Justo antes de Cristo


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Los romanos que vivieron justo antes de Cristo también decían cosas como “me pica un huevo esta mañana”, o “me cago en los dioses”, “o qué buena estás con la túnica, Emilia Claudia”. Parece una perogrullada, sí, pero salvando a los enemigos de Astérix, y a la corte de Pijus Magnificus en La vida de Brian, todos los romanos conocidos salen envarados en las películas, y en las series, los péplums lamentables que ya nadie ve ni en Semana Santa. Romanos que nunca cagaban ni meaban, ni carraspeaban cuando iniciaban el discurso, siempre impolutos en sus trajes militares o en sus togas del Senado, departiendo en latín literario, impecable, de precisión militar o burocrática, lisonjeando a las damas con poemas de Lucrecio o de Virgilio que ahora serían el descojono de las chicas del instituto. Personajes teatrales y muy poco terrenales que en realidad nunca nos creímos; ya no sólo distantes en el tiempo, sino también habitantes de otro sentido común, casi de otra especie humana que dejó acueductos enormes como legado histórico, y no puntas de hueso en las cavernas de la cordillera.



    Los creadores de Justo antes de Cristo han visto en la desacralización de los romanos, en su humanización puesta al día, un filón humorístico para que los abonados de Movistar + -que somos los únicos que vamos a ver la serie, y no todos, visto lo visto- nos descojonemos de la risa y nos reconciliemos con nuestros tatarapasados. Aquí todos llevamos sangre del Lacio en las venas, en mayor o menor proporción, y conozco a más de un norteño que fantasea con ser descendiente del mismísimo Augusto que vino a combatir a los cántabros, y fue dejando bastardos imperiales en que cada ciudad que fundaba, o en cada campamento que levantaba. 

    Lo que pasa es que la serie sólo tiene gracia  en su primer episodio, y pasada la tontería de ver a los romanos hablando como humanos del siglo XXI, el resto es como encontrar un trébol de cuatro hojas entre otros muchos que sólo ofrecen tres: alguna gilipollez que no compensa el esfuerzo de ir todo el rato agachado, con la vista en el suelo, descartando brotes insustanciales… Los tgéboles, que hubiera dicho el gran Pijus.






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Eugenio

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La gracia de Eugenio no residía en el contenido de sus chistes- que si los contara yo mismo, por ejemplo, en un café del trabajo, serían recibidos con risas forzadas de “menudo gilipollas es este tipo”- sino en su continente: el gesto hierático, el acento catalán, la parsimonia en el hablar, el negro riguroso de la camisa entreabierta... El pitillo en la mano y el whisky en el taburete, de cuando las televisiones permitían que los artistas se fueran suicidando poco a poco sobre el escenario, en vivo y en directo. Tiempos lejanos, míticos, de cuando nadie se escandalizaba porque un humorista catalán saliera en el prime time parlando con acento indudable, y hasta soltando palabrejas en vernáculo,  que si molt bé, o nano, o collons, no como Berto Romero o Andreu Buenafuente, que son catalanes diluidos y charnegos, y tienen aceptación popular porque hablan como si hubieran nacido en la tierra de sus  ancestros, que si no ya los hubieran defenestrado y recluido en TV3, los gerifaltes de las cadenas, temerosos del boicot y de la baja audiencia, que uno mismo tiene amigos que juran votar a la izquierda y no ven a estos dos genios por ser “putos catalanes” y “polacos de mierda”…  


    En aquellos tiempos marxistas que planteaban un debate de la izquierda contra la derecha, y no de la Patria contra Cataluña, nos hacía la hostia de gracia el Eugenio, hosti tú, pero sus chistes, la verdad sea dicha, eran más bien malucos, de patio de colegio, como los de Chiquito de la Calzada en las antípodas de la Península, que también eran malos de narices, pero te partías la caja con el pasito japonés y el pecador de la pradera… Yo soy de esos contumaces -más bien lamentables- que aún imita a Chiquito de la Calzada cuando digo comooorl, o eres un fistro, o pego un gritito idiota como de señorita enfrentada a un ratón, gooorrl, o algo así, cuando algo me sorprende. Tanbién digo doctor Grijander, y hasta luego Lucas, y los siete caballos que vienen de Bonanza... En fin. A Eugenio, sin embargo, por la distancia en el tiempo, lo tengo menos imitado cada vez, y ya sólo de Pascuas a Ramos me sale un hosti, nen del alma, o un saben aquell que diu…? cuando me paso de cervezas y me pongo a contar una historieta tonta ante la exigua audiencia del amigo. Da igual: a Eugenio y a Chiquito les tengo en el mismo altar de los humoristas que ya se nos van muriendo, a los tontainas de mi generación, telespectadores de canales únicos y en blanco y negro que casi nos reíamos con cualquier performance cuando encendíamos la tele. Nos reíamos, colega, hasta con Antonio Ozores haciendo el trabapollas en el Un, dos, tres,  o de Arévalo haciendo el gangoso en la misma sintonía, o celebrábamos las gracias -que es para cagarse si lo piensas bien- de aquellos payasoides que decían piticlín, piticlín, y veintidó, veintidó, madre mía…

    Eugenio, el pobre, al contrario que Chiquito, tuvo la mala fortuna de perder a la mujer de su vida demasiado pronto, y aunque en los escenarios de la tele o de las boites nada de eso se traslucía, porque el tipo era un profesional y un monolito de las emociones, al final su carrera quedó alicorta, truncada, suspendida en mitad de un chiste que luego, pasados los años, quiso terminar de mala manera, en apariciones como de espectro tembloroso y olvidadizo. Hasta que el último alcohol y la última nicotina se conjuraron para asesinarlo. Rematarlo, más bien.



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Superlópez

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Con la excepción de Superlópez, todos los superhéroes de nuestra infancia fueron americanos porque allí es donde los científicos se dedicaban a hacer el tonto con la radioactividad, y a veces, en el laboratorio de la Universidad, o en el sótano de su casa, la cosa se les iba de las manos y se producía un escape de partículas que al no matarlos alteraba su estructura genética para hacerlos más fuertes, o más rápidos, o más imbéciles, según. 

    El único gran superhéroe que consiguió la nacionalidad americana sin nacer allí, de pura chiripa, fue Superman. El cohete que trajo a Kal-el desde el planeta Kripton lo mismo pudo haber caído en un maizal de Kansas que en un secarral de Castilla, y con esa premisa geográfica, Jan, que era un dibujante nacido en una comarca tan hispánica como El Bierzo, parió a un superhéroe lamado Superlópez que llevaba el esquijama siempre mal planchado y lucía un bigote tupido a lo Alfredo Landa, que era la moda nacional por aquellos tiempos. Superlópez era un torpe entrañable, un metepatas de manual, pero los que leíamos sus cómics, y al mismo tiempo éramos del Real Madrid, teníamos un miedo cerval a que en cualquier aventura tonta Juan López fichara por el F. C. Parchelona para convertirlo en campéon de España, y de Europa, y luego del Mundo. A ver qué Camacho cojonudo o qué Stielike bigotudo  iba a ser capaz de parar a ese alienígena medio idiota en sus regates. Los madridistas leíamos a Superlópez con un mohín de desconfianza, porque el tipo era muy simpático, muy infortunado en amores, pero era del Barsa, y cualquier día se iba a meter a futbolista para joder la marrana, y no queríamos ver a nuestro equipo humillado ni en la ficción de los cómics.

    Años más tarde, otra nave espacial venida del planeta Chitón -pero ésta muy real- cayó en la Pampa argentina trayendo a un niño que con el tiempo acabó jugando precisamente en el Parchelona. Años después, regate a regate, gol a gol, terminó desvelando su verdadera naturaleza de superhéroe, de alienígena tramposo: el Supermessi de los cojones, por mucho que siga disimulando su naturaleza con su hablar insulso, y su jeta de panoli.


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El bosque animado

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Uno tenía el recuerdo -distorsionado por el tiempo- de que El bosque animado era una comedia de gallegos pintorescos, un poco catetos, atrapados en el realismo mágico de su tierra. En mi recuerdo todo era como de troncharse de risa en la platea: el bandido Fendetestas decía “me caso en Soria” cuando saltaba al camino a dar el palo, y el pocero cojo se acostaba con la chica por la que bebía los vientos, y el alma en pena de Fiz de Cotovelo se topaba con la Santa Campaña para encontrar el recto camino de los muertos. Había un tonto fetén al que unos aristócratas desalmados vendían la fachada del Obradoiro, y un par de burguesas que en aquel entorno rural encontraban mil miedos para dar chilliditos de marujas. Una comedia amable, de Rafael Azcona disfrazado de sentimental, en ese bosque espeso de nieblas que allí llaman fraga sin ruborizarse -porque aquí, en las tierras no gallegas, dices de un bosque que es una fraga y parece que estás invocando el fantasma arbóreo de don Manuel, que quizá también anda errando camino de San Andrés de Teixido, o del palacio de la Moncloa, en frustrada peregrinación.



    Pero hoy, treinta y dos años después de aquel primer visionado -que son los mismos años que el Madrid estuvo sin ganar la Copa de Europa y parecieron una verdadera eternidad- he visto El bosque animado y se me ha caído el alma a los suelos, y la sonrisa al fregadero. No sé si es cosa de Azcona o de Wenceslao, del guionista o del novelista, pero la película es de una tristeza muy gris, espesa, de día de lluvia inconsolable. Lo que yo recordaba como una comedia es en realidad una tragedia sobre la fatalidad del destino, sobre la pobreza que no conoce remedio. Sobre la soledad que se enquista como una maldición. Parece todo muy gallego por la envoltura y por el paisaje, como muy arcaico o inevitable, pero en realidad son males que se reproducen en cualquier ecosistema de los seres humanos. Pocos sueños se cumplen, y pocos pobres escapan de la rueda. Muy pocas soledades encuentran la verdadera compañía de una comprensión. El bosque animado, sí, de la vida desanimada.

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The Devil and Father Amorth

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Al principio de esta farsa titulada The Devil and Father Amorth, William Friedkin, que aparece con el rostro tan recauchutado que él mismo parece poseído por el demonio Pazuzu, cuenta que él sí cree en las posesiones del Maligno, y que con esa inquietante certeza rodó El exorcista en escenarios de Washington D.C. donde poco antes se había celebrado un exorcismo muy famoso entre los aficionados al folklore. 

    Friedkin, en esta parida que nos ocupa, pasea por los escenarios capitalinos donde se rodó la película contando anécdotas del rodaje; y yo, que ya no creo en estas cosas risibles de Belcebú, pero que vi El exorcista por primera vez a los catorce y católicos años, cuando todavía me las creía, aún siento escalofríos al ver la escalera por la que se despeñaba el padre Karras. Y casi sin querer, en la discoteca interior del tarareo, brotan de nuevo las notas traviesas del Tubular Bells de los cojones…

    Ahí termina lo único decente del “documental”: la nostalgia de aquella obra maestra que perturbó nuestra adolescencia. Porque lo que viene después es difícil de calificar. Friedkin y Pazuzu se plantan en la mismísima Roma para grabar un exorcismo in situ, uno “de verdad”, que nos remueva la conciencia a los hombres de poca fe, que vivimos en la Babia de nuestro ateísmo, en la inopia de nuestro cinismo, y todavía no comprendemos que en el mundo se libra una batalla milenaria entre el Bien y el Mal. En fin…

    La poseída en cuestión es una tal Antonia, arquitecta de profesión, que tan pronto está tan campante, hablando a la cámara con italiana naturalidad, como de repente se pone enfurruñada y empieza a dar gritos que le dejan la garganta hecha un estropajo. Antonia, por supuesto, no se quiebra las cervicales en un giro de cuello, ni se mete crucifijos por la vagina. La tontuna de Antonia es como de risa, como de actriz espantosa de folletín, pero consigue que en Roma se desate el miedo, la especulación, la vivencia del Mal, y alguien llama al padre Amorth -que al parecer es el número uno en su oficio- para que expulse al demonio que convierte a la pobre Antonia en un guiñapo de la cristiandad. El exorcismo es más bien absurdo, ridículo, con señoras haciendo de público que entre rezo y rezo comentan la jugada y se toman un café con pastas, como si estuvieran en el programa de Ana Rosa, y Máxim Huerta comentara en paralelo el “hecho cultural”. 

    Una ridiculez. Una prueba del Señor, quizá.


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Patrick Melrose

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Yo soy de los que opina (y la edad, y las lecturas, y la esclerosis del pensamiento, me van haciendo cada vez más contumaz) que son los genes los que marcan nuestro carácter. Ellos son los pequeños Umpa-Lumpas que dirigen nuestro destino, como dijo Heráclito de Éfeso, que fue un sabio muy respetable que nada sabía de los guisantes cruzados de Mendel, ni de los enanos trabajando en fábricas de chocolate.

    Las experiencias de la vida sólo ponen una capa de barniz al armazón de acero inoxidable: los pelos así o asá, tal música en el iPod, o en la radio del coche, el tatuaje en el brazo o en el culo, ciertos manierismos a la hora de hablar o de caminar por la calle… Los genes nos zarandean de aquí para allá hasta encontrar los amores o los trabajos, pero el barco siempre es el mismo, inmutable en su estructura desde el astillero que lo construyó hasta el desguace que lo despiezará. A veces la experiencia nos rasga una vela, o nos abre una vía de agua, o nos hace encallar en una playa para tomar decisiones importantes. Pero no suelen ser males que alteren el rumbo que venía inscrito en el código genético.

    A veces, sin embargo, como excepciones a la regla, existen congéneres como Patrick Melrose que sufren traumas que alteran las cartas de navegación. Hay ciertos abusos -y que un padre te viole sistemáticamente en la niñez es uno de ellos- que son capaces de trastocar el funcionamiento prescrito de las proteínas, y conforman un ser humano distinto del que venía descrito en el manual. Patrick Melrose había venido al mundo para pegarse la vida padre de los ricachones, porque sus antepasados poseían los genes de la avaricia, y de la ausencia de escrúpulos, y fueron forjando la fortuna familiar explotando a los indios de las colonias o a los obreros del Lancashire. A Patrick Melrose le esperaba una vida regalada, sin estrés, de estancias en Londres durante el invierno y de casas en el sur de Francia en el verano. La dolce vita, o la sweet life. Pero los mismos genes que juntaron los millones de libras también construyeron un padre colérico y dominante, abusador y deleznable, que hizo de Patrick Melrose un hombre escindido, tan presto a celebrar la vida como a suicidarse, a buscar el amor como a entregarse a todas las drogas. 

Patrick Melrose es un barco a la deriva, con dos rutas contrapuestas que le hacen girar en círculos sobre el mar, como nos enseñaban en la física del Bachillerato.



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Veep. Temporada 6

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Basta con abrir el periódico cada mañana para comprender que en política, para llegar a lo más alto del escalafón, no se precisa tener, precisamente, una inteligencia preclara. Es más: la inteligencia suele ser un estorbo, un defecto básico que corta las alas de los políticos novatos que piensan que esto es cuestión de cultura, o de agudeza. De servir al pueblo con bonhomía. Qué equivocados están... Para encabezar las listas electorales hay que presentar otros argumentos, y otros poderes: la ausencia de escrúpulos, o la belleza física, o el desparpajo semántico. La jeta de un psicópata, en ocasiones. Tener el conocimiento exacto de los engranajes del partido. Y, por supuesto,  dar el pego en cualquier contexto periodístico, un vestidor repleto de disfraces ideológicos por el que suspiraría el mismísimo Mortadelo.

    Para poner la inteligencia y el análisis ya están los ejércitos de asesores, que destripan los sondeos electorales y conocen la última hora del lugar donde se da el mitin, o se inaugura un pabellón, para que el populacho se sienta concernido y jalee las propuestas con ruidosos aplausos, y carteles de "Fulano, te queremos", o "Mengana, qué guapa eres". ¿Pero qué sucede cuando los asesores tampoco están a la altura, y sus estupideces se suman a la estupidez del mandamás, y se hace más evidente todavía que esto de la democracia sólo es una tomadura de pelo, un sainete que protagonizan cuatro caraduras con corbata ? Pues que tenemos el pan nuestro de cada día, si ponemos el telediario al mediodía, o que nos partimos el culo de risa -pero una risa muy cínica- si nos reencontramos con la ex vicepresidenta de los Estados Unidos, Selina Meyers, en la sexta entrega de sus cómicas desventuras.

    Despojada de la presidencia y curada de su depresión, nuestra veep se afana por limpiar el buen nombre de su mandato fundando bibliotecas, liberando al pueblo tibetano, prestando atención a los colectivos marginales que jamás entraron en su Despacho Oval. El problema de Selina Meyers -que es tan vivaracha como boba, tan activa como metepatas- es que vive rodeada de unos asesores que lejos de salvarla el culo la meten en nuevos laberintos que ahondan su impostura. Selina Meyers es tan parecida a la mayoría de nuestros políticos nacionales -tan corta, tan falsa, tan mezquina- que sigo sin entender por qué hay gente que ve la serie y se la toma como una comedia, como una exageración sin asideros con la realidad. Veep es un reality show muy crudo sobre los políticos que nos dan por el culo cada día. Porno muy duro del acto democrático.

    El mismo Timothy Simons -que es el actor que interpreta al insufrible Jonah Ryan- ha dicho hace muy poco. “Hubiera sido mejor que ciertas ocurrencias que los guionistas aventuraron se hubieran quedado en el plató”. Donald Trump y sus cortesanos están consiguiendo que la realidad, de nuevo, poco a poco, vaya superando a la ficción...






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El candidato

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Si dejamos volar la imaginación y hacemos un poco de política-ficción, Gary Hart, que según cuentan en El candidato era un tipo simpático y guapetón, con ciertas lecturas y chisposo ante la prensa, habría ganado las elecciones a George Bush padre en 1988, que era un carcamal de siniestro pasado como director de la CIA. Vicepresidente de Reagan en los tiempos de la avaricia, y de la gomina en el pelo de Gordon Gekko. 

Sin estas influencias acumuladas durante cuatro años de mandato, el Anticristo con cara de merluzo que Bárbara Bush trajo al mundo nunca hubiera pasado de ser gobernador de Texas, o senador de Tegucigalpa. Y Condoleezza, y Rumsfeld, y Cheney, y todos esos halcones de la guerra con sangre en la dentadura, jamás hubieran anidado en los tejados de la Casa Blanca, prestos a abatirse sobre cualquiera que quisiera joderles el negocio. 

Con la victoria electoral de Gary Hart en 1988, la historia de lo que llevamos de siglo XXI habría sido muy distinta -no digo que pacífica, ni de colorines- pero al menos las Torres Gemelas seguirían en pie para seguir saliendo en las películas, y nosotros, los españoles, nos hubiéramos ahorrado la vergüenza nacional de ver a Ánsar con los dos pies sobre la mesa de centro, fardando en mexicano. Pero Gary Hart, ay, ejercía el mismo poder de seducción sobre el electorado que sobre las chicas guapas, que se le arrimaban al terminar los mítines para ofrecer su colaboración entusiasta: de telefonistas, de pegacarteles, de lo que hiciera falta...  Y Gary no estaba hecho precisamente de piedra, sino más bien de una carne muy débil que ya había dormido muchas veces en el sofá cuando la señora Hart le pillaba con las manos en la masa, y la polla en el mazapán. 

    Quizá, quién sabe, Gary no se acostó realmente con Donna Rice, la chica excesivamente guapa que al decir de ambos sólo le cogía el teléfono, y le salivaba los sobres de propaganda. Pero llovía sobre mojado, y  nadie le creyó. En España, sin embargo, Gary Hart habría subido diez o quince puntos en las encuestas al saberse que se tiraba a una tía tan buena, aunque fuera en asunto extramarital. Aquí lo que se lleva no es el puritanismo, ni la integridad de los políticos -que ya damos por perdida de antemano, porque si no, para empezar, no se dedicarían a la política- sino la envidia cochina, y la palmada en la espalda en la barra del bar: “Jo, macho, qué suerte tienes, cómo te lo has montado…”




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