¡Vivan los novios!

🌟🌟🌟🌟🌟

¡Vivan los novios! es quizá la película más minusvalorada del dúo Azcona-Berlanga. Y a mí- siempre tan raro, pero no por vocación, ni por afán de destacar, sino porque simplemente soy raro- me parece de las mejores.

A finales de los años 60, hartos de hacer películas que triunfaban en los festivales, pero jamás en las taquillas, Azcona y Berlanga decidieron apuntarse a la moda de filmar españoles bicheando extranjeras, y rodaron la desventura sexual de Leo Pozas, un empleado de banca que  en vísperas de su matrimonio descubre el universo de las guiris en bikini, y comprende que ya es demasiado tarde para él. Que se ha equivocado de edad, de religión, de país de nacimiento... Que ha tenido que llegar al borde del barranco para comprender que su matrimonio, efectivamente, es un abismo por el que caerá nada más poner el pie. Que tras el primer polvo nupcial, y los muy escasos que esa arpía que borda Lali Soldevilla le concederá en la luna de hiel, le espera una vida de hombre enjaulado, de pajillero clandestino, de soñador entristecido de mujeres europeas.

    ¡Vivan los novios!, como no podía ser de otro modo, fue un fracaso en taquilla. A Azcona y Berlanga, incapaces de traicionarse a sí mismos, les salió una película derrumbada, negra, alimentada con la misma sangre que corría por las venas del xenomorfo de Alien: corrosiva y amarilla. Los que iban a reírse con las desventuras del pobre Pozas se quedaron con la sonrisa congelada. Porque José Luis López Vázquez, en efecto, con su calvicie y con su corta estatura, caminaba con los ojos desorbitados, y casi dislocados, por la playa de Sitges, persiguiendo escotes y nalgas como manzanas en un sueño. Pero su infortunio sexual movía más a la pena que a la carcajada, más a la piedad que al aplauso. Más al reflejo vergonzoso que a la alteridad catártica, que escribiría el pedante de la revista.... Los espectadores querían reírse de sí mismos, pero no contemplarse a sí mismos, que es una cosa diferente

    En ¡Vivan los novios! aparece una de las actrices más hermosas que uno ha visto jamás. Su nombre es Jane Fellner, e interpreta a la pintora irlandesa que engalanaba las aceras con sus tizas, y con su mera presencia. El sueño sexual de la noche veraniega de Pozas, y de cualquiera... La he buscado en internet con suma curiosidad, para saber qué fue de ella, pero sólo consta como actriz en esta película. El resto es silencio. En YouTube, en un corte de cuatro minutos, otro hombre enamorado le ha rendido un sentido homenaje: Sexy and attractive Jane Fellner. El tal Josep, el amigo Pozas, y el que esto suscribe, hemos caído bajo el mismo embrujo de su belleza, y de su misterio. Ya somos el Club de Sus Admiradores. 

                                   


Leer más...

Manual de cine para pervertidos

🌟🌟🌟🌟


La primera vez que vi “Manual de cine para pervertidos” piqué, pues eso... como un pervertido. Yo esperaba la guía definitiva sobre desnudos y escenas subidas de tono: quién, y en qué película, y dónde encontrarlo por internet. Joder, ahí ponía “Manual de cine...”, y los manuales son libros prácticos, no teóricos, que te enseñan a hacer cosas de provecho. Guías, y no especulaciones. Hombres en acción, y mujeres a la aventura, y no filósofos hablando de la metafísica de los rábanos.

La sorpresa -y la decepción- vino a los cinco minutos, cuando comprendí que aquí no se hablaba de la carne, sino del subconsciente, y que la estrella de la función era un filósofo esloveno -mitad cinéfilo y mitad psicoanalista- que hablaba un inglés tan macarrónico y tan lento, tan arrastrado de erres en sus sesudas dubitaciones, que hasta yo, que ya me pierdo en el “¿Ja guar yú?”. podía seguirle el discurso sin casi mirar los subtítulos. Mi primera reacción fue, por supuesto, pasar del documental, y emplear el tiempo libre en otra película, o en otra sabiduría. Pero tengo, para mi suerte, un Yo que aún no ha perdido las riendas del todo, y que a veces se impone al Ello caprichoso. Incluso al Superyó judeo-cristiano, tan gruñón y tan pesado.

Mi Yo, cuando vio que Slavoj empezaba a diseccionar los simbolismos de “Terciopelo azul” se dijo: “¡Tate!, que esto puede ser interesante...”, y allí nos quedamos los tres, en el sofá: el Yo curioso, y el Ello cabreado, y el Superyó tomando notas, por si había que arrepentirse de algo después. Durante dos y horas y media -que son como una charla magistral en la Universidad- Slavoj Zizek se pierde en germanías, en literaturas del género. En verborreas inaprensibles para el lego. Porque uno, más allá de la estructura básica de la mente, y de cuatro conceptos aprendidos del abuelo Sigmund, sólo tantea tinieblas y aguas cenagosas. Pero de vez en cuando, entre el perifollo, Zizek macarronea reflexiones que son como perlas para el intelecto. Claves insospechadas de películas inmortales. Introspecciones muy válidas que te golpean la conciencia.




Leer más...

La vaquilla

🌟🌟🌟🌟🌟


La primera vez que vi “La vaquilla” fue con catorce años, en casa del amigo más querido del grupo. Y era el más querido porque era el único que tenía un VHS: un cacharro Philips de la hostia, negro como el monolito de Kubrick, y con poderes tan mágicos como aquél. El último grito en tecnología, como se decía en los anuncios de entonces. Un invento de los americanos que su padre había comprado en Madrid en un arranque de “estos son mis cojones”, y a precio, precisamente, de huevas de esturión.

Corría el año 86 u 87, y aquel VHS se convirtió en el tótem de nuestra cinefilia. En el salón del amigo fundamos una iglesia a la que íbamos siempre que podíamos, cuando la esclavitud de los Maristas nos dejaba algo de tiempo libre. Su padre siempre estaba en viaje de negocios, como aquel yugoslavo de la película, y su madre, como todas nuestras madres, vivía la otra esclavitud de las labores del hogar, así que casi nunca pisaba por aquel terrirorio sagrado, que era nuestro Reino de los Cielos, o nuestro Paraíso Terrenal.

Por aquel VHS pasaron todas nuestras neuras adolescentes: las películas de Rambo, las cafradas de Chuck Norris, las comedias de los hermanos Marx... Las películas porno -si no había moros en la costa- que el tipo del videoclub nos detectaba en el mostrador pero dejaba pasar con una sonrisa de comerciante comprensivo. Veíamos cine clásico y cine palomitero, cine maravilloso y cine execrable. Europeo y americano, español y de la Cochinchina. Éramos infatigables y pantagruélicos. Cien años de historia del cine se acumulaban en las estanterías del videoclub, gritando “¡Descúbreme!”....

Y en uno de aquellos lotes metimos un día “La vaquilla”, porque decían en la publicidad que te partías de risa con ella. En el salón del amigo estaba representado todo el arco parlamentario de la Transición: estaba yo, que era más rojo que los tomates, y un chaval facha, que era hijo de falangista, y un rarito que ya entonces se declaraba “ácrata de las costumbres”. Y el dueño de la casa, claro, que siempre fue un ultracentrista del baricentro. Ver “La vaquilla” y reírnos con la mitad de sus chistes -porque la otra mitad se nos escaparon, de lo torolos que éramos- fue nuestro Pacto de la Moncloa. En aquellos sofás, alrededor del VHS totémico, se juntaron qué sé yo, cuatro Españas, para tratar de entender aquellas dos de la guerra.



Leer más...

Cuando Harry encontró a Sally

🌟🌟🌟🌟

El orgasmo más famoso de la historia del cine salía en Cuando Harry encontró a Sally, o viceversa, y era uno fingido. Y ni siquiera tenía lugar en una cama, o en un coche aparcado en la colina, sino en mitad de una cafetería. Una real, por cierto, en Manhattan, que todavía hoy indica el lugar del crimen con un cartel. Si usted no sabe de qué orgasmo le estoy hablando, una de dos: o es demasiado joven, o acaba de salir del convento a conocer mundo, antes de morir.

(Yo, por cierto, en esta última revisión, me he fijado en lo que comía Sally antes de lanzarse a la actuación, para pedir lo mismo que ella, claro, como en el chiste que remataba la escena: es un sándwich de carne y queso, con pan integral, al que ella, tan dotada para la farsa como maniática para las comidas, va despojando poco a poco de las lonchas).

Supongo que el orgasmo de Sally es una metáfora del propio cine, que no deja de ser un placer fingido por las neuronas espejo, mientras nuestro cuerpo, despatarrado en el sofá, ni siente ni padece. Supongo que también viene a demostrar que el sexo no visto siempre es más perturbador que el sexo explícito. No más excitante, eso no, porque ante los cuerpos desnudos el periscopio se activa casi sin querer, pero sí más morboso y seductor... Me consta que Meg Ryan se desnudó una vez en pantalla, decidida a ganar el Oscar, y sin embargo, aunque estoy seguro de que yo miré por una rendija, no recuerdo nada de su belleza interior. Decididamente, me pone mucho más Sally hablando de sexo que Meg mostrando sus esplendores. Y eso que yo, como muchos, estábamos enamorados de ella: de su cara de muñeca, de sus ojos azules, de su pinta de exalumna de las monjas... Mientras los críticos sesudos la atizaban, nosotros, en secreto, la mirábamos, y la remirábamos, y la admirábamos... Durante varios años fue la gran estrella de Hollywood. Con Meg, como quien dice, aprendimos a mandar emails a nuestros amores lejanos. Luego, en homenaje, la Unión Astronómica Internacional le puso su nombre a un asteroide, el 8353 Megryan. No es una estrella, vale, pero surca el firmamento.




Leer más...

Memento

🌟🌟🌟🌟🌟


Esto de la amnesia anterógrada -que no seas capaz de consolidar los recuerdos inmediatos y cada cinco minutos te sobresaltes pensando “¿Dónde narices estoy?”, o “¿Quién coño eres tú?”-  parece una cosa de las películas, y de los manuales de psiquiatría. Enredos de Christopher Nolan, y curiosidades de Oliver Sacks. Pero sospecho que en la vida real se da mucho más de lo que pensamos. Lo que pasa es que quien la padece aprende a disimular, a poner caras de póker o sonrisas enigmáticas, y sólo los más íntimos saben el alcance de su dolencia. “Recuerda a Sammy Jankis...”.

Yo, en cierto modo, también soy un amnésico anterógrado, pero sólo hasta las once o doce de la mañana. Hasta que tomo el tercer café y despierto al mundo, y a las gentes, y entonces ya sí, ya soy capaz de retener en la memoria los encargos que me hacen, las recomendaciones, lo que me dijeron que corría mucha prisa y yo dije que por supuesto, que ahora mismo, que oído cocina, pero que a los dos minutos  -como le pasa a Guy Pierce en “Memento”- se me había ido por el sumidero del olvido.

Pero yo no hablo de amnésicos transitorios, sino de amnésicos de verdad, de esos que quedan en llamarte y luego nunca te llaman. Pero no por descortesía, ni por un quedar bien, que es el lubricante del mundo civilizado, sino porque son realmente gente con un problema en el hipocampo. Gentes -todos los conocemos- que cuelgan el teléfono o tuercen la esquina y en un minuto ya te han olvidado por completo, como si nunca hubieras existido. El otro día, sin ir más lejos, una señorita de buen ver me llamó por teléfono, mantuvimos una agradable conversación y al terminar me dijo que volvería a llamarme por la tarde. Que quería saber más cosas de mí... Que me enviaría un whatsapp para confirmar que yo estaba online... Que chao, que no te olvides, que se lo había pasado pipa... Eso fue hace un mes y sigo esperando. Sin embargo, en la red, le sigue poniendo corazones a cosas que yo escribo. Juraría que cada vez que lo hace se pregunta: “¿Quién es este tipo?”.



Leer más...

El sabor de las cerezas

🌟🌟


Recuerdo haber visto El sabor de las cerezas hace muchos años, en un ciclo de cine iraní que organizaba la Universidad de Invernalia. Eran los tiempos de mi juventud aventurera, de mi primer contacto con filmografías alejadas de la española o la jolivudiense... Yo soñaba con ser ciudadano del mundo no a través de los viajes, sino a través de las películas. Volverme culto y universal. Educar mi gusto y mi sensibilidad. Volverme atractivo a las miradas femeninas menos superficiales. Yo, en aquel cineclub universitario, soñaba con conocer a una belleza solitaria y accesible, de andar por casa, coqueta y sensual, con la que seguir viendo cine en otros contextos, en la intimidad de otros respaldos. Luego, la verdad sea dicha, ninguna estudiante se presentó jamás sin un novio de la mano, protegiéndola del peligro...

En El sabor de las cerezas conocí a un fulano llamado Abbas Kiarostami que se llevaba los grandes premios en los festivales. Juraría que entonces me gustó la película, pero hoy he intentado verla otra vez y me he quedado dormido. Muchas cosas han cambiado desde los tiempos universitarios... Se ve que he perdido el apetito por la aventura intelectual. Que me he hecho mayor volviéndome otra vez niño, como en un curioso y lamentable caso de Benjamin Button. He pasado veinte años viajando por las películas de aquí y de allá: he visto cine de casi todos los sitios, de casi todas las sensibilidades, afamado y de culto, estafador y fallido, y al final, en un viaje circular alrededor de mí mismo, he regresado a los gustos de mi adolescencia. Cosas digeribles, entretenidas, americanas a ser posible, de eso que los críticos llaman con desprecio artesanía, y no arte.

Es en películas como El sabor de las cerezas donde me descubro rendido a la evidencia: ya nunca seré el cinéfilo que siempre quise ser. El hombre que encara con entusiasmo ecuménico la última novedad procedente de Tailandia o de Paraguay. Lo vengo sospechando desde hace años, y hay películas como ésta que ya me golpean con una certeza ineludible. Veo -o intento ver- El sabor de las cerezas, y cada bostezo pantagruélico divide por dos los restos de mi autoestima.  Estoy incapacitado para ver la poesía en una cosa así. En un pestiño así. Me acepto -qué remedio-, y me odio un poquito.




Leer más...

Insomnio

🌟🌟🌟🌟


Pues a mí me pasa justo lo contrario que a Al Pacino en Insomnio: que me duermo a cualquier hora, y casi en cualquier sitio. Es coger la posturica, o encontrar el silencio, y catapúm, la mente se me nubla, y el cuerpo se me desmadeja, como si alguien me desenchufara de la corriente. Una película que contara mi vida se titularía Narcolepsia, o algo parecido. El dormilón no, que ya está cogido. Me mantengo entre los despiertos gracias al café en vena, y a la adrenalina de los deportes televisados.

Yo necesitaría, no sé, diez horas de sueño para funcionar como funcionan los demás; once, para producir destellos mínimos de inteligencia. Sería una vida más productiva, más digna de ser vivida, pero sólo sería, ay, media vida, porque además habría que restarle las siestecicas, y las cabezadas en el sofá, y los cinco minutos más que siempre se arrancan al acto de levantarse... Un continuo descansar de no hacer nada. El paraíso de un vago sin causa. Un auténtico tumbado de aquellos que hablaba Luis Landero.

Calidad o cantidad: he ahí el dilema. De momento, en lo que llevo de vida, salvo extraños momentos vacacionales, siempre he optado por lo segundo, por vivir más. Y así me va, claro: mientras los demás producen, yo finjo que produzco. Me ha costado años perfeccionar este arte engañoso, este recurso de actor consumado, pero cualquiera que intima sabe que por debajo de la careta, como en las comedias de la tele, hay un tipo roncando su sueño.  Me paso las dieciséis horas de vigilia amodorrado, ensoñando, disperso y muy poco atento. En mi trabajo saben que cualquier cosa que se me diga antes de las doce de la mañana no se alojará en mi memoria a medio plazo. Que se perderá en la maraña de neuronas que todavía no han encontrrado la cobertura del wifi interno. 

Curiosamente, los síntomas del insomnio que acosan a Al Pacino en la película se parecen mucho a los síntomas de la modorra permanente: entrecierras los ojos, pierdes la orientación, te hablan y es como si te hablaran desde el extremo muy lejano de un túnel... O desde la lejanía de un planeta colonizado, con muchas interrupciones, y electricidad estática. De las alucinaciones -las mías siempre son mujeres pelirrojas que se pasean por la escena y me sonríen- no voy a hablar aquí.





Leer más...

Origen

🌟🌟🌟🌟


Esta debe de ser la cuarta o la quinta vez que veo Origen. La verdad es que ya no lo hago por gusto, sino por saber si la dichosa peonza sigue girando o si ya reposa su baile de derviche. Es una pedrada, sí, pero no muy distinta a tantas otras. Si otros no pueden dormir pensando en la independencia de Cataluña, yo, por mi parte, que me la sopla, y que tarareo mucho lo de cada loco con su tema, no puedo conciliar el sueño pensando si al final Leonardo DiCaprio se encontraba con sus hijos, o si, por el contrario, los besaba en las profundidades de su quinto o sexto sueño. Si usted ha visto Origen sabrá de lo que hablo, y seguramente compartirá mi congoja; y si no, le va a dar igual, porque el lío es tan morrocotudo que cualquier spoiler es como una lágrima perdida en la lluvia.

Cada cuatro o cinco años repaso la película para tratar de entender lo que antes no entendí. Y la verdad es que aún quedan entendimientos para rato... Estas cosas de Nolan están por encima de las mentes mediocres y perezosas como la mía. Pero no voy a desistir. ¿Qué son un par de horas dedicadas a la película cada cinco años? Nada: otra gota en la inmensidad del tiempo. Yo quiero formarme una opinión sólida, con fundamentos, que no me deje en mal lugar cuando un reportero me pregunte. “¿Usted qué opina del indulto a los presos del procés...? Y, por cierto: “¿Usted es de los que piensa que la peonza de DiCaprio sigue girando o que termina derrumbándose?”

Pero esta vez, por añadidura, he venido a Origen como quien acude a la consulta de un psicoanalista. He venido a tomar apuntes para expulsar al fantasma de mis sueños. Porque yo -al igual que DiCaprio en la película- también tengo una mujer fantasma que se pasea por mis noches, y que nunca me deja soñar en paz. Da igual lo que sueñe, y donde ubique lo soñado: ella revienta cualquier argumento, y se presenta en mitad de las escenas sin ser invitada, con su sonrisa perversa, a perturbarlo todo: a joder conmigo, o a joderme, o joder la marrana...  Lo mismo que hace Marion Cotillard en la película, aunque Marion, para los espectadores enamorados, siempre es bienvenida.




Leer más...