La primera vez que vi La balada de Buster Scruggs me enteré casi por casualidad de que los hermanos Coen habían estrenado nueva película. Lo hice de refilón, casi de canto, gracias a que leí una reseña en el periódico mientras pasaba la página, distraído. Antes, en mi cinefilia comprometida, estas cosas no me pasaban: yo estaba al loro, al tema, siguiendo la filmografía de estos santos americanos que son de mi particular devoción. Porque los hermanos Coen, en mi iglesia, San Joel y San Ethan, aunque ellos sean judíos y yo ateo perdido, tienen una de las capillas más barrocas y más floridas, donde se exponen todas sus obras y milagros en retablos que son los carteles de sus películas. Allí, a ese espacio de recogimiento donde la creatividad y el buen humor se palpan en el aire, y se respiran con el incienso, voy a rezar varias veces al cabo del año, cuando me aburro de la vida y de las películas horrorosas, o sin sustancia.
La balada de Buster Scruggs
La primera vez que vi La balada de Buster Scruggs me enteré casi por casualidad de que los hermanos Coen habían estrenado nueva película. Lo hice de refilón, casi de canto, gracias a que leí una reseña en el periódico mientras pasaba la página, distraído. Antes, en mi cinefilia comprometida, estas cosas no me pasaban: yo estaba al loro, al tema, siguiendo la filmografía de estos santos americanos que son de mi particular devoción. Porque los hermanos Coen, en mi iglesia, San Joel y San Ethan, aunque ellos sean judíos y yo ateo perdido, tienen una de las capillas más barrocas y más floridas, donde se exponen todas sus obras y milagros en retablos que son los carteles de sus películas. Allí, a ese espacio de recogimiento donde la creatividad y el buen humor se palpan en el aire, y se respiran con el incienso, voy a rezar varias veces al cabo del año, cuando me aburro de la vida y de las películas horrorosas, o sin sustancia.
Seinfeld. Temporada 3
🌟🌟🌟🌟🌟
La soledad es una barrera que se construye ladrillo a
ladrillo. Hablo de la soledad mental, no la física, que ésa es casi imposible de
alcanzar, o de padecer, a no ser que uno se dedique al farerismo, o a ser
anacoreta en el desierto. Al pastoreo por los montes, o a la radioastronomía en
la montaña. Uno, que tiene dos profesiones de andar por casa,
tiene amigos, vecinos, familiares, compañeras de trabajo. El mundillo del fútbol
base. Conocidos a los que saludo a diario con un simple “hola, ¿qué hay?”, o
con un golpe de mentón. Y si dejo La Pedanía y paseo por la ciudad, está el
bullicio, el gentío, el paisanaje de los bares o de las calles.
No hablo de esa soledad matemática, aunque dijo el poeta que
uno puede sentirse sólo entre multitudes y bla, bla, bla. Centrémonos. Yo hablo
de la soledad... no sé cómo llamarla... cultural, aunque no quiero decir que yo
sea más culto que la gente que me rodea. Lejos de mí tal tentación. Hay más cultura y más sabiduría en saber cultivar un tomate que en toda esta parafernalia
de estanterías Billy con libros y películas que yo exhibo. Esto mío sólo es un pavoneo, y un matarratos, la
medicación diaria que me impide pensar y hundirme. En vez de gastarlo en psiquiatras,
yo gasto el dinero en escritores y en directores de cine, pero es más o menos
lo mismo. Se trata de mantener las neuronas a raya, dispersas, que no se junten
en conciliábulos para repasar el pasado o planear el futuro, dos actividades tan
subversivas como peligrosas.
Quiero decir -de una vez, que se me acaba el folio- que uno descubre
que está solo, muy solo, cuando habla por ahí de Seinfeld a los gentiles y
nadie sabe qué serie es, o si lo sabe, no recuerda de qué iba, o quiénes eran
sus personajes. Sólo una mujer, extraña, de ciencia-ficción, que una vez me
dijo que Elaine Benes era una de sus heroínas femeninas, y feministas. En fin, que yo venía aquí a
decir cuánto me he reído -otra vez- con la tercera temporada de Seinfeld y
resulta que me ha salido un texto como cenizo y pesadón, lleno de amarguras de
poetastro. Para la cuarta temporada prometo reformarme.
La terminal
🌟🌟🌟
En el fondo no estaría tan mal, vivir en una terminal de
aeropuerto, como demuestra Tom Hanks en la película con su sonrisa bonachona. Por
un período de tiempo razonable, claro, no la vida entera, pero sí unas semanas,
quizá un par de meses, para poner en paréntesis los asuntos internos y sacar el
portátil de una vez para ponerse a escribir. Dejar ahí fuera, tras los ventanales,
la tentación del fútbol, de las señoras, de la caña barriguna con el amigo;
poner en suspenso las mil y una distracciones que conspiran contra la disciplina
de escribir y hala, buscarse un escondrijo como el de Víctor Navorski para que
vayan pasando los días, sólo pendiente de que las musas que viajan en los aviones -de la Ceca a la Meca, de Algeciras
a Estambul- caigan, por una simple cuestión de probabilidades, en el aeropuerto
donde está uno, bellísimas y encantadoras, con esa sonrisa que de
pronto te enciende el interruptor neuronal y te deja combustible para diez o
veinte páginas de corrido.
Sí, en efecto: una musa muy parecida a Catherine Zeta Jones, que
al pasar a tu lado te deje turulato, y ya todo sea pensando en ella, o derivado
de ella, o dedicado a su nombre y a su memoria.
El drama de la película surge al principio, porque el encierro
de Víctor Navorski es sorpresivo e injusto, y no concibe que pueda sobrevivir
allí mucho tiempo, entre tiendas duty free y escaleras mecánicas. Pero luego,
una vez asumido el golpe, viene eso: el retiro espiritual, el aislamiento monacal,
aunque por allí, por el claustro excesivo de aire modernista, pase todo quisqui
camino de su trabajo o de su ocio. Pero la gente, en movimiento, es una masa
única, un solitario aunque enorme transeúnte, y a las pocas horas de sentirlo rondar ya te acostumbras a su presencia, y puedes concentrarte en la tarea. Lo
que molestan son los golpes en la pared, y los televisores de los vecinos, pero no
el rumor continuo de las gentes que viajan, que son como las olas del mar, o
como los sonidos del viento.
First Cow
🌟🌟
Me he dormido mientras veía las primeras escenas de First
Cow. Pero eso, en principio, no es malo. A la hora de la siesta me duermo
con cualquier película que ponga sobre las rodillas. Las necesito para conciliar
el sueño. Ahí fuera -al menos mientras no estoy en La Pedanía- todo son coches, golpes,
ruidos, rodamientos de los vecinos, que se les caen continuamente de los bolsillos,
o se los dejan a los chavales para que jueguen. Todavía no he conocido a ningún
vecino que no trabaje en algo relacionado con rodamientos -coches, o camiones,
o maquinaria industrial- y que no se los lleve a casa para pulirlos, o engrasarlos,
o hacerlos rodar, crrrrrraacccck, a ver si funcionan, incluso a altas horas de
la madrugada.
Me he quedado dormido a los diez minutos de empezar First Cow, con los auriculares anti-rodamientos puestos. Pero ya digo que me habría dormido igual con El Padrino, o con El hombre tranquilo, en irreverente deserción. He despertado a eso de la media hora de película, lo que deja un saldo de veinte minutos reparadores, canónicos, que si son un minuto menos se quedan cortos, y si son uno más producen cefalea. Así está bien. Medio dormido todavía, con el gustirrinín inconfundible que baña las vértebras del cuello, he rebobinado la película hasta el minuto diez y he empezado a verla otra vez. Luego, de corrido, he llegado hasta el minuto cuarenta y cinco, más allá del sueño y de mi paciencia, y he dicho basta, hasta aquí hemos llegado con la vaca. ¡Cuarenta y cinco minutos! para contar que un americano y un chino se conocen en el Far West. Sólo eso: que se conocen. Que uno busca oro y otro riquezas mercantiles, y que agradecen haberse conocido mientras recogen setas por el bosque, y avellanas, y cosicas así para ir matando el hambre.
Mientras tanto, en los Juegos Olímpicos,
que transcurrían en paralelo en el televisor, los americanos y los chinos se
conocían, se saludaban y rápidamente se lanzaban a la piscina, o al potro de
saltos, a competir, a establecer una épica y una narrativa. Aquí, en First
Cow, nada de eso: sólo un documental sobre caras sucias, desdentadas,
famélicas... Nada que ver con el Oeste del cine clásico, eso lo reconozco. Pero
poco más. Iban un chino, un americano y un español más bien adormilado y medo bobo que les veía en su
ordenador. Un chiste sin gracia.
Agárralo como puedas
🌟🌟🌟
Pues será el karma, no sé, o la puta casualidad, o los dioses
que a veces juegan conmigo, haciéndome guiños o trastadas, pero el caso es que
el mismo día en que decido grabar Agárralo como puedas en el Movistar +,
venciendo mis escrúpulos de gafapasta ridículo, luego, a las pocas horas, escucho
en la radio una conversación con Fernando Trueba en la que el director
madrileño -mucho más desacomplejado que yo, y, por tanto, mucho más sabio- reivindica
precisamente la comedia chorra, absurda, hecha de gilipolleces a lo Mortadelo y
Filemón, y reafirma su deseo siempre insatisfecho de rodar algún día una película
así, a lo idiota, sin complejos, al puro descacharre. Una película -y la cita
expresamente, para dejarme boquiabierto, y pensando en las telepatías y en las
metafísicas - como Agárralo como puedas, de la que luego se pone a
desgranar chistes y gracias en total comunión con el presentador del programa,
que se parte la caja, y luego el culo, y más tarde ya el organismo entero, pero
no por cortesía, por quedar bien ante el invitado, sino porque es otro hombre
culto y desenvuelto que ha enterrado -o quizá nunca enterró- sus prejuicios con
el cine de los hermanos Zucker, y ese otro tipo, J. Abrahams, no J.J. Abrams,
que ése es otro, el de las cosas de la sci-fi y la resolución de los Skywalker.
Horas después, en el sofá, tras varias décadas huyendo de mí
mismo -de mi gusto simple, de mi sofisticación escasa, de mi alma infantil y
perversa- me lo voy a pasar teta con las memeces teniente Frank Drebin: las
románticas y las policiales, y las suyas propias, de su vida personal, que
también tienen tela marinera. Pero en ese momento de la tarde, mientras escucho
a Fernando Trueba por los senderos de La Pedanía, yo todavía no lo sé. En ese
momento de conjunción astral y de alineamiento de los planetas, aún tengo dudas
de sí por fin ha llegado el momento de des-madurar, de dejar de hacer el gilipollas,
y rendirme a la evidencia de mi gusto sin refinar. A esas horas de la tarde aún
tengo miedo de la involución, de la metamorfosis inversa. Del regreso a las
tardes de mi infancia. Ahora, la verdad, un poquito menos.
El renacido
🌟🌟🌟🌟
Por la misma época en que se estrenó “El renacido” -que nos
dejó a todos tan asqueados y maravillados que todavía hoy no sabemos qué pensar
de la pinche ocurrencia- jugaba en los Golden State Warriors un fulano llamado Shaun
Livingstone que venía de romperse una rodilla por cuatro sitios, y de quedar
desahuciado para el juego según nueve de cada diez traumatólogos -vamos, como
si se la hubiera destrozado un oso grizzly en un encontronazo por el bosque- y sin
embargo ahí estaba, el bueno de Shaun, jugando de base suplente de Stephen
Curry para mantener el partido siempre calentito y en tensión: sus doce puntitos,
su puñado de asistencias, su par de defensas cojonudas hasta que la rodilla
emitía señales de cansancio o Curry volvía a sentir el picorcito en las muñecas
y pedía regresar.
Guillermo Giménez, en las retransmisiones de Movistar +, llamaba
a Shaun Livingston “El renacido”, y Daimiel, a su lado, se descojonaba de la risa
mientras buscaba una estadística en sus papeles para confirmar el renacimiento
del muchacho. Ahí fue cuando comprendí que “El renacido”, la película salvaje y
asalvajada de González Iñárritu, quizá no se iba a quedar para siempre en el
contenido, pero sí en su continente. El meme cultural que se reproduciría como
un gen de Dawkins iba a ser el título, y no la película en sí. De hecho, ya
casi nadie se acuerda de “El renacido” un lustro después. El otro día, en la
tienda de segunda mano, vi su Blu-Ray en una estantería menor, de las de altura
rodillera, a un precio indigno de una película oscarizada que cuenta con Leonardo
DiCaprio en su portada, aunque sea envuelto en pieles, y con la cara magullada,
y en un tris de morirse justo después de ejecutar su venganza implacable.
Yo mismo -quiero decir- soy un renacido, uno que también tuvo
su encontronazo en el bosque y tardó lo mismo que Shaun Livingston en volver a
las canchas y ponerse a jugar. Me he apropiado el apodo, el nickname, aunque me
parezca tan poco a Leonardo DiCaprio cuando se pone guapo.
Metrópolis
🌟🌟🌟🌟
Fritz Lang no era un nazi, pero estaba casado con una mujer
que sí lo era, y que escribía los guiones para sus películas. Quizá por
eso Joseph Goebbels estaba algo confundido cuando le ofreció a Lang dirigir la
UFA para convertirla en la maquinaria cinematográfica de propaganda. Lang, a
decir de la Wikipedia, se quedó bastante extrañado, y le dijo a Goebbels que
bueno, que se lo pensaría, pero que tenía que confesarle que su madre era
judía, a lo que Goebbels le respondió: “No se preocupe: nosotros decidimos
quiénes son arios y quiénes no”. Esa misma noche de 1933, acojonado con el
personaje, Lang cogió un tren con destino Villadiego, luego París y más tarde
Estados Unidos, donde rodaría la segunda tacada de su cinematografía.
La mujer que escribió el guion de Metrópolis se
llamaba Thea von Harbou, y de ella, en internet, se cuentan cosas que... bueno,
y otras que..., en fin, no tanto. Se nota que quienes escriben los artículos quieren
reivindicarla como mujer artista y al mismo tiempo no quieren quedar como simpatizantes
-o simpatizantas- de sus derivas ideológicas. Mujer, pero nazi; o nazi, pero
mujer, y ahí se empantanan, y sueltan aquello que los andaluces llaman la “piropostia”,
que es como decir: “Tienes una cara tan guapa que así nadie se fija en tu
cuerpo”, o “Thea von Harbou puso todo su talento artístico al servicio de Hitler
y sus adláteres”.
Digo todo esto más o menos documentado porque hoy, viendo Metrópolis
-y he tenido que verla en la versión pop/disco de Giorgio Moroder para no tener
que escuchar los golpes del vecindario veraniego- he comprendido que no es una
película de revoluciones obreras y distopías del futuro, sino, más bien, el
sueño nacionalsocialista del sindicato vertical, del todos a una en el
esfuerzo, los ricos a la vidorra y los trabajadores al sudor de su frente. No
es difícil ver en el personaje de María, que otros confunden con una Juana de
Arco bolchevique, a la mismísima Thea clamando por la alianza entre clases. De
los judíos no dice ni mu, pero viendo como estaba diseñada la jodida ciudad de Metrópolis,
es mejor no ponerse a pensar.
Silverado
🌟🌟🌟
Cuando se estrenó Silverado, allá por 1985 -que como
estará de lejos Japón que ni siquiera conocíamos a Kevin Costner- los expertos decían
que el western era un género muerto, y que la película de Kasdan, lejos de
resucitarlo, sólo venía a profanar su tumba.
Ahora que tras varias décadas de remoloneo por fin he visto
la película, tengo que decir que hombre, que se pasaron tres huevos con el
pobre Lawrence Kasdan. Que Silverado no es desde luego ninguna
maravilla, más bien lo contrario, todo tan trillado y tan tontorrón en su planteamiento,
y en sus tiroteos, pero que tampoco es el peor western de la historia. Ni de
coña, vamos. Está a la altura de decenas de clásicos viejunos que esos mismos
puretas calificaban con cinco estrellas en las revistas, o con cinco orgasmos
en la radio, acompañando la galaxia o la lefa con su prosa florida y su adjetivismo
literario.
El otro día, sin ir más lejos, yo bostezaba lo mismito que
hoy con Johnny Guitar, que también empieza con unos mentecatos acodados en
la barra del salón, que ni se conocen ni tienen oficio definido, sólo estar allí,
mamándose, y diciéndose tonterías de este lado del río Pecos, o de aquel lado
del Mississippi, forastero y tal, que yo te conozco, eres hermano de Bill
Donovan, y vienes a cobrarte una deuda de sangre, pecador de la pradera,
desenfunda si tienes valor y bla, bla, bla..., mientras uno se rasca la cabeza
en el sofá y se pregunta quiénes son estos tipos, y de dónde vienen, o a qué se
dedican, que ni vacas se ven por los alrededores. Yo creo que el problema es
que estos pueblos de las películas siempre los construyen donde no hay agua -al
contrario que cualquier civilización heredera de los sumerios- y que por eso
van todos como van, lunáticos y deshidratados, o bebiendo whisky a todas horas.
Silverado es aburrida, previsible, como hecha para
niños sin bagaje, o cortitos de entendederas. Pero entretiene, como la mano en
pene que cantaba don Javier. En realidad es una mierda, pero no sé, había que
verla, porque me faltaba, y porque es de Lawrence Kasdan, que una vez dirigió
películas maravillosas, y escribió los guiones de las películas de Luke, y las
de Indy. Por eso mismo le odiaban tanto, y le siguen odiando, los puretas.