extirpados en la mesa de operaciones. Y una sonrisa irresistible como la de Aaron Eckhart, que encanta a las serpientes y seduce a los incrédulos. Él sólo lo hace para pagar la hipoteca, claro, y lo demás se la suda.



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